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Glenn Parrish - Después del Segundo Diluvio

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GLENN PARRISH

DESPUES DEL

SEGUNDO DILUVIO

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.°

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

EDITORIAL BRUGUERA S A BARCELONA BOGOTA BUENOS AIRES CARACAS - photo 4

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA – BOGOTA – BUENOS AIRES – CARACAS – MEXICO

Depósito legal: B. . - 1973

ISBN 84-02-02525-0

Impreso en España - Printed in Spain

1. ª edición: noviembre , 1973

© GLENN PARRISH - 1973

T exto

© ALBERTO PUJOLAR - 1973

cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.

Mora la Nueva. 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A .

Mora la Nueva, 2 — Barcelona — 1973

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situ a ciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imagin a ción del autor, por lo que cualquier semejanza con person a jes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coi n cidencia.


ULTIMAS OBRAS

PUBLICADAS EN ESTA COLECCION

. — Invasión verde , Ray Lester

. — Enjambres humanos , J. Chandley

. — La casa del frío eterno , Silver Kane

70. — La amenaza viene del pasado , A. Thorkent

. — La fábrica , Marcus Sidereo


CAPITULO PRIMERO

Ella era muy guapa, o por lo menos, así se lo parecía a Kimbo Foldmin. Tenía el pelo claro —aunque tal vez un exigente hubiera dicho que eran cerdas y del color de estopa—, los ojos oscuros, las mandíbulas fuertes, los senos rotundos y las caderas amplias y poderosas. Padecía un ligero estrabismo, que en ocasiones no se le notaba, pero para Kimbo era algo que la hacía aún más atractiva.

A Kimbo le gustaba Q'aya. Q'aya coqueteaba con Kimbo, porque se sabía hermosa y deseable. Y Q'aya estaba ya en edad de tener pareja y descendencia.

Pero Kimbo era pobre y, además, soñador. Los ancianos de la tribu decían que no sería buen cazador, que se le escapaban demasiadas presas. También refunfuñaban acerca de la manía de Kimbo de irse de viaje a las ruinas y buscar aquellas cosas que antaño se habían llamado libros.

El padre de Q'aya quería otro marido para su hija. Stano era mucho más fuerte que Kimbo, corría como el viento y era el mejor cazador de la tribu. Stano sí podría aportar la dote que ambicionaba el padre de la chica: diez cerdos, una vaca y cien gallinas. Stano tenía unos corrales muy grandes. Era un hombre rico.

Pero a Q'aya, en medio de todo, no le desagradaba Kimbo. Le gustaba aquel muchacho alto, delgado, de miembros fuertes pero esbeltos, pelo claro y ojos azules. Lástima que fuese tan pobre: sólo tenía dos cerdos y veinte gallinas, y aun así, pertenecían a sus padres.

Q'aya estaba apoyada en el tronco de un árbol y reía, con una flor sujeta por los dientes. Kimbo la contemplaba con ojos llenos de deseo, pero también pensando en el futuro al lado de Q'aya; ella guisando y tejiendo y cuidando de sus numerosos hijos... Muchos salían tullidos o ciegos o faltos de algún miembro, pero alguno nacería fuerte y robusto y bien parecido como él.

Los que naciesen imperfectos, serían eliminados, tal era la ley inexorable de la tribu. Pero Kimbo había oído decir que cada vez nacían más niños con taras físicas. Nadie sabía por qué, todo el mundo lo achacaba a la Gran Ruina, ocurrida miles de días o de semanas antes, aunque ninguno se sentía en disposición de afirmar algo concreto sobre el particular.

Kimbo se inclinó hacia la muchacha. Ella rió estridentemente cuando la punta de la nariz masculina rozó la suya.

—¡Kimbo! —dijo, con un gritito de fingido enojo.

—El otro día vi un tigre gigante —murmuró Kimbo—. ¿Quieres su piel?

Q'aya dejó de reír.

