José Luis Correa
Mientras seamos jóvenes
ALBA
Si en todas mis novelas el parecido con la realidad resulta mera coincidencia, en esta lo es mucho más. Animado por el rector de la ULPGC, decidí localizar una de las andanzas de Ricardo Blanco en mi Universidad. Y me pareció un modo de homenaje. Pido disculpas a mis colegas de la Facultad de Veterinaria por sugerir en la ficción lo que jamás serían capaces de representar en la vida real. Y al propio rector por presentarlo como nunca ha sido.
A todos ellos va dedicado este libro.
Hasta que no sonó por cuarta o quinta vez no comprendí que era el timbre del teléfono lo que zumbaba. El bisbiseo parecía venir desde muy lejos, desde otro tiempo casi. Se había entremezclado con un sueño chinchoso en el que, en blanco y negro, me venían a visitar mis muertos. Aún andaba intentando desprenderme de esa angustia pastosa cuando una voz desconocida pronunció mi nombre. Con un ojo cerrado afirmé tres veces, al revés que Pedro. Sí. Ricardo Blanco. Sí. El famoso detective privado. Y sí. Podía aguardar un minuto a que otra persona hablara conmigo.
Mientras esa otra persona alcanzaba el auricular (se oyó de fondo una puerta metálica que se abría y se cerraba con un ruido pesado, unos pasos que se acercaban al teléfono, una mano nerviosa que asía el aparato) me enderecé en la cama, espanté los últimos fantasmas que quedaban de la pesadilla y logré abrir el otro ojo. Miré el reloj. Pasaban dos minutos de las nueve. Demasiado temprano para un domingo. Por la rendija de la ventana se colaba un haz de luz dorada. La primavera apuntaba maneras.
Dijo llamarse Jorge del Amo. Dijo ser profesor de patología animal. Dijo no ser un héroe pero tampoco un villano. Había sido objeto de una encerrona, de una tremenda injusticia detrás de la cual intuía la larga sombra de alguien que quería joderlo. Me hablaba desde la prisión del Salto del Negro. Sonaba asustado, con una voz de sal que imploraba por lo que más quisiera en el mundo que no le colgara. Que lo dejara hablar hasta el final. Que , como el bolero, yo era su esperanza, su única esperanza, comprenda de una vez. Que no tenía a nadie más a quien recurrir. Que si lo abandonaba a su suerte se iba a pudrir en la cárcel. Y sí pero no. Sabía que existían los abogados pero no confiaba en ninguno. Ya había tenido suficiente ración de ellos durante su proceso de divorcio.
¿Por qué me había llamado a mí? Porque la desesperación tiene igual de osadía que la ignorancia. U no no duda en aliarse con el mismísimo diablo para salvar el pellejo. Claro que él no creía que yo fuera el mismísimo diablo, por favor. Pero tenía que ponerme en su lugar. Estaba desesperado hasta decir basta. Lo acusaban de un crimen abominable. Con solo imaginarlo daban arcadas. La violación y el asesinato de una de sus estudiantes. En efecto. Esa de la que tanto hablaban los periódicos y los telediarios.
Me pareció pertinente, llegados a ese punto de confidencia, recordarle al profesor un detalle con el que he tenido que vérmelas a lo largo de muchos años en mi oficio. No estábamos en San Francisco. Y yo no era Sam Spade. Según la legislación española, de los delitos de sangre (y una violación y un asesinato sonaban a mucha sangre) solo pueden encargarse la policía nacional o la guardia civil. Nadie más. En esos casos, los detectives valíamos menos que las monedas de cobre.
Del Amo era conocedor de esa norma. Ah, ¿que era una ley? Pues le daba igual el rango de la norma. La policía ya había decidido que él era culpable del asesinato de la muchacha italiana. Sí. Italiana de Sicilia. Se llamaba (tuve la sensación de que dudaba ante el tiempo verbal, como si el pasado le quema se en la boca) Paola Bortolucci. Era una alumna de doctorado ejemplar. Encantadora. Una chica preciosa con unos ojazos negros que hechizaban. Veinticuatro años espléndidos arruinados por culpa de un cabrón mal nacido.
