Escenas de la vida rural reúne ocho relatos del escritor israelí Amos Oz centrados en un mismo eje común: la vida en Tel Ilán, un imaginario pueblo israelí. En «Herederos», un desconocido llega a casa de Arie Tzelnik, quien, abandonado por su familia, se ha ido a vivir con su madre. El desconocido se presenta como un abogado cuyos planes son internar a la anciana para que Arie y él puedan quedarse con la casa. En «Excavan», se relata la historia de un antiguo parlamentario, Pesaj Kedem, que vive con su hija Rahel. Él es un viejo gruñón que no ha olvidado lo mal que lo trataron sus compañeros de partido. Padre e hija conviven aislados y las pocas visitas que reciben encolerizan al anciano. Con ellos vive también un joven árabe que quiere escribir un libro que compare la vida en los pueblos judíos y árabes. Por las noches, Pesaj Kedem, y más tarde el joven árabe, oyen ruidos de picos y palas debajo de la casa… Y, a modo de epílogo, «En un lejano lugar en otro tiempo» describe el deterioro físico y moral de Tel Ilán, un pueblo en descomposición.
Amos Oz
Escenas de la vida rural
ePub r1.0
Titivillus 16.02.17
Título original:
Amos Oz, 2009
Traducción: Raquel García Lozano
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Herederos
1
El desconocido no era un desconocido. Algo en él produjo rechazo y también fascinación en Arie Tzelnik desde el primer momento que lo vio, si es que ese era el primero: a Arie Tzelnik casi le pareció recordar esa cara, esos brazos largos casi hasta las rodillas, era un recuerdo confuso, como de antes de toda una vida.
El hombre aparcó su coche justo delante de la puerta de entrada. Era un coche polvoriento de color beis y en la luna trasera y también en los cristales laterales llevaba todo un puzzle de pegatinas de colores, exclamaciones, proclamas, advertencias y eslóganes de todo tipo. Cerró el coche, pero se entretuvo en comprobar, con una enérgica sacudida, puerta por puerta, si efectivamente todas estaban bien cerradas. Luego dio unas ligeras palmadas sobre el capó, como si se tratara de un viejo caballo al que se ata a una valla y se le indica con unas palmaditas cariñosas que la espera no será larga. Seguidamente empujó la puerta y se dirigió hacia el porche, al que una parra daba sombra. Su forma de caminar era saltarina y algo penosa, como si avanzara descalzo sobre arena caliente.
Desde la hamaca en una esquina del porche, y sin ser visto, Arie Tzelnik estuvo observando al huésped desde el momento en que aparcó el coche. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía recordar quién era ese desconocido no desconocido. ¿Dónde y cuándo había coincidido con él? ¿En algún viaje al extranjero? ¿En la oficina? ¿En la mili? ¿En la universidad? ¿O habría sido en el colegio? Tenía una cara pícara y jocosa, como si hubiese hecho alguna travesura y ahora se regodease. Detrás de ese rostro extraño, o por debajo de él, se insinuaban ciertos trazos de un rostro conocido, angustioso, inquietante: ¿el rostro de alguien que alguna vez te hizo daño? O al contrario, ¿con quien tú cometiste una injusticia olvidada?
Como un sueño del que nueve décimas partes se han hundido y solo la punta sigue asomando.
Por tanto, Arie Tzelnik decidió no levantarse ante el recién llegado y recibirle ahí, en su hamaca del porche situado delante de la casa.
El desconocido saltaba y se retorcía apresuradamente por el camino que conducía desde la entrada a las escaleras del porche, mientras sus pequeños ojos se movían sin cesar de derecha a izquierda, como temiendo ser descubierto antes de tiempo, o al contrario, como asustado por si algún perro furioso saltaba de repente sobre él desde los arbustos de buganvillas espinosas que crecían a ambos lados del camino.
El cabello amarillento y ralo, el cuello rojo con la piel arrugada y flácida que recordaba al buche de un pavo, los ojos acuosos y turbios que se movían como dedos curiosos, los largos brazos de chimpancé, todo provocaba una cierta angustia.