—Los tigres gigantes son muy peligrosos —murmuró—. Podría devorarte en un santiamén.

—No, si se es un poco más listo que ellos. Cierto, el tigre es muy peligroso, pero también un poco tonto.

—¿Me darías la piel, Kimbo?

—A cambio de una cosa, Q'aya.

Los ojos de la chica le miraron maliciosamente.

—Habla con mi padre —contestó.

—Voy a casarme contigo, no con tu padre.

—Pero la costumbre...

—Al diablo las costumbres. ¿Me quieres, sí o no?

Q'aya vaciló.

Kimbo le gustaba muchísimo, pero era un soñador y un vago. Perdía tiempo leyendo o deambulando por los campos inmediatos a la tribu, incluso viajando, en lugar de mejorar su choza y de aumentar sus rebaños o de arar sus tierras.

Stano tenía perspectivas de llegar un día a ser el jefe de la tribu. Ella, Q'aya, sería una mujer respetada, porque, según la ley, la esposa del jefe de la tribu tenía notorias prerrogativas sobre las demás mujeres.

Las vacilaciones de la chica fueron cortadas de repente por una potente voz, de tonos poco amables:

—¡Q'aya!

—Mi padre me llama —dijo ella, asustada.

Y echó a correr, desapareciendo entre los árboles a los pocos segundos.

Kimbo quedó solo, muy defraudado. Q'aya no se lo había dicho, pero él lo había visto en sus ojos y en su expresión. Ella se sentía más inclinada hacia Stano.

Bien mirado, era lógico. Stano era un magnífico cazador y poseía las fuerzas de cuatro hombres. Tenía poco más de veinticinco años y ya empezaba a luchar por la jefatura de la tribu, apartando a los posibles rivales por medios que incluían la muerte en más de una ocasión.

De pronto, sonó una alegre carcajada femenina.

Kimbo se volvió y fijó los ojos en la hermosa mujer, de largos cabellos negros, que reía a pocos pasos de distancia.

—¿Otra vez tú? —dijo, enojado.

* * *

Ella era joven, poco más de veinte años, de grandes ojos negros, piel como la nieve y talle cimbreante. Kimbo la había visto siempre así, con un ceñidor de fina piel en el pecho y unos breves pantalones del mismo material. La piel, por supuesto, era de tigre gigante.

La joven movió la mano.

—¡Uf, qué mal huele! —exclamó—. Esa chica, ¿es enemiga de la higiene?

—K-ti-E, no digas tonterías —contestó él, malhumorado.

—¿Por qué no unes todas las letras de mi nombre? Es más cómodo de pronunciar, ¿no crees?

—Lo mismo da —rezongó Kimbo—. Pero no me gusta que insultes a Q'aya.

—Perdona, olvidaba que a los hombres primitivos os gusta mucho el olor corporal de las hembras —dijo la joven maliciosamente.

—Q'aya es así...

—Bueno, bueno, no hablemos más de esa hembra. Hablemos de nosotros dos. ¿Te parece mejor?

—Nosotros no tenemos que hablar, Katie.

—Te equivocas. Tenemos mucho de qué hablar..., y lo haremos durante una enormidad de tiempo, a solas, con nuestros hijos, con nuestros nietos... ¿No te seduce la perspectiva?

Kimbo miró fijamente a la hermosa muchacha que tenía ante sí.

Había aparecido misteriosamente algunas semanas antes. Nadie la conocía en la tribu porque, sencillamente, nadie la había visto, salvo él.

A Kimbo le parecía demasiado flaca. Claro que había curvas en los lugares correspondientes de su anatomía, pero comparada con Q'aya, era una caña con piernas.

A pesar de todo, sentía cierto extraño atractivo hacia ella. Era preciso reconocer que Katie poseía un carácter alegre y jovial, que la hacía resultar sumamente simpática. Pero siempre se había negado a dar explicaciones sobre su origen.

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