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Lorenzo Meyer - Nuestra tragedia persistente: La democracia autoritaria en México

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Lorenzo Meyer Nuestra tragedia persistente: La democracia autoritaria en México
  • Libro:
    Nuestra tragedia persistente: La democracia autoritaria en México
  • Autor:
  • Editor:
    Debate
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Nuestra tragedia persistente: La democracia autoritaria en México: resumen, descripción y anotación

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a Romana Falcón Prólogo Al final del siglo pasado e inicios del actual se - photo 1

a Romana Falcón

Prólogo

Al final del siglo pasado e inicios del actual se abrió la posibilidad de un cambio de fondo, de una transformación histórica en las estructuras y en las prácticas políticas mexicanas, la cual, sin embargo, no se materializó. Más exactamente, sí hubo cambios, pero éstos quedaron muy por debajo de lo posible y necesario.

El propósito de esta obra es identificar y explorar algunas de las razones por las cuales, en el tránsito de un siglo a otro, no cristalizó el gran potencial de cambio en las estructuras de poder en México. Y es que lo que sustituyó al arraigado autoritarismo priista —setenta y un años de control ininterrumpido— no fue precisamente una democracia sin adjetivos, sino un sistema mixto, algo que contiene elementos propios de dos conceptos contradictorios: autoritarismo y democracia. El tema de esta obra es, precisamente, esa contradicción.

Desde el inicio de nuestra historia como nación independiente, la agenda de la transformación democrática de las estructuras de poder heredadas ha estado cargada de temas o problemas tan complejos como urgentes de resolver. Los obstáculos para llevar a cabo esas transformaciones han resultado formidables. Entre ellos destacan los intereses creados y una cultura política en la que dominan fuertes rasgos conservadores. Ambos han jugado una y otra vez a favor del triunfo de la contención del cambio y de las inercias.

El proceso político que tuvo lugar en México alrededor de la última mudanza de siglo abrió una rara oportunidad para acelerar el cambio y, a diferencia de coyunturas similares en el pasado, para hacerlo por la vía pacífica y democrática. Esa oportunidad prometía prólogo poner al país al día con lo que, en teoría, han sido los grandes objetivos de la política desde el arranque de la aventura colectiva para construir la nación mexicana: justicia formal y social, desarrollo económico e institucional, y ejercicio efectivo de la soberanía en lo interno y en lo externo.

El proceso de cambio del régimen autoritario que surgió de la Revolución mexicana se inició de manera trágica y contradictoria en los años sesenta —aunque hay quien lo data con anterioridad—, pero se aceleró y adquirió un carácter más positivo, y reclutó adeptos más allá de los sectores radicales y minoritarios, a medida que se acercó el fin de siglo. El último levantamiento armado importante en México, el del neozapatismo en Chiapas, se tornó rápidamente en un movimiento social pacífico. El ambiente externo también hizo soplar vientos favorables que derribaron los muros ideológicos levantados durante la época de la Guerra Fría; esa confrontación global que tanto influyó para paralizar el cambio en muchos países periféricos, incluido el nuestro, también tocó a su fin sin estruendo, de manera casi pacífica, lo que permitió que la llamada tercera ola democrática por fin bañara las playas de la política mexicana.

La naturaleza de la elección presidencial del año 2000 no tuvo precedentes en México por varias razones. Fue realmente competida, es decir, tuvo contenido, pues presentó las opciones propias del pluralismo a una ciudadanía más informada que nunca. Se desarrolló en paz. Estuvo vigilada y no dio pie a la tradicional organización del fraude electoral en gran escala, al estilo de lo sucedido en 1988, 1952, 1940, 1929 o 1910, por citar algunos de los casos más conspicuos. Los elementos de inequidad sí estuvieron presentes, pero no con la intensidad del pasado. Todo lo anterior dio lugar a un resultado creíble y a la consolidación del pluralismo político —elemento indispensable para el funcionamiento de la democracia política— que auguraba una presidencia que tendría que aprender a operar dentro de un entorno desconocido hasta entonces: uno donde la división constitucional de poderes pasara de las páginas de la “Carta Magna” a la vida real.

