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Dyer Geoff - Yoga para los que pasan del yoga

Aquí puedes leer online Dyer Geoff - Yoga para los que pasan del yoga texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 2012;2011, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España;Literatura Random House, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Dyer Geoff Yoga para los que pasan del yoga

Yoga para los que pasan del yoga: resumen, descripción y anotación

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Yoga para los que pasan del yoga es un paseo a través de la mente del autor como viajero del mundo. En once capítulos, Dyer narra vívidamente los detalles de una década de pasión por los viajes. Mediante la prosa mordaz, divertida y estimulante del autor, se nos describe esa vida que a muchos de nosotros nos gustaría vivir. Con él viajamos de Ámsterdam a Camboya, de Roma a Indonesia, de Nueva Orleans a Libia... Pero sus anotaciones van más allá del clásico diario de viajes, porque se trata de un conjunto de crónicas más bien psicológicas que geográficas. En lugar de una secuencia narrativa, Dyer nos regala una acumulación sin fin, una especie de arqueología de materiales literarios e inolvidables imágenes.

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Yoga para los que pasan del yoga
Geoff Dyer
Traducción de
Cruz Rodríguez Juiz

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Índice

Para Rebeca

Todo es único, nada ocurre más de una vez en la vida. El placer físico que te dio cierta mujer en cierto momento, el plato exquisito que comiste un día en concreto... no volverás a disfrutar de ninguno de los dos. Nada se repite y todo es incomparable

Los hermanos G ONCOURT

... y esta luz de luna entre los árboles e incluso este momento y yo mismo.

N IETZSCHE

Hace ya varios años que me desconciertan unos versos de Auden; en realidad me desconciertan muchos de los versos de Auden, pero me refiero a unos de «Detective Story» (1936), donde habla de

el hogar, el centro donde las tres o cuatro cosas

que le pasan a un hombre pasan.

Creo que me cuesta dejarme convencer por esta idea de hogar porque no puedo reducir el número de cosas que me han pasado a «tres o cuatro» (al menos, todavía). Auden podría estar en lo cierto, pero de momento han pasado muchas cosas y han pasado en muchos sitios distintos. En cambio, «el hogar» es el lugar donde han ocurrido menos cosas. De hecho, durante los últimos doce años más o menos, la idea de «hogar» se me ha antojado bastante periférica y, en consecuencia, no poco borrosa. O quizá, como Steinbeck, «tengo hogares en todas partes», muchos de los cuales «todavía no he visto. Quizá por eso estoy inquieto. Todavía no he visto todos mis hogares».

El poema de Auden empieza con la pregunta «¿Quién está alguna vez fuera de su paisaje…?». A mitad de la primera estrofa pregunta: «¿Quién no sabe dibujar el mapa de su vida…?». Yo (al menos, todavía). Este libro es un mapa rasgado y en absoluto fiable de algunos de los paisajes que conformaron una fase concreta de mi vida. Habla de lugares donde pasaron cosas y donde no pasaron cosas, lugares donde me quedé y de cosas que se han quedado conmigo, lugares que quise ver o por los que pasé o donde simplemente acabé. En cierto modo son todos el mismo lugar –el mismo paisaje– porque la persona a la que le ocurrieron las cosas era la misma, que a su vez es la suma de todas las cosas que pasaron o dejaron de pasar en esos y otros lugares. Todo lo que aquí se cuenta pasó de verdad, pero algunas de las cosas que pasaron, pasaron solo en mi cabeza; del mismo modo, todas las cosas que no pasaron, no pasaron en mi cabeza.

DESVIACIÓN HORIZONTAL

En 1991 viví una temporada en Nueva Orleans, en un piso de la avenida Esplanade, justo detrás del Barrio Francés, donde de vez en cuando matan a algún turista británico por negarse a entregar su cámara de vídeo a los chorizos adictos al crack que viven y trabajan por los alrededores. Jamás tuve ningún problema –tampoco he tenido nunca cámara de vídeo–, a pesar de que iba andando a todas partes a cualquier hora.

Había decidido instalarme en Nueva Orleans después de pasar por la ciudad con una novia de camino a Los Ángeles desde Nueva York. Teníamos que entregar un coche, y aunque normalmente solo se te permite sumar unos cientos de kilómetros a los que llevaría cruzar el continente en línea recta, no habían apuntado el kilometraje original del vehículo y, por tanto, avanzábamos en zigzag por el país, superando en varios miles de kilómetros la distancia normal del viaje y dejándonos la piel en el proceso. En el curso de este frenético itinerario habíamos pasado una única noche en Nueva Orleans, pero nos pareció –y me refiero al Barrio Francés, no a la ciudad en su conjunto– el lugar más perfecto del mundo, así que me juré que en cuanto volviera a tener algo de tiempo libre regresaría. Hago esta clase de juramentos continuamente y no los respeto, pero en esta ocasión, al año de haber pasado por allí, regresé a Nueva Orleans para instalarme durante tres meses.

