Parrish - Plaza para un Planeta
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6 — Planeta rebelde — Ralph Barby
7 — Piloto de la IV galaxia — Marcus Sidéreo
8 — Los superseres — Glenn Parrish
9 — Planeta de mujeres — Keith Luger
10 — Muñecos de muerte — Marcus Sidéreo
GLENN PARRISH
PLAZA PARA UN PLANETA
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 11
Publicación semanal.
Aparece los VIERNES.
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO – RÍO DE JANEIRO
Depósito Legal B. 29.091 – 1970
Impreso en España - Printed in Spain
a edición: setiembre, 1970
© GLENN PARRISH – 1970
sobre la parte literaria
© MIGUEL GARCÍA - 1970
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.
Mora la Nueva, Barcelona (España)
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imagin a ción del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coi n cidencia.
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A.
Mora la Nueva, 2 — Barcelona — 1970
La suerte de Raymond Anderson para los negocios era prover bial entre quienes le conocían. Algunos, exagerando la nota, decían que era un rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba. No era para tanto.
Ciertamente, Anderson tenía unos cuantos negocios, de gran rendimiento. Pero sus mayores beneficios los obtenía en la Bolsa, cuyas fluctuaciones sabía adivinar como si se tratase de un brujo.
Ello le permitía comprar cuando había que comprar y viceversa. Resultado: cada vez que «entraba» en juego, «salía» forrado de dine ro.
Por si fuese poco, tenía una esposa joven y bella que lo idolatraba. Ciertamente, Anderson no podía pedir nada más en este mundo. Salud, dinero y amor. La mejor combinación para conseguir la felicidad.
La buena suerte de Anderson se truncó el día en que un desconocido le pegó cuatro tiros, uno tras otro, así como suena, hasta completar en la práctica lo que muchas veces no es sino una frase hecha. Como consecuencia de la violenta introducción de aquellos cuatro trocitos de metal en su organismo, Raymond Anderson dejó de ser un hombre afortunado para convertirse en un cadáver.
La policía acusó en un principio a su bella secretaria personal, Diana Forbes, de la cual había tenido bastantes celos la viuda del interfecto. No obstante, al no existir pruebas concluyentes, Diana Forbes fue exculpada del asesinato.
Las investigaciones prosiguieron, pero todos los esfuerzos de la policía resultaron inútiles. Hubo agente que aseguró con amargo sarcasmo que el difunto se había suicidado a plazos de un balazo cada uno, pero su hipótesis, naturalmente, no fue tenida en cuenta.
A la viuda, Lisa Anderson, no le satisficieron poco ni mucho las actuaciones de la policía y, en vista de que no se adelantaba nada, decidió obrar por su cuenta y riesgo y contrató a un detective privado.
Aquel día, en que se había tomado unas vacaciones de diez o doce horas para dedicarse a la pesca en el mar, Vic Stanton pescó algo muy diferente de lo que había esperado capturar con su caña, sus anzuelos y sus cebos.
Stanton era un hombre joven, de unos treinta y dos años, que aparentaba seis menos, merced al tratamiento que seguía desde los veinte y que le permitiría aparentar ochenta cuando hubiese cumplido el siglo y medio de existencia. Medía casi metro noventa y pesaba ochenta y ocho kilos e, inteligencia aparte, que la poseía en gran cantidad, rebosaba vitalidad por todos los poros de su cuerpo.
Pero también le gustaba de cuando en cuando haraganear un poco. Entonces, saltaba a su bote y se alejaba a un par de millas de la costa, para pasarse la mayor parte del día pescando.
El bote era movido por un pequeño motorcito fuera borda y Stanton le colocaba una pequeña toldilla de vivos colores, a fin de resguardarse de los potentes rayos del sol. Con un sombrero de paja y unos pantalones cortos por toda indumentaria, vigilando de cuando en cuando el flotador de la caña de pescar, se sentía el hombre más feliz del mundo.
Un aparato de radio emitía música suave, de fondo. Stanton dejaba ir el tiempo plácidamente, cuando, de repente, un vivo destello hirió sus pupilas.
Stanton abandonó en el acto su lánguida postura. ¿Qué era aquello que brillaba de modo tan distinto al de las olas en movimiento?
A los pocos momentos lo distinguió con claridad. Era una botella que subía y bajaba en el mar, siguiendo el compás de las olas.
—No se tratará del mensaje de un náufrago —se dijo de buen humor.
La corriente traía la botella hacia el bote. A los pocos momentos, Stanton pudo alargar la mano y coger la botella con toda facilidad.
Entonces vio que, en efecto, había un mensaje en el interior del envase vidriado. También había algo más.
Un hombrecillo. Un ser humano. Una figura diminuta que se agitaba y saltaba frenéticamente dentro de la botella, golpeando con sus minúsculos puños las paredes de vidrio transparente.
Stanton parpadeó.
—Estoy soñando —fue lo primero que dijo en alta voz.
Para despertarse, se inclinó sobre la borda y se arrojó al rostro con la mano unas cuantas gotas de agua. La frescura del líquido le convenció de que, efectivamente, estaba despierto.
Cogió la botella de nuevo. El diminuto prisionero continuaba sus frenéticos saltos.
Stanton acercó la botella a su oreja. Entonces, percibió una voz debilísima que decía:
—¡Sáqueme de aquí, por favor! ¡Sáquemeeeee...!
Stanton empezó a pensar en historias fantásticas de genios encerrados en una botella o redoma mágica. Él había encontrado uno y ahora, al liberarlo, sería su esclavo y le concedería todo cuanto le pidiese.
Pero, ¿no eran fantasías todas aquellas narraciones, más propias de las mil y una noches que de un mundo supertecnificado en los principios del siglo XXI ?
—¡Sáqueme, sáqueme! —seguía gritando el minúsculo, prisionero.
Stanton no se había recuperado todavía de su sorpresa. Durante unos segundos, vaciló acerca de lo que debía hacer.
Acercó la botella a su cara. El prisionero tenía las cejas un tanto picudas y nariz ganchuda. Vestía una camisa a cuadros y pantalones de color claro.
Para ser un genio, pensó Stanton, su indumentaria era harto corriente y muy poco parecida a la convencional de corte oriental en tales casos.
—Debe de ser que los genios modernizan sus vestimentas.
El genio sacó la lengua y le hizo gestos de burla con las manos. Stanton se echó a reír.
—Quieres provocarme para que te saque, ¿eh? —dijo de buen humor—. Está bien, muchacho.
Forcejeó un poco y sacó el tapón. Entonces, el genio dio un salto hacia arriba, se agarró con ambas manos al gollete y sacó la cabeza y los hombros al exterior.
Ocurrió algo fantástico. A medida que salía de la botella, el individuo recobraba su tamaño normal, ligeramente inferior al de Stanton. Segundos más tarde, había dos hombres en el bote y una botella vacía.
Stanton estuvo unos segundos contemplando al individuo con la boca abierta de par en par. Luego, de repente, dio media vuelta, sacó el cuerpo fuera del bote, metió la cabeza en el mar y estuvo así hasta que notó la falta de aire en sus pulmones.
—¡Eh, que te vas a ahogar! —gritó el genio.
Stanton se sentó de nuevo en el banco y sacudió la cabeza, chorreante de agua.
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