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Georges Bernanos - Francia contra los robots

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Georges Bernanos Francia contra los robots
  • Libro:
    Francia contra los robots
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1947
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Francia contra los robots: resumen, descripción y anotación

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Luz

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I

Si el mundo de mañana se parece al de ayer, la actitud de Francia será revolucionaria. Cuando resistimos a ciertos aspectos de la situación actual, esa afirmación puede parecer muy audaz. En el preciso instante en el que escribo estas líneas, los poderosos rivales que se disputan, sobre el cadáver de pequeñas naciones, el futuro imperio universal, creen que ya pueden abandonar, de cara a nosotros, esa antigua política expectativa, misma que, por cierto, los regímenes conservadores siempre han seguido cuando se encuentran frente a las revoluciones que inician. Diríamos que una Francia liberada del enemigo les preocupa menos que la Francia prisionera, misteriosa, incomunicada, sin mirada ni voz. Se esfuerzan, se apresuran a hacernos entrar en el juego —es decir, en el juego político tradicional cuyos medios ya conocen—, y se sienten seguros de que tarde o temprano lo van a ganar, calculando las ventajas que les quedan y aquellas que nosotros perdimos. Es muy probable que esa maniobra retrase por largo tiempo los acontecimientos que anuncio. Es muy probable que entremos en un nuevo periodo de apaciguamiento, de recogimiento, de trabajo, en pro del cual recurriremos al ridículo vocabulario, a la vez cínico y sentimental, de Vichy. En efecto, hay muchas maneras de aceptar el riesgo de la grandeza, pero, por desgracia, sólo hay una de rechazarlo. ¡Pero qué importa! Los acontecimientos que anuncio se pueden retrasar sin causar daños. Incluso debemos prever con mucha calma un nuevo desplazamiento de esa masa informe, de ese peso muerto que fue la pretendida nacional Revolución de Vichy. Las fuerzas revolucionarias seguirán acumulándose, como el gas en el cilindro, a una presión considerable. Su expansión, en el momento de la deflagración, será enorme.

La palabra «Revolución», para nosotros los franceses, no es palabra vaga. Sabemos que la Revolución es una ruptura, la Revolución es un absoluto. No hay revoluciones moderadas, no hay revoluciones dirigidas —como se le dice a la economía dirigida—. La que nosotros anunciamos irá contra todo el sistema actual o no se llevará a cabo. Si creyéramos que ese sistema es capaz de reformarse, que él mismo puede romper con el curso de su fatal evolución hacia la dictadura —la dictadura del dinero, de la raza, de la clase o de la nación—, ciertamente nos negaríamos a correr el riesgo de una explosión capaz de destruir cosas preciosas que tan sólo podrán reconstruirse dentro de mucho tiempo, con perseverancia, desinterés y amor. Pero el sistema no cambiará el curso de su evolución, por la sencilla razón de que ya no evoluciona; se organiza solamente con miras a durar un momento, a seguir. Lejos de pretender resolver sus propias contradicciones, las cuales, por cierto, probablemente son irresolubles, cada vez parece más dispuesto a imponerlas a la fuerza, gracias a una reglamentación que cada día es más minuciosa y más estricta en lo que refiere a las actividades particulares, creadas en el nombre de una especie de socialismo de Estado, forma democrática de la dictadura. Cada día, en efecto, nos comprueba que hace mucho se dejó atrás el periodo ideológico, ya sea en Nueva York o en Moscú o en Londres. Aunque no vemos la democracia imperial inglesa, la democracia plutocrática norteamericana y el imperio marxista de los dominios soviéticos caminando tomados de la mano —¡como si hiciera falta!—, sí los vemos persiguiendo el mismo objetivo, es decir, el de mantener, cueste lo que cueste, aunque aparenten combatirlo, el sistema por medio del cual todos adquirieron riqueza y poder. Porque, a final de cuentas, Rusia no se benefició menos del sistema capitalista que Norteamérica o Inglaterra; y tuvo el clásico papel del parlamentario que hace fortuna siendo oposición. En fin, los regímenes supuestamente opuestos por la ideología ahora están estrechamente unidos por la Técnica. Desde luego, hasta el último de los imbéciles puede entender que las técnicas de los gobiernos en guerra tan sólo difieren por sus particularidades despreciables, justificadas con los hábitos, las costumbres. Siempre se trata de asegurar la movilización total para la guerra total, esperando la movilización total para la paz total. Un mundo ganado por la Técnica es un mundo perdido para la Libertad.

