Pau Donés - 50 palos
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50 palos: resumen, descripción y anotación
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A toda la gente que tan generosamente ha compartido algún momento de sus vidas conmigo, porque con su compañía me han hecho una persona muy afortunada.
A mi profesor de Literatura Castellana, Jordi Sistacs, porque, a pesar de tener un alumno disléxico, me metió en el cuerpo el gusanillo de la literatura. Si hoy escribo canciones es definitivamente gracias a él.
A Mercedes Castro, la editora de la que partió la idea de escribir este libro. Gracias, Mercedes, porque sin tu tenacidad y perseverancia nunca me hubiera atrevido a hacerlo.
LA VIDA DE PAU DONÉS EN POCAS PALABRAS
Muy lejos de pretender escribir una biografía, pues las biografías suelen oler a muerto y yo todavía no, os hago un breve repaso de cómo he pasado por la vida desde que el 11 de octubre de 1966, en la clínica El Pilar de Barcelona, me asomara al mundo por primera vez (que yo sepa) hasta este momento.
LA NIÑEZ
Como apuntaba, nací en Barcelona un 11 de octubre de 1966. Ese día no sucedieron grandes acontecimientos en el planeta, aunque cabe destacar que en la Ciudad Condal comenzaba el V Congreso Mundial sobre la Protección de Animales al tiempo que en Salamanca se inauguraba un monumento al toro de lidia. Qué contradicción, ¿no? ¡Increíble pero cierto!: protejamos a los animales y a la vez matémoslos sádicamente, aunque en la España de los años sesenta no era tan increíble y, bien pensado, tampoco lo seguiría siendo ahora.
En fin, antes de nada, quiero dar las gracias a mis padres, Amado y Núria, por haberme dado la oportunidad de vivir, y también por todo el amor que recibí a pesar de haber sido un trasto de mucho cuidado.
No tengo un claro recuerdo, pero la salida del vientre de madre por el conducto vaginal debió de ser, seguro, muy dolorosa para ella (siempre he sido muy cabezón), y bastante traumática para mí (por cómo contaba ella que me movía dentro de su barriga, se ve que pocas ganas tendría de salir). Por aquel entonces corría la teoría de que el dolor y el sufrimiento en el parto fortalecían el vínculo madre/hijo y de que así los niños salían más fuertes y preparados para la vida. ¡Increíble pero cierto (parte 2)!
Lo que sí se sabe es que tardé un buen rato en soltar el primer llanto y que, cuando lo hice, una cosa quedó clara: el primogénito de la familia Donés Cirera venía con una clara vocación, la de músico, lo cual confirmaría el devenir de mi vida.
En mis primeros años, a pesar de apuntar maneras, mis padres enseguida se dieron cuenta de que no era normal: no sabía leer y me pasaba el día dando saltos o colgado bocabajo de la lámpara del comedor.
En ese momento alguien decidió que el niño era tonto y muy movido (hoy en día me diagnosticarían como disléxico e hiperactivo), lo que trajo muchos dolores de cabeza a mi madre, que sin embargo pronto, y de forma casual, encontró la fórmula para calmarme: la música. Recuerdo perfectamente el tocadiscos de maleta marca Philips, con el que pasaba tardes enteras escuchando discos: de canciones y cuentos infantiles, de música latina, de Elvis, de jazz, de chistes de Gila… Sí, he dicho Gila. A madre le encantaban y yo los escuchaba atentamente, aunque sin entender muy bien los chistes e historias que tanto me hicieron reír años después y que aún guardo como oro en paño.
Dislexia e hiperactividad, vaya cuadro.
Después de mí vinieron dos churumbeles más y finalmente una niña, la princesa del castillo. Madre, viendo el zoológico que tenía en casa, compró una colchoneta de kárate y en ella aprendimos unos cuantos trucos de los que Bruce Lee hacía en sus películas, solo que de forma autodidacta. Yo le daba cera a mi hermano Marc, y Marc a Bernat, y así dale que te pego hasta que uno salía llorando o sangrando. Entonces madre sacaba la zapatilla y ahí empezaban las clases de artes marciales de verdad. Cuando crecimos tiró por fin la colchoneta y compró otro tocadiscos. Buena decisión. En casa la hiperactividad se trataba a base de música, pero ahora a los hiperactivos les dan anfetaminas. ¡Socorro!
