No hay que depositar un poder tan amplio en manos de los maridos. Hemos de recordar que todos los hombres serían tiranos si tuvieran la ocasión. Si no se presta a las señoras un cuidado y una atención especiales, estamos dispuestas a suscitar una rebelión, y no nos lo impedirán unas leyes que ni nos dan voz ni nos representan.
A BIGAIL A DAMS
Lo femenino
no está muerto,
ni ella dormida.
Airada, sí.
Furiosa, sí.
Exigiendo su momento.
Sí.
Sí.
A LICE W ALKER
INTRODUCCIÓN
Hace diez años [2008], en plena crisis, estaba yo presentando un programa en la CNBC. Todos los días daba consejos a gente que había perdido hasta el último céntimo. Era desgarrador, muy doloroso. Un día nos visitó el director de la SEC, [de Chicago] y se pone a gritar, enfadadísimo, y se lleva todos los laureles por haber propiciado el lanzamiento del Tea Party. O sea… ¡Joder!
C ARMEN R ITA W ONG
SEC : U.S. Securities and Exchange Commission. Es la institución estadounidense que se corresponde con la Comisión Nacional del Mercado de Valores. ( N. de la T. ).
« ¡Q uítame las putas manos de encima, maldita sea! —rugió Florynce Kennedy. Un turbante rojo le cubría la cabeza, y sus enormes pendientes con el símbolo de la paz se movían como un péndulo—. ¡No se te ocurra tocarme, cabrón!».
Fue un intercambio épico que tuvo lugar en 1972, durante la convención nacional del Partido Demócrata en Miami. Kennedy, feminista y abogada negra, dirigía toda su rabia contra un grupito de periodistas blancos de varias cadenas de noticias. Entre ellos se encontraban Mike Wallace y Dan Rather, reporteros de la CBS, que se habían tomado un descanso en la sala donde se celebraba la convención, prácticamente vacía. La mayoría de los hombres apenas mostró interés por la rabieta de Kennedy, pero hubo uno que intentó calmarla y convencerla de que se apartara de allí. Y sí, le había puesto las manos encima. «Al próximo hijo de puta que toque a una mujer le pateo los huevos», amenazó.
En 1972 la congresista Shirley Chisholm —primera mujer negra que salió elegida como representante en el Congreso— se había presentado a las elecciones presidenciales y había asistido a la convención. La reunión nacional del partido había estado un poco revuelta gracias, Y mientras sucedía todo eso, las mujeres no habían conseguido apenas cobertura por parte de la prensa.
Ese fue el motivo por el que Kennedy y un grupo de mujeres, entre las que se encontraba Sandra Hochman —poeta feminista blanca que había recibido quince mil dólares de un productor de cine independiente para rodar un documental sobre el papel de las feministas en la convención—, la tomaron con los equipos de televisión y con los reporteros que se habían agrupado en el lugar de la convención. Aprovecharon un momento de descanso de los hombres que estaban allí sentados, entretenidos, en silencio, sin levantar en algunos casos la vista del periódico que estaban leyendo a pesar de los ataques de las airadas mujeres, cuya furia creció aún más al no mostrar los reporteros reacción alguna, y estalló en la cara de los dos tipos que intentaron calmarlas.
