Fernando Aramburu - Las letras entornadas
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- Libro:Las letras entornadas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
- Índice:3 / 5
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Las letras entornadas: resumen, descripción y anotación
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Padre a rachas
Hablando otro día, a propósito de Thomas Mann, de la relación tantas veces compleja de padres e hijos, le referí al Viejo un pequeño episodio que me sucedió hace unos cuantos años, durante una comida de familia en San Sebastián. La costumbre de encontrar mi nombre y mi fotografía en los periódicos no terminaba de disipar en mis padres, ya mayores, un motivo de extrañeza. ¿Cómo era posible que el hijo de un sencillo obrero fabril y un ama de casa hubiera hecho carrera de escritor? Deduje antes de nada que, a mis cincuenta años, ellos seguían viendo en mí al niño que gemía en la cuna o se aventuraba a dar sus primeros pasos de hombrecito erguido, y no les resultaba fácil vincular aquella imagen antigua con la actual.
La pregunta no sólo se la hacían ellos, sino que les había sido dirigida en más de una ocasión por parientes y conocidos. Sospecho que mis padres consideraban más plausible la intervención de un hada protectora o de un santo milagroso en mis asuntos que su influencia beneficiosa sobre mí. De hecho, mi madre solía encender velas en casa para que santa Rita de Casia me ayudase a aprobar los exámenes.
Mi padre, bondadoso como siempre, afirmó aquel día que ni mi madre ni él me habían podido enseñar nada. Con todos mis respetos, disentí. Me parecía fácilmente demostrable que el hecho de haberme procreado había sido un buen comienzo para todas mis actividades intelectuales posteriores. Pero había, por supuesto, mucho más. Considero que he recibido afecto, aun cuando mis progenitores no fueron nunca dados a transmitirlo en forma oral. En mi casa no he oído jamás un te quiero; a uno, simplemente, le estampaban a diario los labios en las mejillas o lo estrujaban dentro de un abrazo.
Mi madre, que había conocido no pocas privaciones en su juventud y había pasado tal vez más hambre de lo que su coquetería femenina le permitía reconocer, tenía cuando yo era pequeño la obsesión de alimentarme, se entiende que mucho y bien. Ese instinto de dar de comer al hijo lo ha conservado hasta la vejez. Todavía me envía paquetes con productos alimenticios a mi domicilio en Alemania. Estoy convencido de que la sana alimentación durante mi infancia, unida a las incontables horas de juegos y carreras al aire libre, me ha dispensado hasta la edad adulta (toco madera) de enfermedades graves.
Sentados todos a la mesa, continué enumerando favores, muestras de generosidad, lecciones de vida, la suprema enseñanza de la aplicación y la modestia, así como diversas causas de alegría a ellos debidas, y mis padres me escuchaban boquiabiertos. Evoqué emocionado la mañana del día de Reyes en que, al levantarme de la cama, yo adolescente, encontré uno de los regalos más estimulantes que nadie me haya hecho jamás: un escritorio enchapado en formica, con una fila de cajones a un costado.
Mis padres me daban de vez en cuando dinero para libros. Me compraron a plazos la enciclopedia Focus, que aún conservo. Jamás cuestionaron mi afición a la literatura, que a menudo me inducía a pasar las noches en vela, fumando, leyendo, garabateando poemas a la luz de un flexo. Ellos, en fin, que vivían de un solo y módico salario, costearon con no poco sacrificio del presupuesto familiar mis estudios en la universidad. Y todavía dudaban de su participación en el proyecto principal de mi vida. Les di allí mismo las gracias y se las volví a dar tiempo después por medio de una dedicatoria pública imprimida en uno de mis libros. Celebro que personas tan humildes como mis padres hubieran hallado en los frutos de mi esfuerzo algún tipo de confirmación, puede incluso que de orgullo.