De modo que así estaban las cosas. Del Amo sabía bien lo de la ley. Pero la ley ya lo había condenado antes de juicio. Estaba jodido. Y necesitaba a un tipo como yo. Alguien curioso, entrometido, acostumbrado a hacer preguntas. Me necesitaba como respirar. Si no para encontrar al auténtico asesino, al menos para demostrar que él no lo era. La acusación se basaba en hechos de lo más circunstanciales: la chica tenía su número grabado en el móvil, los habían visto más de una vez cenando juntos en un restaurante de Ciudad Alta y el profesor no tenía quien corroborara dónde se encontraba el catorce de marzo entre las doce y la una de la noche, hora en que, por lo visto, había muerto Paola. Mire usted qu é argumentos tan científicos. ¿Acaso alguien podía corroborar dónde estaba yo el catorce de marzo entre las doce y la una de la noche? No. Aunque solo hubiera transcurrido un suspiro, yo ni siquiera sabía qué día de la semana era el catorce.
Jueves. El catorce de marzo había sido el jueves anterior. En efecto, un suspiro. Y en un mundo de ermitaños y solitarios seguro que habría cincuenta mil personas en Las Palmas sin coartada para esa noche. Seguro. Pero Paola Bortolucci no tenía grabado el número de teléfono de cincuenta mil profesores que la invitab an a cenar.
Lo oí respirar. Parecía estar pensando si no había sido la peor idea del mundo malgastar una llamada conmigo. Titubeó. Por un instante creí que iba a echarse a llorar. ¿Yo también iba a juzgarlo antes de tiempo? Ni por asomo. A mí no me pagaban por juzgar. La mayoría de las veces ni me pagaban. Me daba mucho respeto eso de jugar a Dios, eso de decidir si alguien era culpable o inocente. Menuda responsabilidad, ¿verdad? Yo me limitaba a intentar comprender. ¿A encontrar la verdad? Bueno. La verdad, como diría García Márquez, tiene más cuartos que un hotel de putas. Me daba por satisfecho si al final del caso entendía algo de lo que había ocurrido.
No le prometí nada. Le aseguré que iría en su hora de visita y escucharía todo lo que tuviese que contarme. Como él había dicho, yo era un entrometido acostumbrado a hacer preguntas. Necesitaba hacerle unas cuantas. Si no me convencían las respuestas, le recomendaría algún buen abogado y aquí paz y en el cielo gloria. ¿El salario? Eso lo debería negociar con mi secretaria. Sí, coño. Yo no era Sam Spade ni estábamos en San Francisco pero podía permitirme una secretaria. Y que no se hiciera ilusiones el profesor. Inés era de granito para las perras, no en vano su sueldo salía de ahí.
Mientras me duchaba decidí si la llamada de Jorge del Amo había sido real o parte de la pesadilla. Nada aclara más las ideas que el agua fría. Llevaba varios días con el termo descompuesto. Obsolescencia programada, me habían dicho. Una broma de mal gusto según la cual cualquier artefacto eléctrico tiene una esperanza de vida de cinco o seis años, siete con mucha suerte. Después de eso comienza a desbaratarse, a hacer agua (en el caso de mi termo, nunca mejor dicho) por todos lados. Así te ves obligado a comprar otro. A dejarte la vida en una nueva inversión a fondo perdido. El fontanero al que llamé, un venezolano de Caracas que se ofreció de paso a arreglarme los enchufes viejos, enlosarme el piso o montarme una librería de la nada, por causas que no quiso especificar no podría venir hasta el lunes.
El caso es que mi termo (ahora que lo pensaba, sí podía decir qué estaba haciendo la noche del jueves catorce: achicando la inundación de mi cocina) había muerto el mismo día que la estudiante de doctorado. Y yo llevaba lo que me parecía un lustro duchándome con agua helada. Visto así, ya no me pareció tanta desgracia un termo roto. Paola Bortolucci hubiera dado todo por poder ducharse con agua fría.
Los domingos por la mañana son como pueblos fantasmas. O así al menos siempre me lo parecieron. Calles vacías. Un silencio apenas roto por el cambio de luz de los semáforos. Un hombre que pasea a su perro. Una muchacha que regresa de comprar el pan. Un anciano que da de comer a las palomas en un banco del bulevar. Al final uno decide que a esta ciudad le hacen falta más mañanas de domingo. Decide que vive en un mundo que anda desesperadamente necesitado de silencio. Eso también se nota el día de Navidad y el de Año Nuevo, pero solo suceden dos veces cada año.