Las primeras noches dormí en el Rue Royal Inn mientras buscaba un piso de alquiler. Confiaba en encontrar alguno en el corazón del Barrio Francés, algún sitio con balcón y mecedora y campanillas colgando, con vistas a otros pisos con mecedora y balcón, pero acabé en la peligrosa periferia del barrio, en un apartamento con un balconcito minúsculo que daba a un solar vacío que era un hervidero de amenazas indeterminadas cuando regresaba a casa por las noches.

En Nueva Orleans solo conocía a Ian y James, una pareja de cincuentones gays amigos de un conocido de una mujer que conocía en Londres. Eran muy hospitalarios, pero como también eran bastante mayores que yo y como los dos tenían sida y llevaban una vida tranquila, enseguida caí en la rutina del trabajo y la soledad. En las películas, cuando un hombre se muda a una ciudad nueva –incluso aunque haya cumplido una larga condena en prisión por matar a su esposa– no tarda en conocer a una mujer en la caja del supermercado o en el Croissant d’Or, donde desayuné la primera mañana que pasé en Nueva Orleans. Aunque no conocí a ninguna camarera en el Croissant d’Or, establecimiento de nombre muy acertado, seguí desayunando allí a diario porque servían los mejores cruasanes de almendras que había probado (que he probado). Aveces llovía durante días seguidos, la lluvia más densa que había visto en la vida (después las he visto peores), pero por mucho que lloviera nunca me saltaba el desayuno en el Croissant d’Or, en parte por la excelencia del café y los cruasanes, pero principalmente porque la visita se convirtió en parte del ritmo habitual de mis días.

Por las noches iba al bar de la acera de enfrente, el Port of Call, donde intentaba sin éxito entablar conversación con la camarera mientras seguía la guerra del Golfo por la CNN. La noche de los primeros ataques aéreos contra Bagdad, en el bar reinaba un bullicio nervioso y aprensivo. Habían atado lazos amarillos en muchos árboles de la Esplanade, avenida que recorría a diario de camino al Croissant d’Or, donde, mientras me comía mis cruasanes de almendras, me gustaba leer las últimas noticias del Golfo, ya fuera en el New York Times o en el periódico local, cuyo nombre –¿el Louisiana algo?– he olvidado. Después de desayunar volvía a casa caminando y trabajaba hasta que no podía más y luego salía a pasear por el barrio guiado, aparentemente, por el sonido de las campanillas que colgaban de casi todos los edificios. Era enero pero hacía buen tiempo, y a menudo me sentaba junto al Mississippi a leer sobre Nueva Orleans y su historia. Como la ciudad está situada en la desembocadura del río Mississippi, se asienta sobre barro, y año tras año los edificios se hunden un poco más en el cieno. Además de estar deformados por el sol y podridos por la lluvia y la humedad, muchos de los edificios del Barrio Francés se inclinaban considerablemente debido a dicho hundimiento. Este alejamiento de la verticalidad se complementaba con una deriva horizontal. El volumen de detritos que el río arrastraba hacia el sur era tal que el Mississippi estaba encenagándose y mudando su curso, de modo que, efectivamente, la ciudad se movía. Cada año las calles se movían una fracción de milímetro en relación al río, alterando sutilmente la geografía de la ciudad. La calle Decatur, por ejemplo, donde vivían Ian y James, había cambiado varios grados su posición con respecto a lo que mostraban los mapas del siglo XIX .

Una tarde, mientras estaba sentado junto al Mississippi, pasó por la vía que quedaba a mis espaldas un tren de mercancías avanzando muy lentamente. Siempre había querido saltar a un mercancías, de modo que me levanté de un brinco e intenté reunir el valor suficiente para abordarlo. La longitud del tren y su lentitud me dieron tiempo suficiente –demasiado– para imaginarme subiendo de un salto, pero tuve miedo de meterme en algún problema o hacerme daño, de modo que me quedé plantado cinco minutos contemplando pasar los vagones de carga, hasta que al final no quedaron más y el tren se acabó. Tras verlo perderse de vista al tomar una curva, me inundó un arrepentimiento teñido de magnolia, la clase de sentimiento que te provoca ver por la calle a una mujer con la que cruzas momentáneamente la mirada pero con la que no intentas hablar y luego desaparece y te pasas el resto del día pensando que, si hubieses hablado, ella habría estado encantada, no se habría molestado, y quizá os hubieseis enamorado. Te preguntas cómo se llamaría. Angela, tal vez. En lugar de saltar al tren, regresé a mi piso de la avenida Esplanade e hice que se subiera el personaje de la novela en la que estaba trabajando.

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