PREFACIO
«Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas aparecen tan deformadas y tan sistemáticamente disfrazadas —escribe Sigmund Freud— que la inmensa mayoría de los hombres no pueden reconocerlas como tales. Es lo mismo que cuando contamos a los niños que la cigüeña trae a los recién nacidos. También les decimos la verdad, disimulándola con un ropaje simbólico, pues sabemos lo que aquella gran ave significa. Pero el niño no lo sabe; se da cuenta únicamente de que se le oculta algo, se considera engañado, y ya sabemos que de esta temprana impresión nace, en muchos casos, una general desconfianza contra los mayores y una oposición hostil a ellos. Hemos llegado a la convicción de que es mejor prescindir de estas veladuras simbólicas de la verdad y no negar al niño el conocimiento de las circunstancias reales, en una medida proporcional a su nivel intelectual.»
La finalidad del presente libro es descubrir algunas verdades que han estado escondidas bajo las figuras de la religión y de la mitología; el método a seguir será comparar una multitud de ejemplos bastante sencillos y dejar que el antiguo significado se haga aparente por sí mismo. Los viejos maestros sabían lo que decían. En cuanto hayamos aprendido a leer su lenguaje simbólico, no requiere más talento que el de un recopilador el dejar que se escuche su enseñanza. Primero debemos aprender la gramática de los símbolos y como llave de este misterio no conozco mejor instrumento moderno que el psicoanálisis. Sin aceptar al psicoanálisis como la última palabra en la materia, puede servir como método de aproximación a ella. El segundo paso será reunir un grupo de mitos y cuentos populares de todas partes del mundo y dejar que los símbolos hablen por sí mismos. Los paralelos se harán inmediatamente aparentes, y se ha de desarrollar una constante vasta y asombrosa de las verdades básicas que el hombre ha vivido en los milenios de su residencia en el planeta.
Deseo agradecer al Sr. Henry Morton Robinson su ayuda en el largo trabajo de poner mi material en forma legible; sus consejos me fueron de gran utilidad en la primera y en la última etapa del libro; lo mismo a las señoras Peter Geiger, Margaret Wing y Helen MacMaster, quienes leyeron mi manuscrito muchas veces y me ofrecieron valiosas sugestiones, y a mi esposa, que trabajó conmigo del principio al fin, escuchando, leyendo y revisando.
J. C.
Nueva York
Junio 10, 1948
PRÓLOGO
EL MONOMITO
1. EL MITO Y EL SUEÑO
Sea que escuchemos con divertida indiferencia el sortilegio fantástico de un médico brujo de ojos enrojecidos del Congo, o que leamos con refinado embeleso las pálidas traducciones de las estrofas del místico Lao-Tse, o que tratemos de romper, una y otra vez, la dura cáscara de un argumento de Santo Tomás, o que captemos repentinamente el brillante significado de un extraño cuento de hadas esquimal, encontraremos siempre la misma historia de forma variable y sin embargo maravillosamente constante, junto con una incitante y persistente sugestión de que nos queda por experimentar algo más que lo que podrá ser nunca sabido o contado.
En todo el mundo habitado, en todos los tiempos y en todas las circunstancias, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta, por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten sobre las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito.
Lo asombroso es que la eficacia característica que conmueve e inspira los centros creadores profundos reside en el más sencillo cuento infantil, como el sabor del océano está contenido en una gota y todo el misterio de la vida en el huevo de una pulga. Porque los símbolos de la mitología no son fabricados, no pueden encargarse, inventarse o suprimirse permanentemente. Son productos espontáneos de la psique y cada uno lleva dentro de sí mismo, intacta, la fuerza germinal de su fuente.
¿Cuál es el secreto de la visión eterna? ¿De qué profundidades de la mente se deriva? ¿Por qué la mitología es la misma en todas partes, por debajo dejas diferencias de vestidura? ¿Qué nos enseña?
Actualmente muchas ciencias contribuyen al análisis de este enigma. Los arqueólogos exploran las ruinas de Iraq, Honán, Creta y Yucatán. Los etnólogos interrogan a los ostiacos del río Obi y a los bubis de Fernando Poo. Una generación de orientalistas ha abierto para nosotros recientemente los escritos sagrados del Oriente, y también las fuentes prehebreas de nuestra Sagrada Escritura. Mientras tanto, otra multitud de eruditos, continuando investigaciones iniciadas el siglo pasado en el campo de la psicología de los pueblos, trata de establecer las bases psicológicas del lenguaje, del mito, de la religión, del desarrollo artístico y de los códigos morales.
Sin embargo, lo más extraordinario de todo son las revelaciones que han surgido de las clínicas para enfermedades mentales. Los escritos atrevidos, y que verdaderamente marcan una época de los psicoanalistas, son indispensables para el estudioso de la mitología; porque, piénsese lo que se piense de las detalladas y a veces contradictorias interpretaciones de casos y problemas específicos, Freud, Jung y sus seguidores han demostrado irrefutablemente que la lógica, los héroes y las hazañas del mito sobreviven en los tiempos modernos. Como se carece de una mitología general efectiva, cada uno de nosotros tiene su panteón de sueños, privado, inadvertido, rudimentario pero que obra en secreto. La última encarnación de Edipo, el continuado idilio de la Bella y la Bestia, estaban esta tarde en la esquina de la Calle 42 con la Quinta Avenida, esperando que cambiaran las luces del tránsito.
“Soñé —escribió un joven norteamericano al autor de una publicación periodística asociada—, que estaba reparando nuestro tejado. De pronto oí la voz de mi padre que me llamaba desde abajo. Me volví repentinamente para oírlo mejor, y al hacerlo, el martillo se me cayó de las manos, resbaló por el tejado en declive y desapareció por el borde. Oí un golpe fuerte, como el de un cuerpo que cae.
Terriblemente asustado, bajé por la escalera. En el suelo estaba mi padre muerto, con la cabeza ensangrentada. Desesperado, sollozante, empecé a llamar a mi madre. Ella salió de la casa y me abrazó. ‘No te preocupes, hijo, fue un accidente, tú cuidarás de mí ahora que él no existe’. Cuando me besaba, desperté.
Soy el hijo mayor de nuestra familia y tengo veintitrés años. He estado separado de mi esposa desde hace un año; no pudimos vivir juntos. Quiero mucho a mis padres y nunca he tenido dificultades con mi padre, pero él insiste en que vuelva a vivir con mi esposa y yo no podría ser feliz con ella. Y nunca lo seré.”
Este marido fracasado revela, con una inocencia verdaderamente maravillosa, que en vez de empujar sus energías espirituales hacia el amor y hacia los problemas de su matrimonio, se ha quedado inactivo en los secretos rincones de su imaginación, con la ahora ridículamente anacrónica situación dramática de su primera y única complicación emocional, la del triángulo tragicómico de la primera infancia: el hijo contra el padre por el amor de la madre. Al parecer, la más permanente de las disposiciones de la mente humana es la que se deriva de que, de todos los animales, somos los que nos alimentamos durante más tiempo del pecho materno. Los seres humanos nacen demasiado pronto; están incapacitados para enfrentarse con el mundo. En consecuencia, su única defensa frente a un universo de peligros es la madre, bajo cuya protección se prolonga el período intrauterino.