Austen Ivereigh - El gran reformador: Francisco, retrato de un Papa radical
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- Libro:El gran reformador: Francisco, retrato de un Papa radical
- Autor:
- Editor:Penguin Random House
- Genre:
- Año:2015
- Ciudad:Barcelona
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El gran reformador: Francisco, retrato de un Papa radical: resumen, descripción y anotación
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E L GRAN REFORMADOR
Francisco, retrato de un Papa radical
Austen Ivereigh
Traducción de Juanjo Estrella
Título original: The Great Reformer: Francis and the Making of a Radical Pope
Traducción: Juanjo Estrella
1.ª edición: mayo 2015
© Austen Ivereigh, 2015
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
DL B 9783-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-095-6
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
A Linda
Prólogo
Este libro nace de un encuentro con el Papa Francisco de apenas un minuto que tuvo lugar en la plaza de San Pedro en el mes de junio de 2013. A un colega y a mí nos habían proporcionado unas muy codiciadas entradas de primera fila para la audiencia del miércoles, día en que cabe la posibilidad de saludar al pontífice mientras este avanza y se detiene a conversar brevemente con miembros de delegaciones y otros invitados. Ese día tardó dos horas en llegar hasta donde nos encontrábamos porque, tras su alocución —esa combinación tan suya de humor cotidiano y sorprendentes metáforas—, desapareció durante lo que nos pareció una eternidad entre aquellos a quienes él llama «el santo Pueblo fiel de Dios». Ellos, los anawin , los pobres de Dios, y no nosotros, los que teníamos entradas de primera fila, eran su prioridad.
El sol era inclemente ese día, y el esfuerzo había hecho mella en él: cuando llegó frente a nosotros, Francisco, que había cumplido ya setenta y seis años, se veía sudoroso, acalorado y casi sin aliento. Pero lo que más me llamó la atención era la energía que desprendía: una mezcla bíblica de serenidad y júbilo travieso. El arzobispo de Canterbury, Justin Welby, la describió muy bien tras su encuentro con Francisco pocos días después. «El Papa argentino —dijo— es de una extraordinaria humanidad, ardiente de Cristo.» Si la alegría fuera una llamarada, uno tendría que estar hecho de amianto para no quemarse.
La fascinación que sentía por Francisco no había dejado de crecer desde la noche de su elección, el 13 de marzo de 2013. Desde mi lugar en la plataforma elevada dispuesta para las transmisiones televisivas, con vistas a la plaza de San Pedro, ofrecía comentarios en directo para un canal de noticias británico. La fumata blanca había aparecido hacía ya una hora, y todos los medios de comunicación del mundo aguardaban el más mínimo movimiento de las cortinas del balcón. Minutos antes de que el cardenal Jean-Louis Tauran saliera a anunciar el nombre del nuevo Papa, me había llegado un rumor de quien había sido mi jefe, el cardenal arzobispo jubilado de Westminster Cormac Murphy-O’Connor, que había participado en las conversaciones previas al cónclave pero a quien su edad impedía formar parte del cónclave mismo. Él le había dicho a mi emisario que, dado que el cónclave había sido corto, el nuevo Papa podría ser perfectamente Jorge Mario Bergoglio.
«¿Bergoglio?» Era un nombre de mi pasado. Yo conocía su país, que comenzaba entre loros en húmedas selvas, se extendía entre inmensos rebaños de ganado y caballos por vastas praderas, encajado entre el mar y las montañas, y terminaba con pingüinos sobre bloques de hielo, entre ballenas. En otro tiempo había sido una nación rica, que se veía a sí misma como una avanzadilla de Europa varada en América Latina. Después se había convertido en un ejemplo paradigmático de promesa fallida, en una advertencia de cómo las profundas polarizaciones políticas paralizan a la sociedad. Recordé un viaje a Argentina en 2002 para escribir un artículo sobre el hundimiento económico del país, en que la gente alababa a su reservado y austero cardenal. Pero también regresó a mi memoria un tiempo más remoto, el de los inicios de la década de 1990, cuando me instalé en Buenos Aires para preparar mi tesis doctoral sobre Iglesia y política en la historia argentina. En el transcurso de sucesivas visitas, en medio de intentos de golpes de Estado y crisis monetarias, había llegado a adorar aquella ciudad seductora: al haber vivido allí durante muchos meses seguidos, mi español se había impregnado de las inflexiones y expresiones del porteño. Aquello había sido «allá lejos y hace tiempo», parafraseando el título de las memorias sobre Argentina que escribió W. H. Hudson. Ahora, Bergoglio me lo devolvió todo al presente.