Hablando así, me tiene sin cuidado que se escandalicen los espíritus débiles que contraponen a las realidades las palabras que peligrosamente ya fueron vaciadas de su sustancia, como por ejemplo ésta: Democracia. ¡Qué importa! Si son demasiado cobardes para observar frente a frente este mundo a fin de verlo tal cual es, desvíen la mirada, extiendan las manos hacia sus cadenas. No hagan el ridículo pretendiendo ver en él lo que sólo existe en su imaginación o en el parloteo de los abogados. Sobre todo, no cometan la infamia de prostituir la palabra «revolución», esa palabra venerable, esa palabra sagrada, que a lo largo de los siglos se ha empapado por completo de la sangre de los hombres. Tampoco prostituyan la palabra «progreso». Ningún otro sistema como éste ha sido tan cerrado, ha ofrecido tan pocas perspectivas de transformación, de cambios; y las catástrofes que una tras otra, con una regularidad monótona, transcurren dentro de él, no tienen ese carácter de gravedad porque acontecen de forma aislada. Ya sea que se autodenomine capitalista o socialista, ese mundo está fundado sobre cierta concepción del hombre, que es común a los economistas ingleses del siglo XVIII, como a Marx o a Lenin. En ocasiones se ha dicho que el hombre es un animal religioso. El sistema lo ha definido de una vez por todas como un animal económico, que no sólo es el esclavo, sino el objeto, la materia casi inerte, irresponsable, del determinismo económico, y del cual no tiene ninguna posibilidad de liberarse, porque el único móvil seguro que conoce es el interés, el lucro. Atado a sí mismo por el egoísmo, el individuo ya sólo emerge como una cantidad insignificante, sometida a la ley de los grandes números; sólo podremos pretender darle trabajo en masa, gracias al conocimiento de las leyes que lo rigen. Así, el progreso ya no está en el hombre; está en la Técnica, en el perfeccionamiento de los métodos capaces de permitir una utilización cada vez más eficaz del material humano.

Esta concepción, lo repito, es la base de todo el sistema, y facilitó enormemente el establecimiento del régimen justificando las espantosas ganancias de esos primeros beneficiarios. Hace ciento cincuenta años, esos comerciantes de algodón de Manchester —la meca del capitalismo universal— que hacían trabajar en sus fábricas, dieciséis horas por día, a niños de doce años a los que, cuando llegaba la noche, los capataces debían mantener despiertos a bastonazos, de todas formas se acostaban con la Biblia bajo su almohada. Cuando se les ocurría pensar en esos miles de miserables que la especulación salarial condenaba a una muerte lenta y segura, se decían que nada se podía hacer contra las leyes del determinismo económico establecidas por la Santa Providencia, y glorificaban al Bendito Dios que los hizo ricos… Los comerciantes de algodón de Manchester están muertos desde hace mucho tiempo, pero el mundo moderno no puede negarlos, pues ellos lo engendraron material y espiritualmente, lo engendraron en el Realismo —en el mismo sentido en el que San Pablo escribe a su discípulo Timoteo para decirle que lo engendró en la gracia—. Su realismo bíblico, que se volvió ateo, ahora tiene métodos más racionales. El genio norteamericano resuelve de forma distinta la cuestión de los salarios; pero hay que confesar que, en aquellos tiempos, no se corría el riesgo de que faltara material humano, tan sólo había, si me atrevo a decirlo, que agacharse para recoger a algún muerto de hambre listo para trabajar a cualquier precio. La política de producción a ultranza de hoy en día dosifica su mano de obra, pero la furia de la especulación que provoca periódicamente desencadena crisis económicas o guerras que echan a la calle a millones de desempleados, o a millones de soldados a las fosas… ¡Oh!, sé muy bien que periodistas, poco respetuosos con su público, pretenden hacer una distinción entre esas dos formas de catástrofes, al poner las crisis económicas a cuenta del Sistema, y las guerras a cuenta de las dictaduras. Pero el determinismo económico es tan bueno justificando tanto las crisis como las guerras, la destrucción de inmensas reservas de productos alimenticios con miras a solamente mantener los precios, así como el sacrificio de tropas de hombres. ¿No fue acaso el mismo vicepresidente de los Estados Unidos, M. Wallace, quien en días recientes citaba, en el tribunal de la Historia, a los maestros de la especulación universal, a los jefes de los grandes fondos internacionales, a los controladores de los mercados, los cuales necesitan crear una guerra cada veinte años?

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