Año 2020. Una virulenta enfermedad se extiende desde España a todo el planeta, y erradica la mayor parte de la población mundial. En los años por venir, el temor y la incertidumbre son los infatigables compañeros de viaje arraigados en las almas del cada vez más escaso número de supervivientes, a menudos impulsados por una imperecedera esperanza.
Testimonios del Último Día es una recopilación de historias protagonizadas por varios desafortunados que presenciaron la llegada del fin del mundo conocido y por otros que lograron subsistir.
R UBÉN C HAPELA
TESTIMONIOS DEL ÚLTIMO DÍA
© Rubén Chapela, 2012
© Ediciones Dauro, 2012
Primera edición, noviembre 2012
EDICIONES DAURO / ASB Producciones Editoriales
Plaza Boquerón, 4. Local 2. 18001 Granada
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Editor: Víctor Miguel Gallardo Barragán
Supervisión de la obra: Mariana Lozano Ortiz
Diseño de cubierta: Ágata Lech Sobczak
Depósito legal: GR -3059-2012
ISBN: 978-84-96677-61-6
Impresión: Publidisa
Impreso en España — Printed in Spain
A todos aquellos que siguen luchando
Preludio
Año 2020. Una nueva enfermedad se extiende desde España por todo el planeta, erradicando la mayor parte de la población mundial. En los años por venir, el temor y la incertidumbre son los infatigables compañeros de viaje arraigados en las almas del cada vez más escaso número de supervivientes.
Testimonios del Último Día es la recopilación de historias protagonizadas por varios desafortunados que presenciaron la llegada del fin del mundo conocido, y por otros que lograron subsistir.
He aquí las reflexivas palabras de uno de ellos. Disfruten de la lectura.
Algunos de nosotros aún no nos hemos rendido, continuamos luchando.
Mientras haya supervivientes, habrá esperanza.
Mientras haya esperanza, soportaremos la continua acometida de los Infectados;
y de todos aquellos desconocidos peligros que aguardan pacientemente nuestra llegada.
¿Cuál es el sentido de quedarse de brazos cruzados,
esperando nuestra propia muerte?
Debemos continuar caminando,
para así hallar la salvación que tanto anhelamos.
La libertad que una vez tuvimos,
pero que esta endemoniada plaga nos arrebató.
PEREGRINOS DE LA OSCURIDAD
PRIMERA PARTE
Capítulo 1 - Un camino sin fin
Al deseo, acompañado de la idea de satisfacerse, se le denomina esperanza;
despojado de tal idea, desesperación.
Thomas Hobbes (1588—1679)
Tina giró la llave y entró en la casa con precaución, empujando la puerta con la gruesa rama de haya que había ya resultado tan efectiva durante los últimos años. Su largo cabello, oscurecido por la grasa, caía sobre su tez sudorosa. Al percibir su reflejo en el espejo del recibidor, creyó estar viendo a otra persona.
Cuatro años atrás había sido una chica triunfadora y superficial, la cual acababa de conseguir entrar en una agencia de modelos y llamaba a su mejor amiga por teléfono para anunciar la gran noticia. Sin embargo, nunca llegó a pisar una pasarela. Esa misma tarde la televisión había comenzado a hablar sobre la Rabia F: esa extraña enfermedad que a pesar de la vacuna creada por BioCorp, se estaba extendiendo tan rápidamente contagiándose a través de la mordedura del enfermo, y parecía ser incurable. Un enfermo o Infectado, que en lugar de deteriorarse postrado en una cama, elegía revivir a la criatura primitiva enterrada en lo más profundo del sistema límbico humano, acrecentando sobre todo la necesidad de alimentarse. Alimentarse de aquello que estuviera más disponible, por lo general carne humana, lo que contribuyó a empeorar la situación. Cuatro años habían pasado. Cuatro años, y la Tina superviviente no se reconocía, al igual que no reconocía el mundo en que vivía: un lugar desolado, donde ser humano era un secreto que debía pasar inadvertido si se pretendía subsistir.
Los Infectados, lejos de morir por inanición, habían continuado deambulando por aquellos lugares donde la posibilidad de encontrar alimento era mayor: ciudades y pueblos solían estar atestados, aunque habían empezado a practicar el canibalismo y su número parecía estar decayendo. Por eso, el grupo de Tina había comenzado a abandonar los seguros bosques para adentrarse en pequeñas urbanizaciones residenciales, siempre con pies de plomo. Solían adentrarse en ciudades solo cuando necesitaban reponer su despensa con nuevas conservas, y llenaban la furgoneta para tener suficiente durante, como mínimo, un mes. Sin embargo, años durmiendo en cuevas y tiendas de campaña, les hacían más deseosos que nunca de un buen colchón, por muy mohoso que este pudiese estar, y el escaso número de encuentros con Infectados en los tres últimos meses no dejaba de ser alentador.