Desde su oculto observatorio en la hamaca a la sombra de los pámpanos de una parra, Arie Tzelnik se percató de que el hombre era corpulento pero estaba algo flácido, como si acabara de contraer una grave enfermedad, como si poco tiempo atrás hubiese sido un hombre grueso y últimamente se hubiese consumido, se hubiese encogido dentro de su piel. Hasta la chaqueta de verano que llevaba, una chaqueta con los bolsillos inflados y de color beis turbio, parecía demasiado ancha y le colgaba floja de los hombros.
A pesar de que eran los últimos días del verano y el camino estaba seco, el desconocido se detuvo a limpiarse bien las suelas de los zapatos en el felpudo situado al pie de las escaleras. Luego alzó varias veces un pie tras otro para comprobar que las suelas estuviesen limpias. Solo cuando se quedó tranquilo subió las escaleras y examinó la puerta de reja que había en lo alto y, solo después de haber llamado educadamente varias veces sin obtener respuesta, giró por fin la vista y descubrió al dueño de la casa tumbado relajadamente sobre la hamaca, en una esquina del emparrado que le daba sombra a él y a todo el porche, rodeada de grandes macetas y de helechos en jardineras.
El huésped mostró al instante una amplia sonrisa y a punto estuvo de hacer una reverencia; luego carraspeó para aclararse la garganta antes de exclamar:
¡Tienen un sitio precioso, señor Tzelkin! ¡Fantástico! ¡Realmente es la Provenza de Israel! ¡Qué digo la Provenza! ¡La Toscana! ¡Qué paisaje! ¡El monte! ¡Las viñas! ¡Tel Ilán es sencillamente el pueblo más maravilloso de todo este país levantino! ¡Delicioso! Buenos días, señor Tzelkin. Perdone. Casualmente no estaré molestando, ¿verdad?
Arie Tzelnik respondió con un buenos días seco y le corrigió diciendo que su nombre era Tzelnik y no Tzelkin, e indicó que lo sentía, aquí no solemos comprar nada a los agentes comerciales.
¡Hace muy bien! ¡Por supuesto que hace bien!, clamó el hombre mientras se secaba con la manga el sudor de la frente, ¿cómo vamos a saber si tenemos delante a un vendedor y no a un impostor? ¿O, Dios no lo quiera, incluso a un delincuente que viene a inspeccionar y preparar el terreno a una banda de ladrones? Pero casualmente, señor Tzelnik, yo no soy ningún vendedor. ¡Soy Maftzir!
¿Qué?
Maftzir. Wolf Maftzir. El abogado Maftzir del bufete Lotem & Pruginin. Encantado, señor Tzelnik. He venido, señor, por un tema, cómo decirlo; aunque quizá sea mejor que no intentemos definir el tema y vayamos directamente al grano. ¿Puedo sentarme? Será una explicación más o menos personal, no personal mía, de ningún modo, por asuntos personales míos no habría osado bajo ningún concepto abordarle y molestarle así sin previo aviso. Efectivamente lo intentamos, por supuesto que lo intentamos, lo intentamos varias veces, pero su número de teléfono está protegido y usted no se dignó responder a nuestra carta. Por tanto decidimos probar suerte con una visita sorpresa, y lamentamos mucho la intromisión. Por supuesto que esto no nos parece aceptable, entrometernos en la intimidad del prójimo, y más cuando el prójimo se encuentra en el paraje más bello de todo el país. Sea como fuere, como he dicho, no se trata por supuesto solo de un asunto personal nuestro. No, no. De ningún modo. Y ya que estamos, es justamente lo contrario: me refiero, cómo expresarlo con delicadeza, digamos que me refiero a que es un asunto personal suyo, señor. Un asunto personal suyo y no solo nuestro. Para ser más precisos, es algo concerniente a su familia. O tal vez a la familia en general, y en particular a un miembro de su familia, señor Tzelkin, a un determinado miembro de su familia. ¿No se opondrá a que nos sentemos y charlemos un momento? Le aseguro que intentaré que todo el asunto no lleve más de diez minutos. Aunque, de hecho, eso depende solo de usted, señor Tzelkin.