El equipo que rodaba el documental de Hochman —que se llamaría Year of the Woman ( El año de la mujer)— lo había captado todo con su cámara: había captado perfectamente las burlas y el desprecio, por parte de los hombres, que habían llevado a aquellas mujeres a gritar con todas sus fuerzas. Metros de película que mostraban a aquellos equipos informativos que, en vez de cubrir las intervenciones de Chisholm, enfocaban a Liz Renay, actriz y stripper muy guapa, o que mostraban al representante de algún grupo de poder demócrata diciendo a Hochman que había mujeres trabajando en la campaña de George McGovern, «aunque sobre todo en las guarderías y sitios así…». O al jovencísimo jefe de campaña de McGovern, Gary Hart —que solo dos años después de aquello se presentaría como candidato al Senado—, explicando a Hochman que su jefe nunca escogería a una candidata, mujer, para la vicepresidencia porque «no había ninguna que reuniera las condiciones para ser presidenta de los Estados Unidos». Durante su segunda legislatura como congresista, Chisholm ya había trabajado mucho en la ampliación del programa de cupones para alimentos y en el Programa de Asistencia Nutricional para Mujeres y Niños (Supplemental Nutrition Program for Women, Infants and Children); había presionado para que se aprobara un proyecto de ley para destinar diez mil millones de dólares al cuidado de la infancia, del que Walter Mondale introduciría una versión que aprobó el Congreso, aunque poco después la vetara Richard Nixon. McGovern eligió como compañero de campaña a Thomas Eagleton, un senador de Misuri que había ocultado un historial de tratamientos antidepresivos, y que tuvo que presentar su dimisión dieciocho días después de haber sido elegido.
El documental se proyectó durante de ámbar.
«¡Nosotras somos las que se han quedado fuera!», grita Hochman en el documental. Resulta difícil no participar de su frustración, tanto como no fijarse en que, mientras habla, lleva puesta una máscara de papel maché con la figura de un cocodrilo. «La gente no toma en serio a las mujeres. Nos convierten en seres excéntricos. Pues os diré una cosa, como poeta que soy: sed excéntricas».
Mis ojos han visto esa gloria que es la flama de la ira de las mujeres:
lleva siglos ardiendo a fuego lento y ahora sube, en esta era.
Ya no seremos prisioneras encerradas en una jaula de oro,
y a eso se debe nuestra marcha…
Creéis que podéis comprarnos con un anillo de mierda,
cuando no nos dais ni la mitad del beneficio que nuestro trabajo proporciona.
Nuestra ira nos devora, sí. No volveremos a rendir pleitesía a ningún rey:
a eso se debe nuestra marcha…
Y fue esta visión de la ira ardiente, pura, intensa, profana y grotesca, por parte de los hombres que controlaban la narrativa popular sobre la mujer a escala nacional, así como el poder y la política, esos hombres que trataron de hacer callar a Flo Kennedy poniéndole encima «las putas manos», fue esa visión la que me provocó un sobresalto que me hizo darme cuenta, cuando vi por primera vez el documental hace tres años, de que esa excentricidad era —como dijo la propia Hochman— la consecuencia de una ira sin adulterar. Y la rabia que provocaba en ellas la desesperación de verse manejadas, ignoradas, aparcadas por unos hombres que no las tomaban en serio llevó a este grupo de revolucionarias —algunas de ellas, figuras públicas destacadas de la segunda ola del movimiento feminista que entonces se estaba fraguando y que daría lugar a cambios sociales y jurídicos a largo plazo para todas las mujeres estadounidenses— a asumir una actitud extravagante: estaban vomitando su frustración ante la aparente imposibilidad de su proyecto, pasando por encima del sentido común, del decoro y de la corrección, y estaban dispuestas a cualquier cosa con tal de que la gente viera esa rabia. Incluso a desfilar con una máscara de lagarto, reflejo furioso del desenfado y el desprecio con el que las contemplaban aquellos hombres poderosos.
En el verano de 2015 aquellas turbulentas escenas, los torrentes de furia femenina destinada a los hombres que las ninguneaban, las menospreciaban y las degradaban, que las ignoraban y las tocaban sin su consentimiento, que las asediaban y las insultaban y se negaban a tomarlas en serio, me parecieron escenas antiguas, con ese regusto a desfasado de la segunda ola. Porque en ese momento estábamos en pleno segundo mandato de nuestro primer presidente negro y a punto de que una mujer, a quien todos consideraban la favorita, empezara su campaña para la presidencia: una mujer, se nos recordaba sin parar, cuyo futuro como presidenta de los Estados Unidos era seguramente inevitable. Estábamos a años luz de una era en la que las cámaras se negaban a dar cobertura al discurso de Shirley Chisholm en la convención.
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