Las historias que llenan las páginas de este libro son testimonios de personas que tuvieron el coraje de desnudar su alma ante un desconocido. Accedieron a hablar conmigo pese a saber que la conversación despertaría a los demonios de su pasado y les doy las gracias por ello. Espero que me sigan considerando merecedor de su confianza.
Los escritores suelen dar las gracias a su familia y a sus esposas. Yo pensaba que era una formalidad, un cliché… hasta ahora. Quizá no sea evidente para los lectores, pero tanto mi madre como mi padre me han dedicado casi treinta años de esfuerzo, a mí y a este libro, y bien merecen un reconocimiento.
A Verónica, mi esposa —una palabra que parece vacía si pienso en todo lo que me ha dado—, solo puedo decirle: «Te quiero».
A Esther Newberg y a Bob Bender, que apostaron por este proyecto y me brindaron su apoyo desde el principio. A Frank Fortunato y a Gary Smolek, los primeros en leer el manuscrito original. Sus críticas y su aprobación fueron muy importantes para mí. A mi viejo amigo George Moon, que vino a visitarme durante sus vacaciones y acabó pasando a limpio el manuscrito. No se puede tener un amigo mejor.
No hagas preguntas
Cuando van a la iglesia, los niños devotos pasan el rato sentados en los bancos de madera jugando a la guerra, armados con lápiz y papel. Primero dibujan los aviones y los acorazados, y después los soldados y las ametralladoras, con todo lujo de detalles. La potencia destructora de ese armamento imaginario queda patente en las despiadadas puntas de las bayonetas y las toscas aletas de las bombas.
El sermón se oye cada vez más lejos mientras los niños añaden los últimos detalles: dibujan estrellas en las alas de los aviones para distinguir a los buenos y esvásticas en los cascos de los monigotes, para que se vea que son los malos. La tensión impaciente del chiquillo es casi sexual.
Empieza la batalla. El lápiz traza la trayectoria mortal de cada bala y cada proyectil. Un disparo certero y el objetivo explota con un estallido de garabatos. El niño visualiza los fogonazos rojos y amarillos en su cabeza. Se eleva una nube de polvo y escombros en la que se lee, en letras negras y mayúsculas: ¡BADABUM!
Conforme la batalla se recrudece, el propio lápiz se convierte en un arma que agujerea los soldados dibujados en el papel. El crío, emocionado, deja que el fragor de la batalla mental que se está librando se le escape por entre los dientes: ¡Fiu! ¡Pam! ¡Buuum!
De repente, su madre le arranca el papel de las manos, le quita el lápiz y se lo guarda en el bolso. «Quieto y calladito», le regaña, retorciéndole la oreja.
En el barrio, jugar a la guerra era casi una institución. Los niños se pasaban el verano jugando con palos que hacían las veces de fusil y fuertes construidos con tablones de madera y otros restos que encontraban en la calle. En la década de 1950, jugábamos a ser el Davy Crockett de Walt Disney. El juego no había cambiado nada:
—¡Pum! ¡Estás muerto!
—¡No me has dado!
—¡Sí te he dado!
—¡No!
—¡Que sí!
Esa desavenencia se zanjó con una pequeña escalada de violencia. Los chiquillos sacaron sus pistolas de aire comprimido y representaron una versión urbana de El señor de las moscas. Un disparo a quemarropa de un arma de aire comprimido deja un cardenal rojo y tumefacto, como la picadura de una abeja, y resuelve toda duda sobre quién está muerto y quién no.
Los modelos a seguir para mi generación, los que parecían ejercer más influencia entre mis compañeros de los Boy Scouts, los Lobatos, eran Los Tres Chiflados. Nos encantaba emitir ruidos bochornosos ahuecando las manos en las axilas. Nos pegábamos collejas una y otra vez o intentábamos meterle el dedo en el ojo a los demás.
