LUDWIG VON MISES (Lemberg, 1881 - Nueva York, 1973). Economista y filósofo austriaco. Es el principal representante de la tercera generación de la Escuela Austriaca de economía.
Estudió y se doctoró en la Universidad de Viena, donde fue discípulo directo de Böhm-Bawerk. De 1920 a 1934 mantuvo en Viena su propio seminario en el que participaron ilustres economistas como Friedrich Hayek, Fritz Machlup o Lionel Robbins. Tras enseñar unos años en el Instituto Universitario de Altos Estudios de Ginebra, en 1940 se refugió en los Estados Unidos huyendo de las amenazas nazis. A partir de 1946, ya nacionalizado como ciudadano americano, da clases en la New York University durante 24 años. Allí retomaría su seminario, entre cuyos discípulos destacaron Murray N. Rothbard, George Reisman, Israel Kirzner, Ralph Raico, Leonard Liggio y Hans Sennholz. A pesar de la marginación de que fue objeto por las nuevas corrientes positivistas y por el rampante keynesianismo, su influencia fue enorme. Sus ideas inspiraron el «milagro» de la recuperación económica alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
Es autor de obras fundamentales como La teoría del dinero y del crédito (1912), Socialismo (1922), La acción humana (1949), y de centenares de artículos y monografías.
1. Intervencionismo
1. El intervencionismo como sistema económico
Desde que los bolcheviques abandonaron su intento de realizar de golpe en Rusia su ideal socialista de un orden social, adoptando en cambio la Nueva Política Económica (NEP), no hay en el mundo prácticamente más que un único sistema de política económica: el intervencionismo. Una parte de sus adeptos y defensores lo consideran un sistema sólo provisional, destinado a ser sustituido, tras una fase más o menos larga de experimentación, por una de las variantes del socialismo. Entre ellos se encuentran los socialistas marxistas, incluidos los bolcheviques, así como las distintas tendencias de socialistas democráticos. Otros, en cambio, piensan que el intervencionismo representa un orden económico permanente. Por el momento, sin embargo, esta diferencia de opinión sobre el futuro de la política intervencionista no pasa de ser una disputa académica. Sus seguidores y defensores coinciden plenamente en que se trata de la política económica que prevalecerá en los próximos decenios e incluso en las próximas generaciones. Tienen la convicción de que esa será la política económica del futuro previsible.
El intervencionismo pretende mantener la propiedad privada, pero al mismo tiempo quiere regular la actividad de los propietarios de los medios de producción a través de normas imperativas y sobre todo de prohibiciones. Cuando este control se lleva hasta el punto en que todas las decisiones importantes dependen de las directrices del gobierno; cuando ya no es el motivo del beneficio de los propietarios de los medios de producción, de los capitalistas y de los empresarios, sino la razón de Estado, lo que decide qué es lo que hay que producir y cómo producirlo, lo que tenemos es un orden socialista, aunque se mantenga la etiqueta de la propiedad privada. En este sentido tiene razón Othmar Spann cuando afirma que, en la sociedad así constituida, «formalmente existe la propiedad privada, pero lo que en realidad existe es el socialismo». La propiedad pública de los medios de producción no es otra cosa que socialismo y comunismo.
Pero el intervencionismo no quiere ir tan lejos. No pretende abolir la propiedad privada de los medios de producción; sólo quiere limitarla. Por un lado, considera que una propiedad ilimitada es funesta para la sociedad; por otro lado, piensa que el orden de propiedad pública es de todo punto irrealizable, al menos por el momento. Trata, pues, de crear un tercer orden: un sistema social equidistante entre el orden de propiedad privada y el de propiedad pública. Se propone evitar los «excesos» y peligros del capitalismo, aunque sin renunciar a las ventajas de la iniciativa y laboriosidad individual que el socialismo es incapaz de ofrecer.
Los adalides de este orden de propiedad privada dirigida, regulada y controlada por el Estado y otras instancias sociales, coinciden con las inveteradas aspiraciones de los políticos y de las masas populares. Cuando aún no existía la ciencia económica, y no se había descubierto que los precios de los bienes económicos no se «fijan» arbitrariamente, sino que obedecen rigurosamente a la situación del mercado, se intentaba regular la vida económica mediante órdenes gubernamentales. Pero la economía clásica puso de manifiesto que tales interferencias en el funcionamiento del mercado jamás pueden alcanzar los objetivos que la autoridad se propone. Por eso el viejo liberalismo, que construyó su política económica sobre la base de la economía clásica, rechazaba categóricamente tales intervenciones: ¡Laissez faire et laissez passer! Por su parte, los socialistas marxistas no juzgan el intervencionismo de manera distinta que los liberales clásicos. También ellos tratan de demostrar lo absurdo de todas las propuestas intervencionistas, tachadas despectivamente de «pequeñoburguesas». Pero la ideología hoy dominante en el mundo recomienda precisamente el sistema de política económica que rechazan tanto el liberalismo como el viejo marxismo.
2. Naturaleza de la intervención
El problema del intervencionismo no debe confundirse con el del socialismo. No se trata de saber si el socialismo es de algún modo concebible o realizable. Por el momento no nos interesa saber si la sociedad humana puede o no construirse sobre la base de la propiedad pública de los medios de producción. El problema que aquí queremos dilucidar es el relativo a las consecuencias de la intervención del gobierno o de otras instancias públicas en el orden social basado en la propiedad privada: ¿Pueden estas intervenciones conseguir los fines que se proponen?
Conviene, ante todo, delimitar claramente el concepto de «intervención».
1. Las medidas encaminadas a salvaguardar o garantizar la propiedad privada de los medios de producción no son intervenciones en el sentido que aquí nos interesa. Esto es tan evidente que no hay necesidad de insistir en ello. Si, no obstante, no es completamente superfluo hacerlo, es porque a menudo se confunde nuestro problema con el del anarquismo. En efecto, se arguye que si se considera indispensable la intervención activa del Estado para proteger el orden de propiedad privada, no se ve por qué no habría de permitirse su intervención en un ámbito más amplio. Es coherente el anárquico que rechaza toda forma de intervención estatal; pero no lo es quien, a pesar de reconocer justamente la inviabilidad del anarquismo y la necesidad de una organización estatal dotada de poderes y medios coercitivos para garantizar la cooperación social, pretende luego restringir esa función del Estado a una esfera bien limitada.
Salta a la vista el error de tal argumentación. Lo que nos interesa saber no es si se puede asegurar la convivencia entre los hombres sin ese aparato de coacción organizada que es el Estado o gobierno. Lo que deseamos saber es si (dejando a un lado el sindicalismo) existen sólo dos formas posibles de organización de la sociedad basada en la división del trabajo, o sea la propiedad colectiva o la propiedad privada de los medios de producción, o bien si puede existir, según la tesis intervencionista, un tercer sistema, basado en la propiedad privada y al mismo tiempo regulado por intervenciones estatales. El problema de la necesidad o no de la organización estatal debe distinguirse netamente del referente a los sectores y modalidades en que el Estado debe intervenir. Así como de la imposibilidad de renunciar a la presencia de un aparato estatal coactivo en la vida social no puede deducirse la conveniencia de coartar las conciencias, imponer la censura sobre la prensa y otras medidas por el estilo, así tampoco puede deducirse la necesidad, la utilidad o tan sólo la posibilidad de adoptar determinadas medidas de política económica.