XIX
SOBRE LA EMBAJADA FRAUDULENTA
INTRODUCCIÓN
Este discurso fue pronunciado el año 343 a. J. C. por Demóstenes, ante un jurado de mil quinientos un ciudadanos, que estaban bajo la presidencia de un tribunal de cuentas (logistaí) y diez consejeros designados por la suerte.
El título del discurso significa exactamente en griego «Sobre la embajada mal cumplida», pero, como fue traducido por Cicerón (Orator 31; 111) por De falsa legatione, la tradición aconseja introducir el término «fraudulenta».
Es éste un discurso importante, admirable desde el punto de vista estilístico, y muy interesante por la entidad de las cuestiones que en él se tratan, el tono personal y muy vivo que anima toda la pieza y que no decae en ninguna de sus partes, así como la personalísima disposición de éstas: un exordio bastante breve (1-28), un epílogo aún más reducido (341-43) y, ocupando el centro del discurso, dos grandes bloques o partes, en la primera de las cuales se ofrecen la narración de los hechos y las pruebas, mientras que la segunda viene a ser una especie de recapitulación ampliada de la primera.
Vayamos ahora a los hechos que motivaron este discurso.
El año 348 a. C. es una fecha fundamental en la historia en Grecia de la segunda mitad del siglo IV a. C., pues señala nada menos que la caída de Olinto y, con ella, el fin de la floreciente Liga de ciudades calcídicas.
A partir de este momento, Filipo de Macedonia inicia una vertiginosa carrera bélica y política que no tardará en dar al traste con las ciudades griegas independientes y autónomas.
La noticia de la toma de Olinto por el Macedonio, en efecto, conocida en Atenas inmediatamente, causó gran conmoción en dicha pólis, donde, a propuesta de Eubulo, se acordó enviar diputados por toda Grecia con la misión de advertir a las demás ciudades del peligro que sobre la Hélade se cernía y de la necesidad perentoria de crear una liga antimacedónica para poner coto a la ambición del bárbaro monarca.
Pero el odio mutuo de las ciudades griegas era superior al que cada una en particular podía sentir hacia un rey extranjero como era el Macedonio. La experiencia demostró a los atenienses que era prácticamente imposible poner fin a viejas rencillas y rencores entre las póleis: no había medio humano de reconciliar a Esparta con Arcadia, a Tebas con las ciudades beocias otrora autónomas, a Tebas con Atenas, y así sucesivamente.
En tal situación, los atenienses entendieron que tan sólo se les ofrecía una esperanza de mitigar la gravedad del momento: firmar la paz con Filipo en las mejores condiciones que pudieran lograr. Con este fin, a propuesta de Filócrates —que, incidentalmente, fue apoyada por Eubulo—, los atenienses enviaron a Macedonia diez embajadores, entre los que se contaban Demóstenes y Esquines, para tratar de la anhelada paz.
Y la paz se acordó, en efecto, pero no en condiciones óptimas para la ciudad de Atenea, ni tan siquiera favorables, sino a cambio de muchas renuncias por su parte: Atenas debía reconocer, en virtud del proyecto de tratado redactado por Filócrates, la pérdida de sus posesiones en la Calcídica y de la mayor parte de Tracia.
Por otro lado, en el proyecto de Filócrates quedaban excluidos expresamente, de entre los aliados de los atenienses que, al igual que ellos mismos, se sometían al tratado de paz, los habitantes de Halo, ciudad de Tesalia que estaba siendo asediada por las tropas del Macedonio, y la Fócide, la llave de Grecia, que controlaba el paso de las Termopilas y el acceso a Atenas por tierra.
Esta exclusión despertó recelos en el pueblo ateniense; pero de reducirlos mediante el engaño se encargaron oradores poco patriotas comprados por Filipo. De modo que los atenienses terminaron por jurar la paz ante los representantes de Filipo enviados por éste a Atenas.
