Introducción
L a medicina ha progresado con asombrosa rapidez en los últimos cuarenta años. Basta considerar cuánto ha avanzado el tratamiento de la leucemia, por ejemplo. A finales de la década de 1970, si una criatura contraía esta terrible enfermedad, sus probabilidades de sobrevivir oscilaban en torno al 20 por ciento. En cambio, si esto ocurre en la actualidad, su probabilidad de supervivencia será de alrededor del 80 por ciento. Esto significa que los resultados en este campo de la medicina han mejorado nada menos que un 300 por ciento solo en el curso de las cuatro últimas décadas. Y esta maravillosa hazaña no es privativa de la oncología pediátrica, ya que podemos encontrar tasas de progreso impresionantes en casi todos los demás campos de la medicina. Y digo casi porque, lamentablemente, hay una excepción: el ámbito de la psiquiatría y la salud mental.
De hecho, en este campo los resultados clínicos no solo se han mantenido generalmente invariables durante los últimos treinta años sino que, de hecho, incluso han empeorado según determinados parámetros. A pesar de todo este gasto y de una amplia cobertura, la salud mental del país no ha mejorado en los últimos veinte años. En realidad, la situación parece haber ido de mal en peor. Visto lo cual, ¿cómo se explica la continuada inacción de los sucesivos gobiernos? ¿Todo se reduce a una inversión insuficiente y unos recursos escasos o nuestro enfoque global en materia de salud mental adolece de un problema más ominoso que nuestra clase política es simplemente reacia a abordar?
En el presente texto ofreceré una respuesta a este interrogante y pondré de manifiesto cómo, desde la década de 1980, los sucesivos gobiernos y las grandes corporaciones han contribuido a promover una nueva concepción de la salud mental que sitúa en el centro un nuevo tipo ideal: una persona resiliente, optimista, individualista y, sobre todo, económicamente productiva, las características que necesita y desea la nueva economía. Como resultado de este cambio de perspectiva, todo nuestro abordaje de la salud mental se ha modificado radicalmente con el fin de satisfacer estas exigencias del mercado. Definimos la «recuperación de la salud» como la «vuelta al trabajo». Achacamos el sufrimiento a unas mentes y cerebros defectuosos en vez de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas y laborales nocivas. Promovemos intervenciones medicalizadas sumamente rentables que, si bien son una magnífica noticia para las grandes empresas farmacéuticas, a la larga se convierten en un lastre para millones de personas.
Me propongo demostrar cómo esta visión mercantilizada de la salud mental ha despojado a nuestro sufrimiento de su significado y sentido más profundos. Como resultado, nuestro malestar ya no se percibe como una llamada de atención vital a favor de un cambio ni como nada que se pueda considerar potencialmente transformador o instructivo. Al contrario, en el curso de los últimos decenios, más bien se ha convertido en una ocasión más para la compraventa. Industrias enteras han prosperado apoyándose en esta lógica y ofreciendo explicaciones y soluciones interesadas para muchas de las dificultades de la vida. La industria cosmética atribuye nuestro sufrimiento al envejecimiento; la industria dietética, a nuestras imperfecciones corporales; la industria de la moda, a que no estamos al día; y la industria farmacéu tica, a supuestas deficiencias en nuestra química cerebral. Cada uno de estos sectores ofrece su propio y rentable elixir para el éxito emocional, pero todos comparten y promueven la misma filosofía consumista con respecto al sufrimiento, a saber: que lo malsano no es la forma en que nos enseñan a interpretar y abordar nuestras dificultades (el envejecimiento, los traumas, la tristeza, la angustia o el duelo), sino el hecho mismo de sufrir; algo que un consumo bien orientado puede resolver. El sufrimiento es el nuevo mal y no consumir los «remedios» adecuados, la nueva injusticia.
Este libro explica cómo, a partir de la década de 1980, este programa a favor del mercado comenzó a resultar dañino para el Reino Unido y para el mundo occidental en general al transformar toda nuestra actuación psicosanitaria en un abordaje centrado en la sedación, en la despolitización de nuestro sufrimiento y en mantenernos productivos y productivas, y al servicio del statu quo económico. Anteponer la servitud económica a la verdadera salud y desarrollo individuales ha alterado dramática y peligrosamente nuestro orden de prioridades y el infausto resultado ha sido, paradójicamente, un mayor sufrimiento.
He escrito este libro para contribuir en la medida de mis posibilidades a corregir este enfoque dominante pero equivocado y al debate sobre las posibles vías para enmendar la situación, a partir de una comprensión de las verdaderas raíces de nuestro malestar mental y emocional que permita ponerles remedio luego. Con este objeto, he viajado mucho para entrevistarme con profesionales de primera línea en el campo de la salud mental y otras profesiones afines: dirigentes políticos, funcionarios públicos y figuras clave en el campo del pensamiento académico. Me he documentado a fondo mediante la lectura de la bibliografía relevante y la exploración de los archivos y he pasado muchas horas rastreando los pasillos del poder en un intento de contribuir a reformar la atención psicosanitaria desde dentro. Todas estas actividades me han aportado una percepción inestimable sobre las causas socioeconómicas de nuestra crisis actual en este ámbito, con revelaciones —a menudo curiosas y desconcertantes— que ahora llenan las páginas de este libro.
Si me siguen a través de los siguientes capítulos, en ellos encontrarán una muestra de los males que causan las mismas profesiones que dicen querer ayudarnos, desde los peligros de la sobremedicalización hasta la prescripción excesiva de medicamentos psiquiátricos, la creciente estigmatización, la discapacidad en aumento, la sobrevaloración de terapias ineficaces y unos pobres resultados clínicos. Pero —y esto es lo más significativo— también verán que estos problemas no surgieron de la nada, sino que han proliferado bajo el capitalismo de nuevo estilo que nos gobierna desde la década de 1980, un estilo que favorece una concepción particular sobre la salud mental y la intervención en este campo y que ha antepuesto las necesidades de la economía a las nuestras, mientras anestesiaba nuestra percepción de las raíces, a menudo psicosociales, de nuestro desespero. Como resultado, nos estamos convirtiendo rápidamente en un país sedado por intervenciones psicosanitarias que sobrevaloran muchísimo la ayuda que en verdad aportan y nos enseñan sutilmente a aceptar y soportar unas condiciones sociales y relacionales que nos perjudican y nos impiden progresar, en vez de rebelarnos y cuestionarlas.
En noviembre de 2013, instalado en un pequeño apartamento desvencijado del Upper West Side de Manhattan, estuve examinando las cifras de ventas del libro que seguramente mayor influencia ha tenido en la historia de la salud mental: el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales ( Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders ), también conocido simplemente como el DSM. Este manual, que ahora va por la quinta edición, es un pesado volumen azul y plateado de 947 páginas. Es el libro que enumera y define todos los trastornos de salud mental reconocidos por la psiquiatría y que cada año se diagnostican a decenas de millones de personas en todo el planeta.
Estaba repasando esos datos aquella noche porque al día siguiente iba a dar una conferencia de dos horas en la Universidad de Columbia sobre cómo se elabora dicho manual. Entre los años 2009 y 2012 había estado estudiando el desarrollo del DSM y, gracias a una beca de mi universidad, había escudriñado sus archivos en Washington y había entrevistado a sus principales artífices y autores. Los datos que había reunido parecían confirmar las críticas internacionales negativas cada vez más numerosas que estaban apareciendo en los principales periódicos y publicaciones médicas de alcance mundial.