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Frances Whiting - El arte de caminar sobre trampolines (Spanish Edition)

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Frances Whiting El arte de caminar sobre trampolines (Spanish Edition)

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Para John Max y Tallulah PRÓLOGO S u piel Mis manos conocían el camino - photo 6

Para John, Max y Tallulah

PRÓLOGO

S u piel.

Mis manos conocían el camino que había recorrido.

Cicatriz en forma de coma en la rodilla izquierda: accidente con el dragster, el «Diablo rojo», 1974; puntos de sutura justo encima de la ceja derecha: corte con la quilla de la tabla de surf, Cabarita, 1982; tatuaje casero azul marino con perfiles desvaídos en la muñeca izquierda: de tiempos del colegio, mi nombre.

Conozco esta piel, conozco su tacto, conozco su olor, la conozco centímetro a centímetro.

Joshua Keaton.

Se gira hacia mi lado en el océano de una cama del Hotel du Laurent, desasosegado y caliente bajo la frialdad de las sábanas.

Noto en el estómago pequeñas oleadas de náuseas y me duele la cabeza con cada palpitación en las sienes, señales, sé, de una resaca que, como diría Simone, tumbaría incluso a un búfalo.

Me escapo de la cama, entro en el cuarto de baño, miro con ojos de mapache el espejo y veo a la chica que ha hecho esto.

Tengo algo en el pelo, una cosa pequeña, de color rosado y redonda.

Confeti.

De ayer en la iglesia, de cuando salimos a la calle y nos vimos rodeados por mujeres con sombrero y niños que se apretujaban entre perneras de trajes de raya diplomática.

Mi padre me había acariciado la mejilla justo antes de entrar. «Todo irá bien, Lulu, tranquila», me había dicho, y así había sido.

Al entrar en la iglesia, Josh se había girado hacia mí y, justo en aquel momento, todo había desaparecido —las velas de sándalo, los ramilletes de minúsculas rosas prendidos a los bancos— y me encontraba de nuevo delante del mostrador del pequeño supermercado de Snow, donde Josh y yo nos quedamos mirándonos, con una sonrisa pasmada en nuestros rostros de dieciséis años.

Había recorrido el pasillo gracias a la fuerza de aquella mirada, había caminado hacia Josh con la determinación de que, de aquel día en adelante, para bien o para mal, pensaría única y exclusivamente en el futuro hacia el que nos dirigíamos, en vez de permanecer aferrada a los detalles de los lugares donde habíamos estado.

Vuelvo a la cama y Josh se mueve hacia mí, descansa la cabeza sobre mi pecho, donde empieza a subir y bajar al ritmo de mi respiración, sus rizos oscuros atrapados entre mis dedos, sus brazos buscándome en la penumbra, sus ojos adormilados abriéndose de repente de par en par, horrorizados.

—Lulu —dice—, ¿qué demonios?

Se sienta en la cama, rígido, y sale de su boca un torrente de palabras que llueve sobre nosotros como el confeti de ayer.

Porque, a pesar de haberme despertado entre las sábanas revueltas de los recién casados al lado de Joshua Keaton y esa piel que tan bien conozco, yo no era su esposa.

PRIMERA PARTE

E xiste un momento de pánico en el que el tiempo se paraliza, en el que queda suspendido como farolillos chinos sobre la calle, y durante ese instante puedes incluso engañarte y creer que todo irá bien si logras mantener la calma.

Hubo una discreta llamada a la puerta, un golpe seco, breve, como una tos, seguido por otros mucho más fuertes, puños aporreando la madera.

Metí a Josh —que andaba agitado de un lado a otro de la habitación del hotel y tropezaba constantemente con la sábana blanca que mantenía pegada al pecho, como si con ello pudiera esconder de algún modo lo que había hecho, lo que habíamos hecho— en el cuarto de baño.

—Josh —dije, sujetándolo por los hombros en un intento de que permaneciera quieto el tiempo suficiente como para poder mirarlo a los ojos—, tenemos que mantener la calma. Estoy segura de que Annabelle está ahí fuera y hay que buscar la manera de explicarle qué haces aquí antes de que entre y nos mate a los dos.

Josh abrió los ojos como platos cuando comprendió la realidad de la situación.

Pero era demasiado tarde: ambos oímos abrirse la puerta de la habitación y acto seguido la llegada del ciclón Annabelle.

Asomé la nariz y la vi junto al amedrentado encargado, que tenía en la mano un manojo de llaves maestras y que cerró la puerta rápidamente intentando hacer el menor ruido posible.

—Joshua. —La voz de Annabelle, rebosante de gélida gentileza, atravesó la habitación—. Sal de ese cuarto de baño ahora mismo, y Tallulah, ¿podrías salir tú también, por favor?

Fue el «por favor» lo que marcó la diferencia.

Conocía a Annabelle Andrews desde que ella tenía doce años; la había visto enfadada, la había oído resoplar, subirse por las paredes y gritar como una energúmena cuando las cosas no salían como ella quería; la había visto llorar, tumbar de un puñetazo a un tipo en una discoteca porque se había mostrado grosero con ella, dejar sumidos en un valle de lágrimas a varios chicos más, pero nunca, jamás, la había visto mostrarse educada.

Petrificada, empujé a Josh hacia fuera para que se enfrentase con ella y me encerré dentro.

En cuestión de segundos, después de unos cuantos gritos y de un golpe fuerte que debió de dar la puerta al cerrarse, se hizo el silencio.

Me tumbé en el suelo y dejé que la frialdad de las baldosas me acogiera mientras el aire acondicionado del hotel zumbaba levemente en el fondo. Cerré los ojos y recordé.

Lo recordé todo.

Yo tenía doce años cuando Annabelle Andrews entró pavoneándose en mi vida a través de la clase de séptimo, pasando completamente de la hermana Escolástica, que intentaba presentárnosla de la manera habitual.

—Muy bien, chicas, aquí tenéis a la última incorporación a la familia del St. Rita, Annabelle Andrews, que ha llegado a nuestra preciosa Juniper Bay procedente de Sídney donde…, Annabelle, todavía no te hemos elegido sitio.

—No pasa nada, hermana —replicó Annabelle—. Me sentaré aquí.

No: «¿Podría sentarme aquí?». Ni: «¿Se sienta alguien aquí?». Sino: «Me sentaré aquí».

Annabelle Andrews dejó los libros en el pupitre contiguo al mío, sonrió de oreja a oreja, tomó asiento y reivindicó su derecho sobre mí.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó en voz baja mientras la hermana Escolástica aleteaba a nuestro alrededor, visiblemente molesta por haber visto truncado su proceder habitual.

—Tallulah —le respondí también en voz baja.

—¿Tallulah qué?

—De Longland —dije—. Pero nadie me llama Tallulah, todo el mundo me llama Lulu.

—Tallulah de Longland —dijo lentamente, ignorándome y dejando que las eles se repantigaran con pereza en su boca antes de dictar sentencia.

—Un nombre glamurolloso —declaró.

A Annabelle le gustaba enganchar entre sí partes de palabras, ensartarlas para formar otras nuevas, crear un idioma propio. Con el tiempo, acabó permitiéndome compartir con ella aquel idioma, y, si se me ocurría alguna palabra que le gustara en especial, exclamaba con acento británico y en tono burlón:

—¡Tallulah, esto es brillambroso!

El idioma de Annabelle se convirtió rápidamente en una forma de hablar entre nosotras que excluía a todos los demás, y eso a Annabelle le iba de maravilla.

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