La preadolescencia te trae placeres como el de prenderle fuego a maquetas de aviones de plástico en el patio trasero, o el de idear torturas espeluznantes que infligir a esa niña que vive en tu misma calle. Se diseccionan insectos, sapos y cangrejos de río torpemente y con las manos sucias, con una mezcla de curiosidad y de maldad. Recuerdo a un chaval mayor que yo —tendría unos trece años— que era especialista en estallar petardos en las bocas de las ranas. Me parecía un bicho raro… Pero me lo quedaba mirando embobado, fascinado por la violencia.
El proceso de civilización empieza al llegar al instituto. El fútbol americano te brinda la oportunidad de «salir a matar» con impunidad. En clase de educación física los chavales se burlan de los que todavía no tienen vello púbico. Empiezan a fumar cigarrillos —uno de los pocos símbolos de masculinidad que puede obtenerse sin esperar a que aflore— y comienzan a circular a escondidas, de taquilla en taquilla, los primeros recortes de revistas pornográficas.
De repente, son Hombres.
Y ¿qué hacen los hombres? Un hombre se enfrenta solo a adversidades imposibles de superar; lucha cuerpo a cuerpo contra el jefe apache para proteger las caravanas de carretas en aras del Destino Manifiesto; toca la guitarra y se liga a la chica; salta de la azotea de un edificio a la de otro; clava la bandera en Iwo Jima; se lanza sobre una granada a punto de explotar para salvar a sus compañeros de trinchera y luego saluda a su público, que lo aplaude y lo vitorea. La muerte solo acecha a las mascotas y a los ancianos.
Algo es seguro: hagan lo que hagan los hombres, deben marcharse de casa para hacerlo. Sorprendido y asustado ante el inevitable momento en que debe enfrentarse al mundo, un muchacho de dieciocho años es, pese a su fanfarronería, como un niño que sube por primera vez a un trampolín. Se divierte hasta que ve lo lejos que está el agua de sus pies. Se tambalea en el extremo del tablón; quiere ser un hombre, pero desea fervientemente que lo empujen.
En la década de 1960, lo que nos obligó a dejar el nido fue la llamada a filas. Los chicos eran seleccionados de manera aleatoria por el Sistema de Servicio Selectivo o se alistaban en la sombra. Otros sentían la obligación de servir a su país y aprender sobre la vida tal y como disponían los libros, las películas y también la ley. Ninguno de ellos era consciente de adónde iba, aunque tampoco de dónde venía.
Me metí en los Marines porque no me aceptaron en el Ejército. Tenía diecisiete años y me pasaba el día por mi barrio, en Brooklyn, sin nada que hacer. Sabía que tarde o temprano acabaría frente a un juez por las movidas en las que estaba metido. El reclutador del Ejército no quiso ni mirarme; no querían saber nada de niñatos de diecisiete años ni de problemas con la justicia. Intentar entrar en la Armada o la Fuerza Aérea ni se me pasaba por la cabeza. Allí te hacían tests de inteligencia, y yo de eso no tenía.
Un tío mayor que yo, que me conocía de haberme visto por la calle de pequeño, se enteró de que me estaba costando lo mío alistarme. Me apoyó un brazo sobre el hombro y me acompañó a hablar con el reclutador de los Marines.
Pues resulta que el marine ese, un tío enorme, me miró y soltó: «Este chaval es un marica y aquí no queremos maricas. Largo de aquí». Entonces, me levanté, me puse de pie encima de la silla y me encaré con él: «Venga, cuéntame lo fuertes y machos que sois los marines, vamos».
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—¿Firmaría tu madre la solicitud?
—Mi madre no está.
Me dio un billete de diez dólares y me dijo:
—¿Ves a aquella mujer? Dale el dinero y seguro que te la firma.
Estábamos en los juzgados de Queens, en un edificio inmenso con columnas y toda la pesca. La mujer estaba de pie al lado de un puesto de golosinas que también vendía periódicos, revistas y tal. Así que me acerqué y le dije:
—Oiga, quiero entrar en los Marines. ¿Podría firmarme esto?