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Marco Tulio Cicerón - Discursos Vol. 5

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Marco Tulio Cicerón Discursos Vol. 5

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EN CONTRA DE LUCIO CATILINA (I)
NOTA PRELIMINAR
1. Circunstancias del discurso

Este primer discurso contra Catilina fue pronunciado por Cicerón el día 8 de noviembre del año 63 a. C..

2. Análisis del discurso

a) Exordio (1-6). Increpación violenta a Catilina. Hay ejemplos de castigos a ciudadanos menos culpables que Catilina. El cónsul diferirá el castigo, pero se mantendrá vigilante porque está al tanto de toda la conjuración.

b) Narración (6-8). Designios perversos de Catilina. Colaboración de su lugarteniente Manlio. Resoluciones tomadas por los conjurados en casa de Marco Porcio Leca.

c) Argumento (9-31).

I.- Catilina debe salir de la ciudad (9-21):

— Todos los hombres de bien lo detestan.

— Sus designios son ya conocidos.

— El mismo senado lo arroja de su seno.

— La misma patria tiembla de horror ante sus planes.

— Se ha condenado a sí mismo atrayéndose el odio de los ciudadanos.

— Lo mejor que puede hacer es irse al destierro.

II.- Cicerón justifica su propia conducta (22-31):

— Quizá por el destierro de Catilina se acuse al cónsul de cruel.

— Catilina no piensa en el destierro sino en su ejército de Etruria.

— Tal vez la patria se queje de que siga libre el que le hace daño.

— Se quiere descubrir toda la trama. No basta decapitar a Catilina.

d) Peroración (32-33). Deseo de que se vayan los malos ciudadanos. Invocación a Júpiter Estátor para que salve a la ciudad y pierda a los que intentan destruirla.

1 ¿Hasta cuándo ya, Catilina ni el temor del pueblo ni la afluencia de todos los buenos ciudadanos ni este bien defendido lugar —donde se reúne el senado— ni las miradas expresivas de los presentes? ¿No te das cuenta de que tus maquinaciones están descubiertas? ¿No adviertes que tu conjuración, controlada ya por el conocimiento de todos éstos, no tiene salida? ¿Quién de nosotros te crees tú que ignora qué hiciste anoche y qué anteanoche, dónde estuviste, a quiénes reuniste y qué determinación tomaste?

¡Qué tiempos! ¡Qué costumbres! El senado conoce todo eso y el cónsul lo está viendo. Sin embargo este individuo vive. ¿Que si vive? Mucho más: incluso se persona en el senado; participa en un consejo de interés público; señala y destina a la muerte, con sus propios ojos, a cada uno de nosotros. Pero a nosotros —todos unos hombres— con resguardarnos de las locas acometidas de ese sujeto, nos parece que hacemos bastante en pro de la república. Convenía, desde hace ya tiempo, Catilina, que, por mandato del cónsul, te condujeran a la muerte y que se hiciera recaer sobre ti esa desgracia que tú, ya hace días, estás maquinando contra todos nosotros.

Si un hombre eximio, Publio Escipión porque tenía afición a las alternativas políticas. Existió, sí, existió, en otros tiempos, un valor tal en esta ciudad que los hombres enérgicos castigaban con penas más duras al ciudadano pernicioso que al enemigo más encarnizado. Tenemos contra ti, Catilina, una resolución del senado, enérgica y severa. No es la responsabilidad de Estado ni la autoridad de este organismo lo que está fallando: nosotros, nosotros los cónsules —lo confieso sinceramente— somos quienes fallamos.

4 Decidió en una ocasión el senado que el cónsul Lucio Opimió días que estamos padeciendo el embotamiento del filo de la autoridad del senado. Y eso que contamos con un decreto senatorial en este sentido, pero guardado en las carpetas como espada en su vaina. Y, en fuerza de este decreto del senado, se vino al acuerdo de que tú, Catilina, fueras al punto ejecutado. Vives y sigues viviendo, no para deponer sino para reafirmar tu osadía. Mi deseo, senadores, es ser indulgente y lo es también no mostrarme remiso en medio de tan graves peligros para la república; pero ya me reprocho a mí mismo de culpable apatía.