Un elemento positivo más dentro del panorama que se le abría a México al momento de su encuentro con las urnas en el año 2000 era el obvio desgaste del viejo partido de Estado: el PRI. Creado por Plutarco Elías Calles en 1929, ese partido no había nacido para competir democráticamente por el voto ciudadano, sino para disciplinar a la clase política que había ganado el poder a la oligarquía porfirista y a las demás facciones revolucionarias por la vía armada. Todavía en 1976 el candidato presidencial del PRI se atribuyó sin pudor 100% de los votos válidos (el PAN no presentó candidato y a la izquierda se le impidió), pero en 1988, pese a un fraude evidente, ya tuvo que conformarse con 50.7% del total y, finalmente, en el 2000, no obstante su enorme y bien aceitada maquinaria electoral, únicamente pudo reclamar 36.11% del total, frente a 42.52% del PAN. Parecía abrirse entonces un nuevo y prometedor capítulo en la historia política mexicana.

Al concluir el 2000 no parecía absurdo suponer que el PRI ya era, por su naturaleza no democrática, un partido fuera de época. Se podía suponerlo como un partido que si bien poseía una larga y compleja biografía —había dominado casi todo el siglo XX, pues la fuerza que lo creó en 1929 se había levantado con el monopolio del poder desde 1916— tenía muy poco futuro. Y es que la biografía de ese partido que nació bajo las siglas PNR, se transformó en PRM en 1938 y en PRI en 1946, abundaba en episodios de fraude, corrupción, impunidad, irresponsabilidad, promesas incumplidas, abuso de poder y, a partir de 1976, mal manejo de la economía. Sin embargo, en 2012, y con apenas 38.15% de los votos, retomó el poder por la vía electoral. Su triunfo no fue transparente pero sí efectivo: logró el control de la presidencia, el del poder Ejecutivo en veintiuna de las treinta y dos entidades de la Federación y la jefatura municipal en mil quinientos diez ayuntamientos (62% del total). En el Congreso, sus militantes ocuparon cincuenta y dos de las ciento veintiocho curules del Senado y doscientas siete de las quinientas de la Cámara de Diputados.

Para aquilatar la naturaleza del triunfo y el retorno del PRI no son suficientes las cifras anteriores; también debe introducirse, y quizá ponerse en primer lugar, el elemento cualitativo. Y es que el grupo priista que se alzó con el triunfo lo encabezó un político joven con un equipo cuyas carreras se hicieron en dos estados, el de México y el de Hidalgo, donde el PRI llevaba ya ochenta y tres años ininterrumpidos de control. Se trata, por tanto, de cuadros políticos que se formaron enteramente en las tradiciones autoritarias del México del siglo XX. Las biografías de sus dirigentes hacen que la idea de un “nuevo PRI” simplemente carezca de contenido.

Como quedó asentado, las posibilidades de cambio político que se abrieron al finalizar el siglo pasado fueron genuinas. Sin embargo, los personajes e intereses responsables de llevar adelante ese cambio con el que se había comprometido en la campaña electoral nunca estuvieron a la altura de la circunstancia. El grupo que, como gustaba decir, “asaltó palacio”, con Vicente Fox a la cabeza, decidió simplemente administrar su victoria pero sin aventurarse a cumplir con lo que era la esencia de su responsabilidad histórica: emplear su enorme legitimidad para poner punto final a las viejas estructuras y prácticas autoritarias, dar cara al antiguo sistema con su historia de ilegalidad, abuso y corrupción, y movilizar a la sociedad para profundizar una democratización que apenas se iniciaba. Por otra parte, la izquierda, como oposición, tampoco cumplió con su papel porque se dividió, y aunque en 2006 una parte se movilizó para el nuevo encuentro con las urnas, no logró que su evidente energía se convirtiera en victoria aplastante e hiciera inevitable su reconocimiento. Por otro lado, los grandes poderes fácticos, todos criaturas del viejo sistema, pusieron la totalidad de sus recursos, que eran muchos, para postular que, si el cambio democrático implicaba que triunfara la izquierda —una izquierda que ya no era revolucionaria y sí electoral y moderada—, entonces era preferible no profundizar la democratización, no cambiar.

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