Annotation
«Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenía una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad de amar está muriendo. No quiero morir.» Así comienza el relato en primera persona de Jana, la historia de un matrimonio y de su ruptura. La que ha sido definida como una m oderna madame Bovary israelí es una estudiante de literatura hebrea. En la universidad conoció a un geólogo, Mijael Gonen, se casó con él y, poco a poco, una enrarecida distancia se abrió paso entre los dos. La narración, muy femenina, de Amos Oz avanza con estilo breve, cotidiano, y sondea los pensamientos más ocultos y las emociones más profundas en la confesión de la protagonista. Con rara habilidad, el autor logra captar los mínimos matices del carácter y del sentimiento, saca a la luz, con lucidez y delicadeza, los motivos de la frustración y del sufrimiento, y llega al origen del progresivo encerrarse de Jana en un mundo trepidante de maravillosas aventuras imaginarias, fantasías sexuales y terribles pesadillas, en el cual «su» querido y tranquilo Mijael nunca logrará penetrar. Como telón de fondo de esta magnífica novela psicológica, la silueta de una ciudad, Jerusalén, en los años cincuenta, sobre la que aletea el espectro de la guerra.
MI QUERIDO MIJAEL
AMOS OZ
Traducción del hebreo de
Raquel García Lozano
Título original: Mijael Sheli
Diseño de la portada: Departamento de diseño de Random House Mondadori/Yolanda Artola
Fotografía de la portada: © Desierto (detalle), 1984 de Raymond Depardon/Magnum Photos
Primera edición: septiembre, 2006
© 1968, Amos Oz
© 2005, Ediciones Siruela, S. A.
© 2006 de la presente edición para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2005, Raquel García Lozano, por la traducción, cedida por Ediciones Siruela, S. A.
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Printed in Spain - Impreso en España
ISBN-13: 978-84-8346-124-2
ISBN-10: 84-8346-124-2 (vol. 387/6)
Depósito legal: B. 32.239 − 2006
Fotocomposición: Lozano Faisano, S. L. (L’Hospitalet)
Impreso en Liberdúplex, S. L. U.
Sant Llorenc d’Hortons (Barcelona)
P 8 6 1 2 4 2
1
Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenía una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad de amar está muriendo. No quiero morir.
Soy una mujer casada de treinta años. Mi marido es el señor Mijael Gonen, un hombre afable, geólogo. Yo le amaba. Nos conocimos en el edificio Terra Sancta hace diez años. Yo asistía de oyente a la Universidad Hebrea cuando aún se impartían las clases en el Terra Sancta.
Nos conocimos así:
Un día de invierno, a las siete de la mañana, yo iba por las escaleras. Un joven desconocido me agarró del codo. Su mano era grande y fuerte. Vi unos dedos cortos con las uñas planas, unos dedos pálidos con pelos negros en los nudillos. Se apresuró a evitar mi caída. Me apoyé en su brazo hasta que cesó el dolor. Me sentía confusa porque era humillante estar así, de repente, delante de extraños: ojos curiosos y escrutadores y sonrisas maliciosas. Y estaba desconcertada porque la palma de la mano del joven desconocido era ancha y cálida. Cuando me sujetó sentí el calor de sus dedos a través de la manga del vestido de lana azul que me había hecho mi madre. Era invierno en Jerusalén.
Quiso saber si me había hecho daño.
Le dije que quizá me había torcido un tobillo.
Comentó que la palabra «tobillo» le gustaba. Y sonrió. Su sonrisa era vergonzante y vergonzosa. Me sonrojé. No me negué cuando me pidió permiso para acompañarme a la cafetería de la planta baja. Me dolía el pie. El edificio Terra Sancta era un monasterio cristiano que fue cedido a la Universidad Hebrea cuando quedó bloqueada la carretera que conducía al campus de Har Hatzofim. Era un edificio frío de pasillos anchos y altos. Yo caminaba confusa tras el joven desconocido que me sujetaba. Era agradable obedecer su voz. No podía mirarle fijamente a la cara. Me la imaginé alargada, fina y oscura.
—Sentémonos —dijo.
Nos sentamos sin mirarnos. Sin preguntarme lo que quería, pidió dos tazas de café. Yo amaba a mi difunto padre más que a nadie en el mundo. Cuando mi nuevo conocido volvió la cabeza, vi que llevaba el pelo extremadamente corto y que no iba bien afeitado. Sobre todo debajo de la barbilla se le veían unos pelos oscuros. No sé por qué ese detalle me pareció importante, importante para bien. Me gustaron su sonrisa y sus dedos, que frotaban la cucharilla como si tuvieran vida propia y no dependiesen de él. Y a la cuchara le gustaba su contacto. Mi dedo quería tocarle suavemente debajo de la barbilla, en el lugar en donde surgían esos pelos mal afeitados.
Se llamaba Mijael Gonen.
Estaba estudiando tercero de geológicas. Había nacido y crecido en Jolón.
—Hace frío en tu Jerusalén.
—¿Mi Jerusalén? ¿Cómo sabes que soy de Jerusalén?
Me dijo que lo sentía si en esa ocasión se había equivocado, pero que no creía haberlo hecho. Había aprendido a distinguir a los hombres y mujeres de Jerusalén a simple vista. Al decir eso me miró por primera vez a los ojos. Sus ojos eran grises. Vi en ellos un destello de risa, pero no de alegría. Le dije que lo había adivinado. Efectivamente era de Jerusalén.
—¿Adivinado? ¡Oh, no!
Puso cara de ofendido, pero las comisuras de sus labios sonrieron: no, no lo había adivinado. Se veía claramente que yo era de Jerusalén. ¿Se veía? ¿También enseñaban eso en geológicas? No, claro que no. Eso lo había aprendido de los gatos. ¿De los gatos? Sí. Le gustaba observar a los gatos. Un gato jamás se haría amigo de alguien incapaz de amarlo. Los gatos no se equivocan con las personas.
—Eres un chico alegre —afirmé con regocijo. Me reí y mi risa me traicionó.
Después, Mijael Gonen me invitó a acompañarle al tercer piso del Terra Sancta, donde iban a proyectar unos documentales sobre el mar Muerto y la llanura costera.
Al subir las escaleras y pasar por el mismo sitio de antes, Mijael volvió a agarrarme del codo con su mano caliente. Era como si ese peldaño estuviera allí para que se tropezara en él. A través de la lana azul sentí cada uno de sus cinco dedos. Tosió con tos seca y entonces le miré. Él notó mi mirada y se puso colorado. Se le pusieron rojas hasta las orejas. La lluvia golpeaba las ventanas.
—¡Vaya chaparrón! —dijo Mijael.
—Sí, ¡vaya chaparrón! —corroboré en tono excitado, como si de pronto, por sus palabras, hubiese descubierto que éramos parientes.
Mijael titubeó.
—Ya al amanecer había niebla y soplaba un fuerte viento —añadió a continuación.
—En mi Jerusalén el invierno es invierno —dije en tono alegre, recalcando «mi Jerusalén», porque quería recordarle sus primeras palabras. Quería que siguiera hablando, pero no encontró respuesta. No era una persona ingeniosa. Así que volvió a sonreír. Un día de lluvia en Jerusalén, en el edificio Terra Sancta, en las escaleras entre el segundo y el tercer piso. No lo he olvidado.
En el documental vi cómo se evapora el agua hasta que queda solo la sal: cristales blancos y brillantes sobre fango gris. Y en esos cristales, los minerales son como finas y frágiles venas.