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Glenn Parrish - El agujero en el Universo [1971]

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Glenn Parrish El agujero en el Universo [1971]
  • Libro:
    El agujero en el Universo [1971]
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    Editorial Bruguera, S.A.
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El agujero en el Universo [1971]: resumen, descripción y anotación

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El agujero en el Universo [1971] — leer online gratis el libro completo

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GLENN PARRISH

EL AGUJERO EN EL UNIVERSO

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n. º 24

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

El agujero en el Universo 1971 - image 3

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO


Depósito Legal: B 44.057 – 1970

Impreso en España – Printed in Spain

1. ª edición: enero, 1971

© GLENN PARRISH – 1971

sobre la parte literaria

© MIGUEL GARCÍA – 1971

sobre la cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva, 2 – Barcelona – 1971


Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.


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EN ESTA COLECCIÓN

  1. — S.O.S. Venus , Peter Debry .
  2. — Nunca se muere , Lucky Marty .
  3. — La piel de la serpiente , Glenn Parrish .
  4. — Yo, Lázaro , Curtis Garland .
  5. — Las lunas de Yac , Peter Debry .

CAPÍTULO PRIMERO

—Hace días que no sabemos de Fernando —dijo la señora Cauld.

—¡Hum! —contestó su hijo mayor, Lars.

—Eso, ¿qué significa: que me has oído o que estás atascado en alguna difícil peripecia de tu libro? —preguntó la señora Cauld.

Lars cerró el libro que estaba leyendo y no precisamente por primera vez: Comentarios a la guerra de las Galias , de Julio César. Para Lars, la narración tenía un encanto particular: estaba escrita en su idioma particular.

—Perdona, mamá —se excusó—. Estaba distraído. ¿Qué me has dicho?

La señora Cauld elevó los ojos al cielo, como poniéndolo por testigo de sus desdichas.

—Es un infortunio tener un hijo tan «búho» como tú —contestó—. Tienes menos de treinta años y pareces el doble de viejo. ¿Por qué no sales a divertirte un poco con las chicas? A poco que les guiñases un ojo, las tendrías así...

—Mamá, ¿para decirme eso, que ya has repetido medio millón de veces, interrumpes mi lectura?

—Bueno, para decirte eso y para decirte que hace ya días que no tenemos noticias de Fernando.

—Estará trabajando, mamá —alegó el joven—. Ya le conoces; cuando se enfrasca en uno de sus problemas científicos...

—Ya, ya, sois tal para cual. Él con sus chismes que nadie entiende y tú con tu historia antigua... A ver si vas a su casa y te enteras de lo que le sucede. Tu hermana Clara está a punto de regresar de Grecia y le disgustaría mucho que Fernando no estuviese en casa.

—Oye, mamá, ¿no tenemos aquí un chisme llamado teléfono? Porque, vamos, sacarme a mí de este sillón tan cómodo para ir a ver lo que le pasa a tu futuro yerno...

—El teléfono no contesta y ni siquiera Fernando, a veces, cuando está enfrascado en sus experimentos, lo atiende, así que ve a ver qué le sucede. Por si lo ha olvidado, dile que Clara llega mañana a las doce, en el vuelo 214 de la Imperial Airways y...

—¿No crees que Clara se lo habrá anticipado por telegrama?

La señora Cauld se puso los brazos en jarras.

—Lo que tienes que hacer es ir a ver qué le pasa a Fernando. Y de paso harás un poco de ejercicio, que buena falta te hace —exclamó.

El libro fue a parar a un rincón del diván. Cauld se puso en pie, desplegando su metro noventa de estatura.

—Mamá, todos los días hago una hora de marcha atlética y otra de gimnasio. Si eso no es hacer ejercicio, ya me dirás tú qué es lo que hago fuera de las horas de trabajo.

—¡El vago! —resopló la señora Cauld—. Mira que ponerse a investigar la historia antigua. Si hubieras seguido la carrera de abogado, en lugar de derivar hacia la historia, ahora estarías en el bufete de papá, ganando un buen sueldo.

—No me dirás que soy una carga para la casa, ¿verdad? Mi sueldo de profesor universitario me basta y me sobra. ¿Para qué quiero más?

La señora Cauld se dispuso a continuar su requisitoria, dictada por el cariño maternal. Lars, que se dio cuenta de ello, emprendió una prudente retirada.

— Ave, mater —dijo, en el momento de cruzar la puerta.

Salió a la calle. La casa de su amigo y futuro cuñado Fernando de Millán distaba de la suya cosa de dos kilómetros. No merecía la pena sacar el coche para tan corta distancia.

Caminó a buen paso, adentrándose en el centro urbano. Atrás quedaba la zona residencial. Fernando vivía en el extremo opuesto, pero no era preciso caminar diametralmente.

Anduvo unos mil metros. De pronto, al doblar una esquina, se encontró con un espectáculo inusitado.

Once hombres, vestidos a la romana, caminaban con paso firme por una de las aceras de la amplia calle, precisamente la misma en que él se hallaba. El uniforme de los supuestos romanos no carecía del menor detalle. Llevaban escudo, pero no lanza y sí la corta y ancha espada propia de los legionarios de Roma.

Su jefe, indudablemente un decurión, dado el número de sujetos que componían la tropa, caminaba al frente, erguido, airoso, sin mirar a derecha o izquierda, con la firmeza propia de aquellos hombres que dos mil años antes habían conquistado el mundo.

—Bueno —pensó Lars—, deben de ser «extras» contratados para figurar en alguna película de época. Incluso es posible que estén haciendo un poco de propaganda.

Súbitamente, el decurión alzó la mano y la tropa que le seguía se detuvo en el acto. A continuación, se encaró con el atónito Lars y le hizo una pregunta:

—¿Puedes decirme dónde puedo encontrar la alcaldía de esta urbe? Tengo necesidad de hablar con el alcalde, ciudadano.

Lars sonrió, a la vez que extendía la mano izquierda.

—Dobla la primera esquina y sigue adelante por unos trescientos pasos. Encontrarás una gran plaza y un edificio singular, de color blanco. Allí es la alcaldía.

El decurión extendió la mano:

—Gracias, ciudadano. ¡Decuria, en marcha!

Los diez legionarios rompieron a andar simultáneamente. Lars meneó la cabeza y continuó su camino.

De repente se detuvo y su mano derecha golpeó la frente con fuerza.

—¡Demonios! ¡El decurión me ha hablado en latín! —exclamó.

* * *

Por unos momentos, Lars olvidó la misión que le había encomendado su madre.

Volvió la cabeza. La última pareja de legionarios doblaba la esquina en aquellos momentos.

¿Era lógico que unos comparsas de cine, por lo menos, el que simulaba ser su jefe, hablasen tan bien el latín?

—Demasiada cosa para propaganda —masculló.

Tras algunos segundos de duda, resolvió volver sobre sus pasos. No importaba demasiado ver a Fernando unos minutos más pronto o más tarde.

Alcanzó la esquina. Un guardia de tránsito hablaba en aquellos momentos con el decurión.

La tropa legionaria se disponía a cruzar la calle por un lugar no marcado como paso de peatones. El guardia había reaccionado lógicamente.

—Le digo que no se puede pasar por aquí —chilló el legalista representante de la autoridad, al borde de la congestión.

—Como si hablase con la pared —dijo de pronto alguien a su lado.

Lars se volvió y miró a la chica que acababa de pronunciar aquellas palabras. Era muy guapa, observó en el acto.

—¿Qué ha dicho usted, señorita? —preguntó.

—Apártate —exclamó ella de pronto—. Aquí va a ocurrir algo gordo.

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