En ese instante también regresó a mi recuerdo el cónclave de abril de 2005 en el que se había elegido Papa a Benedicto XVI, cuando me encontraba en Roma con el cardenal Murphy-O’Connor. Algunos cardenales apostaban por encontrar una alternativa pastoral a Joseph Ratzinger y volvían los ojos hacia América Latina, la nueva esperanza de la Iglesia. Pocos meses después, el diario secreto de un cardenal anónimo revelaba que Bergoglio, de Buenos Aires, había sido el otro contrincante en aquella elección. Pero, después de aquello, parecía haberse esfumado, hasta el punto de que casi nadie, en 2013, lo consideraba «papable». Por eso, precisamente, agradecí tanto aquel rumor: el cardenal argentino no figuraba en mi lista, ni en la de prácticamente nadie. Como mínimo, cuando las cortinas del balcón se descorrieron y se anunció la identidad del nuevo Papa, pude explicar quién era, y aportar algunos datos sobre su persona. A los comentaristas de los demás canales no les fue tan bien.
Posteriormente, el consenso general parecía indicar que Bergoglio había sido elegido sin más, que ningún grupo de cardenales había trabajado para lograr su elección. Pero si ello era así, ¿por qué mi antiguo jefe parecía tan seguro, antes del cónclave, de que sería él? Intuí que había algo más, que Bergoglio no se había esfumado, en absoluto, sino que había resultado invisible a nuestro radar eurocéntrico, y que había existido un grupo que buscó su elección.
Sin embargo, no era ese el motivo principal de mi curiosidad. Lo que a mí, en realidad, me interesaba saber era quién era, cómo pensaba, cómo lo había moldeado su condición de jesuita, cómo se posicionaba en relación con todas aquellas controversias que yo había estudiado hacía tanto tiempo. En aquellos primeros cien días del electrizante pontificado de Francisco, había sumido al Vaticano, y al mundo, en una tormenta, y le había «dado la vuelta a la tortilla», como a él mismo le gustaba decir. La gente intentaba encasillarlo en unos marcos que no tenían sentido en América Latina, y aún menos en Argentina, donde el peronismo había hecho estallar las categorías de «izquierda» y «derecha». Aquellos malentendidos habían dado origen a afirmaciones contradictorias: ¿Un obispo de barrio marginal que se había acomodado a la dictadura militar? ¿Un jesuita retrógrado que se transformó en obispo progresista? Había quien pretendía asegurar que era ambas cosas, y que su «conversión» se había producido durante su exilio en Córdoba a principios de la década de 1990. Quienes en Argentina lo conocían bien, decían, sencillamente, que no fue cierto. Pero ¿qué relato alternativo existía?
Las primeras biografías argentinas, redactadas a toda prisa por periodistas que llevaban años informando sobre él, estaban salpicadas de anécdotas fascinantes y de datos, y este libro ha contraído una gran deuda con ellas. Pero, lógicamente, su enfoque se centraba en los años posteriores de Bergoglio como cardenal, sobre los cuales existía abundante información en papel y vía internet, y dejaba prácticamente inexplorados sus treinta años como jesuita, la época de las controversias, así como el periodo en que se habían conformado su espiritualidad y su visión del mundo. ¿Qué pasó exactamente entre Bergoglio y los jesuitas? Presentí que, si llegara a comprenderlo, todo lo demás me resultaría mucho más claro.
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