3. Postmodernismo, vanguardia, regionalismo
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El postmodernismo y sus alrededores. Un maestro del cuento: Quiroga. El caso de Delmira Agustini. Del postmodernismo hacia la vanguardia: López Velarde y Tablada. La poesía argentina y el suburbio. Postmodernistas peruanos: Eguren y Valdelomar. El extraño Ramos Sucre. Arévalo Martínez y otros narradores. Los ensayistas
13.1. Continuidad y divergencia postmodernista
Si el término «modernismo» es complejo, el de «postmodernismo» no lo es menos, y aun puede decirse que —sobre todo en estas últimas décadas— la discusión sobre esta segunda noción ha sido sometida a una revisión tan intensa que ya no entendemos por el membrete lo que hasta hace poco entendíamos. Ese debate ha aclarado muchos aspectos, pero también ha oscurecido otros, por razones que apuntamos en un capítulo anterior, al presentar el fenómeno modernista en su conjunto (11.1.). Aquí tenemos que estudiar la cuestión postmodernista un poco más a fondo.
Para comenzar, se imponen varios deslindes: la noción «postmodernismo» puede usarse para señalar la fase de crisis y disolución del movimiento modernista y al grupo de hombres que lo encarna; o para referirse en general a la etapa que sigue a aquel momento, que agrupa tendencias diversas y a veces contrarias a él. En otras palabras, puede significar una específica fórmula literaria y sus variantes, o un concepto epocal, genérico, en el sentido en que, por ejemplo, lo usa Luis Monguió en su libro La poesía postmodernista peruana; es decir, la poesía que viene después del modernismo. (Por cierto, el término también alude a los rasgos que la crítica cultural aplica a nuestra propia época, sentido que no nos interesa ahora porque poco o nada tiene que ver con el movimiento dariano ni con su evolución inmediatamente posterior.) Además hay que preguntarse que si el postmodernismo es una crítica y depuración del modernismo, ¿cómo llamar lo que realiza el mismo Darío (12.1.) en Cantos de vida y esperanza? Las semillas del cambio están allí, en el corazón mismo del canon modernista, lo que confirma esa capacidad del movimiento para la renovación y la revisión autocrítica, rasgo moderno si los hay. ¿Y qué decir de la cara americanista que adopta el modernismo en su fase avanzada, que alcanza su cúspide hacia 1900, con Ariel(12.2.3.)? Como ya dijimos antes: el modernismo fue un movimiento que estuvo en constante transformación y evolución, creando desde temprano un terreno fértil en el que podían florecer aportes de distinto signo.
Los críticos suelen señalar distintas fechas para el arranque postmodernista: oscilan entre 1910 (la Revolución Mexicana) y 1914 (el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Como se ve, son fechas de la historia política del siglo XX , pero que generan cambios y reajustes en el papel que la literatura y la creación intelectual cumplían en el continente. Otros prefieren una fecha simbólica: 1916, el año de la muerte de Darío. Parece prudente, en todo caso, afirmar que el proceso se hace visible en la segunda década del siglo, justo cuando se advierten los primeros síntomas del impacto de la vanguardia (16.1.). Esa contigüidad no es casual: hay cierta conexión entre algunas expresiones del postmodernismo con las de la vanguardia. Bien podemos comenzar a tratar nuestro tema declarando algo que no todos —acostumbrados a ver el postmodernismo simplemente como una secuencia o desprendimiento del modernismo— aceptarán fácilmente. El postmodernismo es dos cosas distintas a la vez: un estilo literario cuyas fuentes están en el modernismo, pero que se procesan de modos diferentes; y una divergencia, a veces bastante radical, respecto de ese modelo, al que incorpora rasgos forasteros y novedosos que provienen de otros cauces. Esto quiere decir que verlo simplemente como una fase posterior al modernismo y ligada a su estética es limitarlo o malinterpretarlo: el postmodernismo es por esencia heteróclito. Quizá por eso sea un movimiento carente de manifiestos y declaraciones programáticas. Cada quien siguió su curso —un poco como los que protagonizaron los albores del modernismo (cap. 11)— más apegado al propio entorno cultural que al prestigio de compartir un espíritu cosmopolita.
Su gran importancia reside justamente en esa síntesis de muchas fórmulas, con frecuencia contradictorias, que cancelan del todo los hábitos finiseculares e inauguran los modos propios del siglo XX . Si las fases postmodernismo y vanguardia pueden separarse didácticamente (tal como lo hacemos en esta obra), en la misma realidad literaria de esos años se encuentran fundidas o al menos confundidas. Podríamos ir más lejos y afirmar que el postmodernismo es la primera fase de la vanguardia, el campo exploratorio que abriría el camino al espíritu iconoclasta y rebelde de los años que siguen. Uno de los aspectos más interesantes del primero es esa capacidad de preparar, ensayar y facilitar algunos de los profundos cambios que la nueva estética iba a desencadenar. No es, pues, extraño que grandes innovadores de la literatura plenamente contemporánea —como Quiroga (infra), Vallejo (16.3.2.) o Neruda (16.3.3.)— hayan tenido una etapa postmodernista para luego ir en direcciones muy distintas. Lo que queremos decir es que el postmodernismo es un campo fundamental para la transición de los rezagos literarios del fin de siglo hacia la plenitud de nuestro tiempo.
Quizá no deba entenderse el postmodernismo —al menos, en sus primeras manifestaciones— como algo contrario al modelo modernista, sino más bien como su prolongación, a la que sigue un dénouement; en todo caso, no como su directa negación. Se mueve dentro del mismo cauce general, pero incorpora, al menos, tres nuevas direcciones: depuración, crítica y divergencia. La primera está básicamente señalada por un movimiento de interiorización y repliegue de las líneas abiertas por la revolución dariana. Hay un desplazamiento en el foco del gran diorama modernista, para concentrarse en lo más hondo del dilema arte-vida que inquietaba todavía más a las generaciones enfrentadas a las crisis del nuevo siglo. Los postmodernistas quieren menos adorno y más sustancia, aunque estén guiados por las mismas convicciones y los mismos fines estéticos. La segunda dirección es un regreso al ámbito de lo propio (la provincia, el campo, el mundo doméstico) y a los temas «sencillistas», para arrancar de ellos vibraciones inesperadas. Haciendo una indirecta crítica del modernismo (sobre todo de la áurea fastuosidad de su lenguaje), los postmodernistas cultivan una forma de expresión «crepuscular», más mística que pagana y más sombría que hedonista. Hay un morboso descenso por la zona oscura de lo anormal y lo desconcertante, lo estridente y lo patético. Estas realidades no les interesan por sus connotaciones morales o sociales, sino por su misma extrañeza y la onda de horror o puro asombro que generan; el esteticismo ha cambiado de rumbo, pero siempre está allí, a veces en el nivel fonético y rítmico del verso, que suena también «raro» o al menos caprichoso.
La tercera dirección del postmodernismo lo lleva al pleno reencuentro con el entorno americano y a la preocupación por cuestiones ideológicas y políticas asociadas con el destino del continente, sobre todo al estallar la Primera Guerra Mundial. Ya vimos que Darío mismo —y, antes, Martí