Francesca Rigotti - La gula
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- Libro:La gula
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2008
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El pecado de gula, como es sabido desde la Edad Media, es un pecado «carnal», en contraposición a los pecados «espirituales», como la envidia y la soberbia. Es carnal porque hunde sus raíces en la corporeidad del hombre y en el placer que siente comiendo y bebiendo y en las sensaciones que acompañan a estas acciones; es carnal porque requiere del necesario soporte de uno o más órganos del cuerpo humano (el vientre, el estómago, la garganta); es carnal, en fin, porque se transfiere directa y visiblemente a la carne, a la grasa de la persona.
El carácter de la gula, como por lo demás el de otros pecados, ha sufrido a lo largo del tiempo sensibles metamorfosis, de pecado a enfermedad, de vicio voluntario a disposición hereditaria, de pecado de los ricos a pecado de los pobres, de depravación individual a tendencia social, tantas y tales son las transformaciones sufridas por la gula desde la invención del pecado hasta nuestros días.
Francesca Rigotti
Pasión por la voracidad
ePub r1.0
Titivillus 24.05.16
Título original: Gola. La passione dell’ingordigia
Francesca Rigotti, 2008
Traducción: Juan Antonio Méndez
Editor digital: Titivillus
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2
Para Carla Carloni in memoriam
FRANCESCA RIGOTTI (Milán en 1951). Después de enseñar en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Göttingen, es actualmente profesora de Doctrinas e Instituciones Políticas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lugano.
Ha publicado varias monografías dedicadas a la metaforología filosófico-política y a la ética. Sus ensayos han aparecido en numerosas revistas italianas y extranjeras. Es consultor editorial y reseña libros, sobre todo para IlSole24Ore. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran Gola. La passione dell'ingordigia. I 7 vizi capitali (2008), Le piccole cose di Natale. Un'interpretazione laica (2008), Il pensiero delle cose (2007), Il pensiero pendolare (2006), Agli estremi della filosofia (2005), La filosofia delle piccole cose (2004) y Filosofía en la cocina: pequeña crítica de la razón culinaria (“La filosofia in cucina: piccola critica della ragion culinaria”, 1999)
Cuando, en el verano de 1995, llegué por primera vez a Estados Unidos, me sorprendieron muchas cosas que no había visto nunca. Pero nada tanto como la presencia a mi alrededor de tantas personas gordas. Había caído en un mundo de gordos, de mujeres adiposas, de niños obesos, de hombres con sobrepeso cuya existencia ignoraba y para el que nadie me había preparado. El hecho de que, por casualidad, fuera a parar a la sección de ropa interior de los almacenes Woolsworth, donde había calzoncillos, bragas y sujetadores de dimensiones inimaginables en Europa en una tienda normal, no especializada en tallas grandes, contribuyó en buena medida a incrementar mi estupor.
Pues bien, una decena de años más tarde un espectáculo semejante comenzó a perfilarse también a este lado del océano, donde el número de gordos había crecido muchísimo. Muslos, vientres y pechos envueltos en capas de grasa son hoy perfectamente visibles entre los paseantes, las personas anónimas que van por la calle o con los que nos encontramos en los edificios públicos y privados. Se ven porque la gula, siempre que se trate de glotones, es el pecado que se ve. Los otros, si se es víctima de ellos, no son inmediatamente perceptibles. Efectivamente, ¿cómo puede saberse si una persona es iracunda o avara, si es propensa a la soberbia o a la envidia, a la pereza o a la lujuria a menos que sea uno experto en fisiognómica, el arte de reconocer el carácter de una persona a partir de sus rasgos físicos? El pecado de la gula, en cambio, salvo raras excepciones, además de inscribirse en el alma queda inscrito también en la carne y parece que goza hoy de una difusión planetaria general: la obesidad global o globesity.
De modo que mientras el número de glotones aumenta desproporcionadamente, por una de esas curiosas contradicciones de las que está el mundo lleno y por las que, precisamente, me resulta bello y variado, los mismos glotones son liberados de sus culpas, desde el momento en que se nos pregunta, al mismo tiempo y desde varias instancias, si la gula está incluida en la lista de los pecados. Se lo preguntan implícitamente médicos, dietólogos y especialistas en nutrición, para algunos de los cuales la gordura es una enfermedad, predisposición hereditaria, condición genética. Y se lo preguntan una y otra vez, ahora de manera expresa, los restauradores que en el 2003, en Francia, dirigieron una expresa solicitud al papa. Se lo preguntan, en fin, todos los que piensan que ya no tiene sentido hablar de pecado contra dios (los más serios, además, «gritan venganza» al respecto), considerando mucho más sensato y adecuado a las circunstancias hablar de vicios y pecados contra sí mismos, ya que los primeros en estar mal, en el caso del pecado de la gula, son los propios glotones.
El glotón y la glotona están mal porque su propio cuerpo hinchado y torpe no les permite movimientos ágiles y porque si se miran al espejo se deprimen, porque se saben sometidos a riesgos de salud, porque ni siquiera el joven o la joven encuentran vestidos de su talla, etc. Además, porque se ven negativamente reflejados en las miradas de los demás, los cuales les devuelven una imagen de reproche, a veces hasta de disgusto, considerándoles —dicen algunas investigaciones sobre el asunto— personas carentes de voluntad y, por tanto, poco dignos de confianza. Estar gordo en una sociedad que prefiere a los flacos, escribe Umberto Galimberti, equivale a una en absoluto enmascarada exclusión social.
Nuestro glotón, cuyo vicio puede leerse en la cara, se arriesga incluso a ser blanco de personajes psicológicamente lábiles, como sucede en Seven, de David Fencher (USA, 1995). En aquella película un sabio, discreto y culto comisario de color (interpretado por Morgan Freeman) y un impetuoso (proclive al pecado de la ira, como se acabará revelando al final de la película) y tan tosco como guapetón policía blanco (Brad Pitt) persiguen a un asesino en serie (Kevin Spacey) con tendencias fundamentalistas, el cual se había autoasignado la tarea de castigar, eliminándolo de acuerdo con la ley del talión, a un pecador por cada uno de los siete pecados capitales (de ahí el título de Seven). Al final, el virtuoso policía logrará localizar al culpable después de haberse pasado noches enteras en la biblioteca leyendo a Dante, a Chaucer y a Tomás de Aquino (hoy los buscaría en Google y los recorrería velozmente en la pantalla de su ordenador), hasta comprender que el malo se inspira en la lógica de los siete pecados capitales. En la película el culpable de gula, obeso y crapulón, es doblemente castigado y torturado por el asesino: con una pena que se ajusta a los cánones del castigo dantesco, es decir, una pena directamente relacionada con el delito, consistente en el ahogamiento por ingesta forzada de excesivo alimento; y con otra correspondiente a la que Shylock, en el Mercader de Venecia
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