Las empresas encargadas de la compraventa de materias primas mueven 17 billones de dólares al año. O lo que es lo mismo: un tercio de la economía global. Nos proporcionan el café que bebemos, los metales con los que se fabrican nuestros teléfonos y la gasolina de los coches que conducimos y, sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar quiénes son, así como de dónde proceden esas materias primas. Javier Blas y Jack Farchy sacan a la luz uno de los aspectos menos conocidos de la globalización: las actividades de las empresas que compran, acumulan y venden los recursos del planeta.
Esta es la historia de un pequeño grupo de empresarios que se convirtieron en los principales actores de la economía internacional. Bajo la mirada de los reguladores y las autoridades de Occidente, ayudaron a Saddam Hussein a vender su petróleo, financiaron a las fuerzas rebeldes libias durante la Primavera Árabe, y permitieron que Vladímir Putin sorteara estrictas sanciones económicas. Desconocidos, apolíticos y con contactos en todas las esferas se saltan embargos, leyes y conflictos con tal de mantener a la población de Occidente alimentada y las estanterías de sus comercios llenas.
Introducción
Los últimos buscavidas
El avión se inclinó con fuerza al iniciar el descenso.
Muy por debajo, las plácidas aguas del Mediterráneo habían dado paso a la árida extensión del desierto del norte de África. Columnas de humo salpicaban el horizonte. Dentro del pequeño avión privado, los ocupantes, con el rostro pétreo, se agarraban a sus asientos mientras descendían en una serie de espirales que les revolvieron el estómago.
No era un viaje de negocios normal, ni siquiera para Ian Taylor. Durante las cuatro décadas que llevaba comerciando con petróleo, había viajado a muchos lugares conflictivos, desde Caracas hasta Teherán. Pero aquel viaje —con destino a Bengasi, Libia, en plena guerra civil— era una experiencia nueva.
Taylor solo tenía que mirar por la ventanilla si quería recordar los riesgos que corría. Trescientos metros más abajo, un solitario dron de la OTAN vigilaba el avión. Taylor, consejero delegado de Vitol, la empresa comercializadora de petróleo más grande del mundo, se vio deseando que sus contactos del Gobierno británico hubieran enviado un avión de combate de verdad a escoltarlo.
En aquella época, principios de 2011, toda la región estaba sumida en una ola de levantamientos populares a la que más tarde se le dio el nombre de Primavera Árabe. En Libia, las fuerzas que se habían rebelado contra los cuarenta y dos años de dictadura del coronel Muamar el Gadafi acababan de hacerse con el control de Bengasi, la ciudad más importante del este del país, y habían constituido su propio Gobierno.
Sin embargo, el caótico ejército de los rebeldes tenía un gran problema: se estaba quedando sin combustible. Los rebeldes necesitaban urgentemente diésel y gasolina para los vehículos militares, y fuel para hacer funcionar las centrales eléctricas. Las refinerías de Libia habían dejado de funcionar por la guerra, así que al país solo llegaba un goteo de combustible a través de cientos de camiones que emprendían un arduo viaje desde Egipto.
Si alguien iba a atreverse a correr el riesgo de abastecer a un ejército rebelde en medio de una sangrienta guerra, ese era Ian Taylor. A sus cincuenta y tantos años, combinaba el encanto natural de un miembro de la élite británica con un apetito por la aventura, requisito obligado para ser comerciante de petróleo. Nunca había tenido miedo de llevar a Vitol a lugares donde otros temían poner el pie. Y, en un mundo en el que petróleo y dinero van de la mano con el poder, no era de los que rehuían acuerdos de una importancia geopolítica más amplia.
Cuando unas semanas antes había surgido la posibilidad de un acuerdo con los rebeldes libios, Taylor no lo había dudado. El equipo de Vitol en Oriente Medio había recibido una llamada del Gobierno de Catar. El pequeño Estado del Golfo, rico en gas, se había convertido en un apoyo político y financiero clave para los rebeldes libios. Actuaba como intermediario entre ellos y los Gobiernos occidentales, y les proporcionaba armas y dinero. Pero comprar petroleros llenos de combustible y entregar ese cargamento en una zona de guerra era algo que sobrepasaba lo que podía hacer Catar. Necesitaba la ayuda de una comercializadora de materias primas. Los cataríes querían saber si Vitol suministraría diésel, gasolina y fuel a Bengasi.
Vitol tenía cuatro horas para pensárselo y responder. Solo necesitó cuatro minutos para decir que sí.
Había un problema, y era que los rebeldes no tenían dinero. En lugar de eso, Vitol recibiría el pago en especie, en forma de crudo extraído de los pocos yacimientos petrolíferos que controlaban los rebeldes. En teoría, eso no debía suponer un contratiempo: Vitol podía llevar el combustible hasta el puerto de Bengasi por el Mediterráneo y recibir el crudo a través de un oleoducto que llegaba a la ciudad costera de Tobruk, cerca de la frontera egipcia y lejos de los combates (véase el mapa de la página 429).
Taylor y el resto de los altos mandos de Vitol armaron rápidamente una propuesta. Intercambiar un producto por otro no era nada nuevo para una firma comercial como Vitol, sobre todo cuando lidiaba con un cliente con problemas de liquidez. De hecho, había otras compañías que competían por participar en el trato con los rebeldes libios. Pero Vitol era más agresiva: estaba dispuesta no solo a enviar combustible, sino también a hacerlo a crédito, prestándoles, de facto, dinero a los rebeldes libios.
La empresa tenía otra ventaja: sus conexiones políticas en Londres y en Washington. Taylor, que estaba especialmente dotado para las relaciones sociales y tenía el carisma de un político nato, era uno de los principales donantes del Partido Conservador británico, en el poder en ese momento. Su agenda de contactos en las élites empresariales y políticas londinenses era insuperable. Solo unos meses después, sería invitado, junto con otros financieros, a una cena con el primer ministro en el número 10 de Downing Street. «Por supuesto, obtuve permiso de los británicos para ir», recordaría Taylor más adelante.
En el Reino Unido, una «célula petrolera» encubierta trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores para evitar que las fuerzas de Gadafi obtuvieran combustible o vendieran crudo en el extranjero. Washington aceptó que se levantaran las sanciones para que las empresas estadounidenses pudieran comprar petróleo libio de Vitol. Y, por supuesto, estaba el dron de la OTAN.