Rebolledo - El despertar de los cuervos: tejas verdes, el origen del exterminio en Chile

Javier Rebolledo

El despertar de los cuervos

Tejas Verdes, el origen del exterminio

en Chile

I

El origen

La investigación para este libro comenzó en paralelo con mi carrera periodística en el tema de derechos humanos. Tejas Verdes fue el primer centro de torturas y exterminio que existió en Chile y también el primero que me tocó investigar.

Fue azaroso. En 2005, cuando reporteaba temas vinculados con el abuso infantil en organismos del Estado, nuestros caminos se cruzaron. Cinco cédulas de identidad se habían encontrado en un centro del Servicio Nacional de Menores (Sename) y ningún funcionario de esa repartición tenía la menor idea de quiénes eran esas personas. Solo sabían que los documentos databan de los años setenta, porque así se desprendía de su fecha de vigencia. En esa ocasión fui a corroborarlo hasta el mismo centro de menores El Arrayán , de lo que me había enterado solo pocos días antes. Los trabajadores comunicaron el hallazgo y entregaron las cédulas al Ministerio del Interior. Me dieron los nombres. Al parecer, yo era el único reportero detrás de la noticia.

Como sabía muy poco, me acerqué a algunas agrupaciones de familiares de víctimas de la dictadura, preguntando por las identidades señaladas en las cédulas que, en ese tiempo, representaban para mí cinco posibilidades de identificar a detenidos desaparecidos. Cinco nombres, cinco noticias, o cuatro, o las que fueran. Por lo menos una.

En una de estas organizaciones, la Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo (Codepu), conocí a Carmen Gloria Díaz. Ella se interesó especialmente en mi hallazgo y comenzó a ayudarme a hacer calzar los nombres con víctimas de la represión del Estado. Antes de que pasara una semana, el gobierno me contestó de manera oficial que efectivamente una cédula correspondía a una víctima de tortura. Las otras cuatro, aparentemente, no tenían nada que ver. Aunque era chocante haber detectado un olvido de los servicios de inteligencia, me sentí defraudado. Esperaba dar con un detenido desaparecido

Hasta ese momento no había leído testimonios de víctimas de tortura. Conocía el tema por la televisión, a través de noticias informativas en el contexto de la detención de Pinochet, los hallazgos de osamentas y, en general, por intermedio de titulares que daban cuenta de intrigas similares a las contadas en las películas de la mafia, como el crimen de Orlando Letelier , o de la CIA, o de dobles agentes, o lo que la imaginación quisiera ofrecer. Intrigas.

«Mira esto. Para que no te sientas defraudado. Es lo más horroroso que he leído en mi vida», me dijo Carmen Gloria tiempo después. Era un tomo del caso Tejas Verdes. Contenía una querella por torturas interpuesta por los sobrevivientes de ese lugar. Estábamos en 2005 y la causa aún se encontraba en fase investigativa. El escrito al que tuve entonces acceso era parte del sumario, abierto solo para las partes involucradas.

Leyendo me di cuenta de que Tejas Verdes era el Regimiento Escuela de Ingenieros Tejas Verdes del Ejército de Chile, ubicado en San Antonio, a unos metros de la playa; base de soldados, escuela de formación de oficiales y suboficiales y el lugar donde el teniente coronel Manuel Contreras Sepúlveda estaba destinado para el 11 de septiembre de 1973.

Los propios sobrevivientes contaban, en la redacción de la querella y luego con más detalle en los testimonios prestados ante el tribunal, lo que habían vivido ahí. Eran ellos mismos los que hablaban, sin filtros, con sus palabras, sus modismos, sin artilugios ni velos.

Jamás había leído algo igual. Habían sido quemados con cera hirviendo, les habían puesto ratones en distintas partes del cuerpo, sobre todo en los genitales. También arañas. Alguna detenida señalaba que una compañera de presidio presentaba mordeduras de perro en la vagina. Cuando evacuaban involuntariamente, producto de los golpes, la violencia y el miedo, les daban de comer sus propios excrementos. Los colgaban y estiraban como en la Edad Media. A algunos los obligaron a jugar a la ruleta rusa y a las mujeres las violaron varias veces, incluso delante de sus seres queridos. Algunas quedaron embarazadas. A otras les habían abierto la vagina con fórceps para poder aplicarles corriente con mayor efectividad. A ellos les cortaban los testículos. Varios testimonios indicaban que les habían sajado las piernas y que luego los cauterizaban con algo similar a las planchas para la ropa.

Ellos mismos tenían la impresión de que habían sido usados como conejillos de Indias: ensayos con seres humanos.

Cuando terminé de leer fue difícil quitarme la angustia y la posterior indignación. También sentí culpa por mi reacción de desilusión al haber encontrado entre mis cinco cédulas «solo» a un torturado. Me di cuenta de que, en realidad, a pesar de haber escuchado la palabra «tortura» mil veces y de haber visto escenas ecalofriantes en el palacio de tribunales, con gente protestando, no tenía idea de lo que realmente era la tortura ni de lo que podía producir en un ser humano.

«Nunca había escuchado nada igual, jamás. Y en todos los años que luego trabajé en la administración de justicia, viendo causas horrendas, nada se comparó a lo que le hicieron a la gente de Tejas Verdes», me dijo Valeska Villalón.

En 2003 Valeska había llegado desde el 34º Juzgado del Crimen para trabajar como actuaria del ministro de la Corte de Apelaciones Alejandro Solís, nombrado por el Poder Judicial con dedicación exclusiva para ver causas de lesa humanidad. El grupo de denunciantes de Tejas Verdes había ido a parar a su despacho, ubicado en el cuarto piso del palacio de tribunales, en un altillo, sofocante en verano y muy frío en invierno.

Refiriéndose a los querellantes, me dijo que «antes de empezar a declarar pedían agua y ellos mismos traían sus pañuelos o yo tenía pañuelos ahí. Se ponían a llorar antes de declarar, por tener que recordar lo que iban a contar. Te decían: “Pero si en la querella ya relaté lo que me pasó”. Y uno debía decirles: “Acá usted tiene que contarnos qué es lo que le pasó otra vez”. Luego de escucharlos, yo después también lloraba», recordó Valeska.

Su jefe, el ministro Solís, estaba decidido a hacer el trabajo que muchos de sus colegas no habían querido o, simplemente, no habían intentado siquiera hacer, amparados en una Constitución Política que prohibía juzgar los crímenes cometidos por los aparatos de seguridad durante la dictadura. Por lo mismo, durante esos días de 2003 en que Valeska llegó como ayudante de Solís, la mayoría de los ex agentes de la DINA y su mismo director, el general Manuel Contreras, se movían con soltura en tribunales dando algún testimonio velado sobre su participación en la organización terrorista. Muy pocos de ellos habían pisado algún centro penitenciario.