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Capítulo 1
A Francisca, la noche oscura no le permite ver mucho. Pero apenas distingue a Efraín subiendo sus cosas junto a las de don Alfaro sobre el techo del carruaje, entiende todo.
—¿Qué hace, Efraín?
Es su papá y lo quiere con toda el alma. Pero aun así lo trata de usted y lo llama por su nombre: Efraín. No porque él se lo pida. Al contrario, lo hace para molestar nomás. A Francisca le encanta molestar a su padre.
—¿Cómo? —responde Efraín, entre sorprendido y haciéndose el distraído.
—¿Por qué anda cargando sus cosas en la carreta?
Para sus once años recién cumplidos, Francisca puede ser bastante atrevida.
—No es una carreta, es una galera. Tiene cuatro ruedas, ¿no ves?
El hombre insiste en disimular la situación, pero con Francisca es imposible. Le hace mil preguntas. Lo acusa de estar a punto de partir sin despedirse. ¡Lo pescó justo!, y se lo dice. Y por la cantidad de bultos y utensilios, está claro que va a ser un viaje largo.
Efraín la interrumpe susurrando. Intenta calmarla, como si temiera que alguien estuviera escuchando. Le dice que es un secreto. Que don Alfaro debe hacer un viaje de improviso y es su deber acompañarlo. Que no se iba sin despedirse: le dejó una nota junto a la cama. Que es por unos días nomás. Que ya es grande para andar haciendo tanto lío.
Francisca le pide que la lleve. Intenta todo. Desde la súplica hasta el pataleo, pasando por la rabieta. Nada funciona. Ni siquiera el llanto fingido, que tan bien le sale, ¡con lágrimas reales y todo! Efraín se agacha cuan largo es para apoyar sus manotas en los hombros de su hija y mirarla a los ojos.
—Es importante, Francisca.
Luego la abraza. Ella nota algo raro en ese abrazo. ¿Miedo? Entonces entiende que es en serio. Algo está pasando.
Efraín la suelta. Sin decir adiós, le da la espalda para comenzar a asegurar los caballos.
Francisca da media vuelta y se aleja. No sabe si está triste o preocupada. Sobre la cama encuentra la carta de su padre: “Me voy de viaje. Vuelvo en unos días”.
Don Agustín Alfaro sale de la casa y todavía no es de madrugada. Viene de paisano, desarreglándose las mangas de la camisa, como si quisiera ocultar quién es. Lleva un cofrecito bajo el brazo y el ala del sombrero cubriéndole los ojos. Alfaro le da una palmada campechana a Efraín y se monta al interior de la galera de un salto.
—Vamos.
Efraín obedece. Se sube al pescante de otro salto y amaga a chasquear el látigo. Los caballos también obedecen y se ponen en marcha. La galera se aleja de la estancia, despacio, como si no quisiese hacerse oír por ningún vecino en leguas a la redonda.
Andan duro y parejo, largo y tendido. Pasan un par de postas sin detenerse en ninguna. Ni siquiera para apurar el charque y la galleta que les hacen de desayuno, almuerzo y merienda. Ni siquiera para hacer sus necesidades. Así durante horas y horas. Como si quisieran ganarle al sol, que amaneció a sus espaldas, los quemó desde lo alto del mediodía y ahora se pone en el horizonte.
Junto a un riacho, finalmente se detienen. Efraín aprovecha el alto y baja para estirar los brazos y las piernas. Don Alfaro se asoma por la ventanilla.
—¿Cansado, Efraín? ¿Quiere que siga yo?
Efraín está duro. Parece una estatua. Se lleva un dedo a los labios, pidiéndole silencio. Alfaro no termina de entender. Entonces vuelve a oírse el mismo quejido. Una tos seca, como de perro. Uno de los caballos para la oreja y relincha, alerta.
Con disimulo, Efraín toma las dos pistolas que lleva ya cargadas bajo el pescante y las amartilla, intentando no hacer ruido. Está listo para disparar. Alfaro lo sigue con la mirada, mientras busca sus propias armas. Hasta que una tercera tos se deja oír desde debajo de sus pies, paralizándolo.
Lento, con pasos mudos y arma en mano, Efraín se acerca a la base de la galera. Partió adivinando un viaje de peligros e intrigas, pero no esperaba encontrárselos tan pronto. Siempre apuntando, se agacha de golpe, esperando sorprender al autor del quejido. Sin embargo, el sorprendido resulta ser él: apenas sostenida entre los tirantes que hacen de suspensión a las ruedas, con sus dedos abarrotados aferrándose cual garras, una silueta oscura cuelga del piso de la galera. Y se encuentra temblando. No se sabe si por el frío o por el esfuerzo. Aun así, en la oscuridad de su cara negra brilla una sonrisa.
La silueta se suelta para caer rendida en medio de una nube de polvo, como una bolsa de papas.
—¿¡Hija!? ¿¡Qué hacés acá!?
Mientras tanto, Francisca se acomoda el pelo y ya va ensayando su cara de perfecta inocente.
Capítulo 2
Ya es de noche de nuevo. Francisca permanece sentada a un costado del camino, mientras mira a su padre hablar con don Agustín, a lo lejos, bajo la luz de la luna. No alcanza a oírlos, pero llevan casi una hora debatiendo y se los ve preocupados.
Es raro. Francisca no termina de entender. Esperaba que Efraín la retara y que el amo intercediera para defenderla, divertido, reconociendo que tenía cierto mérito haber aguantado todo el viaje colgando bajo la galera. Pero no. Ahí están los dos, muy serios, decidiendo.
Nada viene saliendo según el plan de Francisca. Le duele todo, desde los músculos de los brazos hasta las uñas del pie. Y también siente dolor de ese que no es físico: una angustia le anuda el estómago y la garganta. Quisiera que la reten, o que se preocupen por su salud después de semejante viaje, pero no, nada de eso pasa, y la angustia crece.
Efraín y don Agustín dejan de hablar y se acercan, como si hubieran llegado a un acuerdo. Francisca amaga a incorporarse para hacer su rutina de niña arrepentida, pero don Agustín la retiene por el hombro.
—No te levantes, Francisca. Descansá. Lo vas a necesitar.
Nadie parece divertido. Nadie parece enojado. Más bien la miran los dos con una tristeza resignada.
—Escuchame, Francisca. En otra ocasión, hubiéramos dado media vuelta para dejarte en casa. Pero tenemos un viaje larguísimo por delante y no podemos volver.
—Están yendo a Tucumán, ¿no es cierto?
Efraín resopla al cielo, como si no pudiera creer la hija que le ha tocado.
—Claro, por el congreso —sigue pensando en voz alta Francisca.
Don Alfaro la mira sorprendido, como si le extrañara verse descubierto por una niña. Francisca será una niña y además esclava, como su padre, pero todo el mundo habla de eso. En España, el rey Fernando ha vuelto a su trono; las Provincias Unidas del Río de la Plata se encuentran acorralados por las fuerzas españolas en Chile y el Alto Perú, y por las portuguesas en la Banda Oriental. Se sabe desde hace tiempo que se ha reunido un congreso en Tucumán, del que participan varias de las Provincias Unidas del Sur para decidir sus destinos. Y don Alfaro está en política. Ha participado de la revolución desde el principio, en mayo de 1810, y desde entonces no ha parado. Francisca se ha enterado porque a veces, cuando está haciendo alguna tarea en la casa, escucha lo que él habla con sus visitas. No es que sea chismosa, sino que simplemente hay días en que está especialmente aburrida.