En cuanto al colegio, pasé por siete escuelas y otros tantos psicólogos, y aunque sacaba buenas notas me aburría mucho en clase. Nunca entendí qué cojones hacíamos sentados siete horas diarias en una silla, con lo bien que se estaba en el patio jugando al baloncesto, y sigo sin entenderlo ahora.
En general tengo muy buenos recuerdos de la niñez. Aunque era un chaval bastante conflictivo en esa época fui razonablemente feliz. Crecí en una familia estupenda y tuve buenos amigos, algunos de los cuales todavía conservo. Hice muchas gamberradas y tuve la gran suerte de poder satisfacer la mayoría de las veces la tremenda curiosidad que sentía por las cosas que me rodeaban gracias a que nuestros padres nos dieron bastante libertad de movimiento, lo cual creo que fue fundamental para el desarrollo de la parte más creativa de mi cerebro.
LA ADOLESCENCIA
En mi caso no duró mucho. En plena crisis de identidad (típica en esa edad) madre murió. Se suicidó justo una semana después de que yo cumpliera dieciséis años.
Cuando llegas a los dieciséis te sientes mayor, sabio, independiente, te conviertes en el dueño del mundo. Te puedes sacar el permiso de conducir motocicletas, salir de noche hasta tarde, beber cerveza, entrar en las discotecas… A los dieciséis eres el tío más chulo y molón del mundo, pero también el más mamón, no hay quien te haga sombra, y mucho menos tus padres. A los dieciséis lo que básicamente eres es un gilipollas.
A la semana de mi decimosexto cumpleaños yo pasé de sentirme mayor a serlo. En un segundo pasé de ser un idiota adolescente a un adulto menor de edad.
La muerte de una madre… ¡Menudo palo! La lección fue severa pero definitiva: el sentido de la vida cobró la importancia que en realidad tenía y que yo, hasta el momento, no le había sabido dar. Sufrí un dolor insoportable, un miedo atroz e infinito. ¿Cómo se podía vivir sin madre? ¡Joder, qué puta mierda! Pero a la vez aprendí que la vida era lo mejor que tenía, y que no la iba a dejar pasar. Nunca nadie me ha dado una lección tan poderosa, y si soy lo que soy es gracias a la fortaleza que madre me transmitió de forma tan dura y fulminante. ¡Gracias, mami!
También fue en esta etapa cuando hice un par de descubrimientos importantes. El primero, la música moderna: pasé de escuchar discos de villancicos a vinilos de Bob Marley, los Beatles, Lou Reed, David Bowie, los Rolling Stones… ¡Qué emoción! Escuchaba música a todas horas e imitaba a esos artistas alucinantes bailando en mi habitación con una vieja escoba tuneada a modo de guitarra. Me puse un pendiente en la oreja izquierda, empecé a peinarme con estilo y me compré una chupa tejana que no me sacaba ni para dormir. Era increíble e incontrolable.
Antes de morir, madre me compró una guitarra eléctrica y ahí descubrí mi verdadera vocación. La música fue mi aliada, mi compañera en el duelo y mi compañera de viaje, y sin duda me ayudó a continuar. Más que una válvula de escape fue como la fuente de energía que me empujaba hacia delante y aliviaba esa profunda y enorme pena que sentía. En la vida yo iba a ser músico. Lo supe entonces y a por ello fui.
Durante esta época formé mi primer grupo musical, llamado Jay & Company Band, junto a mi hermano Marc, y unos años después montamos otra banda a la que bautizamos como Dentaduras Postizas.
Mi segundo descubrimiento, el sexo: perdí la virginidad a los diecisiete años con una mujer estupenda en el más excelso de los sentidos. Descubrí el sexo gracias al amor (aunque con el tiempo acabara sucumbiendo al hechizo de hacerlo por puro placer). De hecho, ella fue el primer gran amor de mi vida. Vivir ese momento ha sido una de las cosas más bonitas que me han sucedido. La primera vez fue un desastre completo (obviaré los detalles) pero maravilloso: un coche (un viejo Seat Ronda 1.6 de mi padre), unas estupendas vistas al Mediterráneo, una primavera deliciosa, Bob Marley de fondo y a mi lado la reina de mis sueños. ¿Qué más se puede pedir? La sigo queriendo mucho y después de más de treinta años continuamos compartiendo una muy buena relación.
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