Otros escritores lo tuvieron tal vez más difícil, aun cuando se hubieran criado en el seno de familias cultas, famosas, adineradas. En el año 2010 se publicó en España uno de los testimonios autobiográficos más hermosos y conmovedores que me ha sido dado conocer sobre la relación paternofilial. El entusiasmo me dictó en su día un comentario. Me ofrecí a prestarle al Viejo mi ejemplar. Aceptó encantado. El viernes, a primera hora de la tarde, mandó a su asistente a mi casa para que lo recogiera y se lo pudiese leer en voz alta antes de nuestra reunión del jueves siguiente. Mostró asimismo deseos de que yo le leyera mi comentario.
Del hombre pálido al piel roja
No he tenido la desenvoltura ni me ha apretado la tentación de revelar por escrito mis debilidades, mi mugre confidencial, mis secretos vergonzosos. Tampoco hasta hoy he hecho a mis familiares y amigos la faena de contar los suyos. ¿Quién que haya nacido no supuró alguna vez por un costado o por otro?
Recuerdo con repulsión, como le dije al Viejo, un pasaje de Patrimonio , de Philip Roth, en el cual el novelista famoso describe a su padre rebozado en excrementos. No es la figura evocada del padre la causa de mi repugnancia, sino la actitud del escritor que hace su obra y su ganancia a expensas de la decrepitud paterna. El libro abunda en escenas que muestran al pobre anciano en poses desfavorables. ¿Con qué fin? ¿Aprendemos algo con esos crudos episodios de desmoronamiento físico, entretienen nuestro ocio de lectores acomodados en un sillón, nos mejoran como seres humanos? A mí el moribundo y cagado padre de Philip Roth me produce lástima y no poca vergüenza ajena.
Hablando de la conveniencia de hacer o no cierto tipo de revelaciones, al Viejo le entró curiosidad por saber si escribo diarios. Le respondí que, aunque escasamente aficionado a llevar la cuenta de los hechos vulgares de mi vida, no niego que haya por ahí escritos míos de carácter privado. Ahora bien, por regla general prefiero servirme de la ficción para relatar experiencias, a veces duras y penosas, vividas por mí o de las cuales he sido testigo. Delego entonces en trasuntos literarios creados al efecto la interpretación de lo que fuera que me ocurrió, aun cuando tengo poco empacho en ser desleal a los recuerdos si considero posible obtener por vía de la imaginación mejores resultados literarios.
Reconozco que he sido tal vez pudoroso al limitar el espesor confesional en mi literatura. Sin embargo, últimamente noto que me atrevo a aventurarme un poco más en terrenos privados, ya sea por influencia de algunas lecturas, ya sea por recomendación de amigos que me animan a trazar un dibujo de nuestra época relatando hechos autobiográficos.
Un caso modélico de cómo abrir al público la caja de las intimidades sin perder la dignidad ni arrebatársela a nadie lo encuentro, además de en el libro conmovedor de Giralt Torrente, en los diarios de Juan Gracia Armendáriz, escritos en una situación física delicada, por no decir grave o muy grave. Muestran la personalidad de un hombre valeroso, elegante en la forma de afrontar desde la literatura de calidad sus penalidades y de ensalzar, a pesar de la angustia y el dolor, la vida propia y la de tantos otros compañeros de padecimiento.
El Viejo me hizo prometer que otro día le leería páginas de los referidos diarios de Gracia Armendáriz. Yo así lo hice y, con su consentimiento, acariciados la lengua y el paladar con un sedoso Saint-Émilion Grand Cru de más de veinte años, agregué la lectura de las siguientes reflexiones:
Elegía exultante
El jueves del sublime Viña Tondonia Gran Reserva Blanco 1973 le conté al Viejo que durante mis primeros años de universidad, al llegar el verano, solía colocarme de temporero con la idea de contribuir a la financiación de mis estudios; también, no voy a dármelas de héroe, para costear ciertas expansiones que hacen, no sé si más digna, pero desde luego más divertida la juventud.
Total, que trabajé dos veranos consecutivos de recadista en una farmacia del barrio de El Antiguo y, los domingos, en el hipódromo de Lasarte como vendedor de apuestas; un tercer verano en la fábrica de Cervezas El León, en la sección de lavado de barriles, y otro en la central lechera Gurelesa, donde por espacio de mes y pico pasé ocho horas diarias colocando cajas en palés.
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