El salón en el que acababa de entrar estaba vacío. Ningún habitante inesperado. Mirándose una segunda vez en el espejo del recibidor, Tina tuvo una visión: la de una chica rubia y alta, que habiendo conseguido su primer trabajo como modelo, entró en aquel salón aún hablando presuntuosamente a través del móvil. Aquella chica se había sentado en el sofá y conectado la televisión usando el mando a distancia, riendo y hablando con su amiga por todavía cerca de una hora, mientras el trascendental boletín especial de noticias pasaba inadvertido en el trasfondo de lo que el sistema capitalista consideraba la utopía del bienestar humano. La casa estaba intacta. El sofá, la televisión, y el resto de muebles permanecían como ella recordaba, aparte de la gruesa capa de polvo que yacía depositada sobre ellos. Hacía tanto tiempo que no veía un lugar ordenado... Dondequiera que fuese, siempre había caos y destrucción, testimonios inamovibles de la catástrofe acontecida. Pero allí estaba ella, con la llave que siempre había guardado en una mano, y con el palo en la otra, lágrimas resbalándole sobre la mejilla al ver que ninguna de esas criaturas jamás había entrado en ese santuario que una vez fue su hogar.
Tina esperó pacientemente en la puerta, hasta que dos de sus compañeros volvieron de inspeccionar la manzana: José y Sergio. El primero insistía en que le llamaran el Abuelo, debido a su avanzada edad, pero inacabable energía que más de una vez les había ayudado a salir de algún aprieto. El segundo, de figura más corpulenta y unos cuarenta años de edad, cabello oscuro y perilla, era un profesor universitario de química que Tina y el Abuelo habían encontrado junto a uno de sus alumnos de tesis, Jordi.
—Campo libre —anunció Sergio, asintiendo el abuelo con la cabeza—. ¿Conseguiste abrir la puerta, veo?
—Sí, a pesar del óxido la llave aún funciona —sonrió Tina mostrándola en su mano—. Y nadie parece haber entrado. Está tal y como lo recuerdo.
—¡Perfecto! ¿Y decías que tenías tres habitaciones? ¡Mi espalda lo agradecerá! —exclamó el Abuelo con una clara chispa de ilusión en sus ojos.
En ese momento llegó Jordi, el cual había tenido que rastrear un perímetro algo mayor. A pesar de su joven edad, tenía ya una calva prominente, pero un rostro afable y jovial. La sonrisa que mostraba indicaba que no había señales de Infectados por aquella área tampoco.
—Nada de nada —confirmó, haciendo que el resto dejara escapar un suspiro de alivio.
—Pues es hora de disfrutar de esas vacaciones que tanto hemos estado esperando: bienvenidos a... por muy raro que suene, mi casa.
Los cuatro entraron en el enorme salón de aquella casa de ensueño que los padres de Tina le habían regalado por su vigésimo cumpleaños. La antigua Cristina, a la que todo el mundo había conocido como Cris, no había apreciado el inmenso valor de aquel lugar, por el que por mucho dinero que sus padres tuvieran, habían tenido que hacer enormes sacrificios. La mayor renuncia en la vida de Cris había sido la de decidir no comprar alguna prenda porque ya había gastado bastante aquel mes. Nunca había trabajado. Tampoco se le habían dado bien los estudios. Pero sus padres siempre creyeron que el dinero lo solucionaría todo. A los veinte años, Cris era una chica hueca y sin más ambición que la de mostrar un esbelto cuerpo cubierto de trapitos de diseño. Cuatro años más tarde, la nueva Cristina, o Tina a secas, había aprendido el complejo arte de la supervivencia. A pisar antes de ser pisado, a anteponerse al movimiento del oponente y a pensar en la mejor y manera más eficiente de realizar cualquier tarea. No agradecía la destrucción de la raza humana, pero reconocía que la catástrofe, y la consecuente necesidad, la habían obligado a tomar todas esas decisiones que siempre habían tomado por ella: y sorprendentemente, incluso para ella, se le dio bien. Sobrevivió.
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