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Richard Huia Woods Rogan
INTRODUCCIÓN
El 14 de febrero del año 2005 —día de San Valentín— un potente coche bomba asesinaba al antiguo primer ministro libanés Rafiq Hariri en el centro de Beirut. Al regresar a su hogar tras asistir a una reunión del Parlamento, Hariri no sólo había seguido un itinerario predecible sino que, al verse inmerso en una bulliciosa caravana de vehículos, su comitiva resultaba muy fácil de detectar en el característico y denso tráfico de la ciudad. La tonelada de explosivos de la trampa dejó un enorme cráter en el punto por el que momentos antes discurría la carretera costera y resquebrajó las fachadas de los edificios colindantes. Además de Hariri hubo otras veintiuna víctimas mortales, entre políticos, guardaespaldas y chóferes, además de civiles cuyo único delito había consistido en hallarse en las inmediaciones. El crimen había sido espectacular, incluso a los curtidos ojos de un espectador beirutí.
Hariri era el hombre más rico y poderoso del Líbano. Había amasado su fortuna como contratista en Arabia Saudí, aunque después había regresado a casa al terminar la guerra civil que había devastado su país a lo largo de los quince años que median entre 1975 y 1990, convirtiéndose así, durante el período de posguerra, en uno de los artífices de la reconstrucción del Líbano. Más tarde abrazaría la carrera política, y sería nombrado primer ministro en 1992. Diez de los trece años que habían de quedarle de vida los dedicaría a encabezar el gobierno del Líbano.
El proyecto estrella de Hariri durante su mandato como primer ministro se había venido centrando en la elaboración del plan de rehabilitación del centro de Beirut. Una vez revitalizado, argumentaba, el céntrico barrio de negocios de la urbe se convertiría en el motor de la regeneración económica de ese espacio ciudadano, antaño floreciente. El plan resultó controvertido, y la despreocupada indiferencia de Hariri ante el conflicto de intereses derivado del hecho de que él fuera a un tiempo primer contratista de las obras y jefe del gobierno que adoptaba las decisiones urbanísticas dio lugar a que se le acusara fundadamente de corrupción. Con todo, eran muchos los libaneses que consideraban que Hariri era la única esperanza de su país. Había llegado a financiar él mismo, de su propio peculio, buena parte de los gastos del gobierno libanés. Conseguía infundir en los inversores extranjeros —principalmente ricos expatriados libaneses y personajes de la realeza Saudí— la confianza suficiente como para decidirles a colocar su capital en la convulsa economía libanesa. De ese modo comenzaría a emerger, de los escombros dejados por la guerra civil, una elegante ciudad provista de modernas infraestructuras.
En octubre del año 2004, Hariri presentó su dimisión como primer ministro en protesta por la injerencia de Siria en la política libanesa. Para un hombre que había fundado los cimientos de su carrera política en la cooperación con Damasco aquélla era una iniciativa peligrosa.
Corría el año 1976 cuando los sirios penetraron en el Líbano por primera vez, integrados en el contingente militar enviado por la Liga árabe para intervenir en la guerra del Líbano —y desde entonces habían dominado por completo la política libanesa—. Pese a que el gobierno sirio afirmaba respaldar la estabilidad política del frágil Estado vecino, eran muchos los libaneses que se mostraban irritados por lo que consideraban una ocupación siria. El punto de inflexión se produciría cuando el gobierno sirio, contraviniendo lo estipulado en la constitución libanesa, obligara al Parlamento libanés a prorrogar por espacio de tres años el mandato del presidente Émile Lahoud. La constitución libanesa no permitía más un único mandato presidencial de seis años. Todo el mundo sabía que Lahoud era un político prosirio. Se decía que el presidente sirio, Bashar al-Assad, había amenazado a Hariri diciéndole: «Lahoud soy yo. Si quieres que me vaya del Líbano, escindiré en dos el país». Hariri conocía los riesgos que entrañaba su decisión, pero optó por resistir las presiones que recibía del gobierno sirio en esta materia. No sabía que iba a pagar con su vida aquella determinación.
Cuando se asesinó a Hariri, sus partidarios se echaron a la calle y culparon directamente del crimen a los sirios. A lo largo de las semanas que siguieron al magnicidio, las manifestaciones ganaron amplitud y confianza, hasta culminar en la masiva congregación que habría de reunirse el 14 de marzo en el centro de Beirut, un mes después de la desaparición de Hariri. Un millón de libaneses —es decir, la cuarta parte de la población total del país— se dio cita en las calles céntricas de Beirut para exigir la independencia de Siria.
Las protestas y manifestaciones terminaron convirtiéndose en un movimiento popular que llegaría a conocerse en el Líbano con el nombre de «Intifada por la independencia» y al que los medios de comunicación internacionales adjudicarían el rótulo de «Revolución de los cedros». La agitación daría también origen a una coalición política formada para oponerse a la presencia de Siria en el Líbano, coalición que acabaría denominándose «Alianza del 14 de marzo». Una de las consecuencias del asesinato de Hariri se plasmaría además en una oposición tan intensa a la actitud siria, tanto en el ámbito interno como internacional, que el gobierno sirio se vería obligado a retirar de suelo libanés a sus catorce mil soldados y a sus funcionarios de inteligencia. El último contingente de tropas sirio abandonaría el Líbano el 26 de abril de 2005. Los libaneses se creyeron entonces en el umbral de una nueva era de independencia y cohesión nacional.
Aun después de haberse retirado el último destacamento, la sombra de Siria seguiría dibujando una ominosa silueta sobre el Líbano. La comisión de varios violentos asesinatos silenció las voces de los más abiertos críticos del régimen sirio que militaban en el movimiento del 14 de marzo, en un claro intento de intimidar a los integrantes de la coalición que habían logrado mantenerse con vida. A lo largo de los dos años siguientes habrían de morir asesinadas, tanto en atentados con coche bomba como en agresiones con armas de fuego, ocho destacadas figuras, entre las que destaca la presencia de cuatro miembros del Parlamento libanés. En opinión de muchos, los despiadados crímenes de estas respetadas personalidades del mundo cultural y político vendrían a poner de manifiesto la impotencia del Líbano para proteger a sus ciudadanos de la acción de fuerzas exteriores. La rabia por la sensación de desamparo se extendió junto con la exigencia de justicia.