Fue entonces cuando los atenienses, para tomar juramento del tratado a Filipo y sus aliados en justa reciprocidad, enviaron a presencia del Macedonio una embajada compuesta por los mismos miembros que habían tomado parte en la anterior. Respecto de esta segunda embajada, el Consejo había votado, a propuesta de Demóstenes, que los embajadores se presentaran al rey de Macedonia, que a la sazón se encontraba en Tracia, lo más rápidamente posible. Pero, por razones para nosotros desconocidas (no así para nuestro orador, que vio en ellas muy claras pruebas de traición a los intereses de Atenas), la embajada tardó veintitrés días en llegar a Pela y consumió allí otros veintisiete en espera del monarca macedonio, el cual, cuando llegó, ya había sometido al rey tracio Cersobleptes, aliado de los atenienses, y tomado una serie de plazas fuertes de Tracia que pertenecían a Atenas y defendía contra Filipo un estratego ateniense, Cares, al frente de tropas de mercenarios.
Reintegrado a su corte, el Macedonio hacía correr el oro y se prodigaba en promesas tratando de sobornar a cuantos hombres públicos acudían a la capital de su reino, incluidos algunos embajadores atenienses; al mismo tiempo, mandaba propalar bulos y noticias contradictorias acerca de su política futura. Su plan secreto era intervenir en la Guerra Sagrada y, bajo ese pretexto, franquear las Termopilas. Con tal fin retuvo a los miembros de la embajada ateniense, mientras reunía un ejército con el que poner en práctica su proyecto, y, cuando lo hubo aprestado, alegando de nuevo falsas razones que a Demóstenes no engañaron, hizo que los embajadores atenienses les acompañasen a él y a su ejército a través de Tesalia. Por fin, en Feras, Filipo y sus aliados juraron la paz.
Después de tan larga ausencia, al cabo regresó la embajada a Atenas sin haber obtenido mejora alguna respecto del tratado de paz, lo que inmediatamente provocó un descontento general entre los atenienses. A propuesta del propio Demóstenes, el Consejo denegó a los embajadores la usual invitación a cenar en el Pritaneo. Nuestro orador advirtió al pueblo de la amenaza que implicaba la actuación de Filipo, su marcha hacia las Termopilas; pero Filócrates y Esquines calmaron la inquietud popular con argumentos contrarios; concretamente, Esquines aseguraba que, contra la apariencia, Filipo deseaba favorecer a Atenas y Fócide, pero las circunstancias políticas del momento le obligaban a disimular sus auténticas intenciones con el fin de no inspirar recelos a algunos de sus eventuales aliados.
Entonces los atenienses, que se habían dejado convencer por tan falaces argumentos, designaron una tercera embajada para obtener de Filipo el cumplimiento de sus promesas. Demóstenes y Esquines, elegidos embajadores para llevar a cabo esa misión, se negaron a aceptar el cargo.
Cuando esta embajada llegó a Caléis, recibió la noticia de la rendición de los focidios. Esta capitulación significaba que, a partir de este momento, Filipo era dueño de la Fócide, amo y señor de la Anfictionía délfica y, por si esto fuera poco, controlaba las Termopilas.
Conocida esta nueva en Atenas, cundió el pánico, pero era ya demasiado tarde para hacer frente a tan penosa como irremediable situación. De modo que hasta el mismo Demóstenes aconsejó al pueblo ateniense aceptar la paz que tanto había deseado, y no exponerse a una guerra en que habrían de tener como enemigos, además de a Filipo, a los Anfictíones.
Eso no obstante, nuestro orador no podía olvidar fácilmente el comportamiento de Esquines durante la segunda embajada. Así pues, secundado por Timarco y haciendo uso de un derecho reconocido a todo ciudadano ateniense, presentó una demanda contra aquél ante el juez que representaba a la tribu Eneide —a la que el acusado pertenecía— en el tribunal de rendición de cuentas.
La reacción de Esquines no tardó en dejarse sentir, antes bien, inmediatamente acusó a Timarco de prostitución, y, apoyándose en una ley que prohibía a los ciudadanos prostituidos el acceso a la tribuna, ganó el proceso y logró que el inculpado sufriera el castigo de la privación total de sus derechos civiles (