Hay asentados en Italia, en las gargantas de Etruria, unos campamentos contra del pueblo romano. Crece de día en día el número de los enemigos. Sin embargo, al general de esos campamentos y caudillo de tales adversarios lo estamos viendo dentro de nuestros muros e, incluso, en el senado, urdiendo cada día algún desastre para la república. Si yo, por fin, Catilina, mandare detenerte y ajusticiarte, más bien habría de recelar que todos los auténticos ciudadanos me echaran en cara que había llevado a cabo esto demasiado tarde que el que me reprochara un cualquiera que con excesiva crueldad. Pero esto que ya hace tiempo convenía haberse realizado, aún no me decido yo a ejecutarlo por una razón bien poderosa. Caerás muerto, Catilina, cuando ya nadie pueda hallarse tan perverso, tan retorcido, tan semejante a ti mismo, que no sea capaz de reconocer que esto se llevó a cabo con plena legalidad.

En tanto quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; y vivirás tal como ahora vives, cercado por muchos y seguros piquetes míos, a fin de que no puedas rebullirte en contra de la república. Además los ojos y los oídos de muchas personas, aun sin tú darte cuenta, te espiarán y controlarán, tal como hasta el presente lo han venido haciendo.

Así pues, Catilina, ¿qué razón hay ya para que sigas más esperando, cuando ni siquiera la noche puede encubrir con sus sombras esos impíos conciliábulos ni una casa privada encerrar entre sus paredes los gritos de tu conjura; cuando todo se pone en claro, cuando todo salta a la vista? Cambia esos planes, hazme caso, olvídate de matar y de incendiar. Estás atrapado por todas partes. Tus planes brillan ante nosotros más claros que la luz. Puedes pasarles revista ahora mismo conmigo.

¿No recuerdas que yo, el 21 de octubre, afirmé en el senado que un determinado día —que sería el 27 de octubre. ¿Es que puedes cuestionar que, ese mismo día, tú, cercado por mis piquetes —gracias a mi atento cuidado—, no pudiste revolverte contra la república, al tiempo que asegurabas que, a pesar de la marcha de los demás, te contentabas con la muerte de quienes habíamos permanecido?

¿Qué más? Cuando, el mismo día 1 de noviembre, confiabas ocupar, mediante un asalto nocturno, la ciudad de Preneste, ¿no caíste en la cuenta de que esa colonia, por orden mía, estaba defendida con mis guarniciones, mis patrullas y mis centinelas? Nada llevas a cabo, nada maquinas, nada planeas de lo cual yo, no sólo tenga noticia, sino que también lo vea y lo sienta con toda claridad.

En fin, repasa conmigo aquella noche anterior: ya podrás comprender que velo yo mucho más eficazmente por el bien de la república que tú por su perdición. Aseguro que la noche anterior te presentaste en casa de Marco Leca de tu criminal locura. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Te lo probaré si lo niegas; pues caigo en la cuenta de que asisten aquí mismo en el senado algunos que estuvieron juntamente contigo.

¡Dioses inmortales! ¿Entre qué gentes estamos? ¿Qué república tenemos? ¿En qué ciudad vivimos? Aquí, aquí, senadores, están haciendo número con nosotros, en este consejo el más sagrado y autorizado de toda la tierra, quienes planean el aniquilamiento de todos nosotros, la destracción de esta ciudad y aun del mundo entero. A estos tales yo —el cónsul— los estoy contemplando y les pido el parecer sobre los intereses públicos y, a quienes era preciso pasarlos a cuchillo, ni siquiera llego a herirlos con mi voz. Estuviste, pues, Catilina, en casa de Leca aquella noche; fuiste distribuyendo las diversas partes de Italia, determinaste a dónde te gustaba que cada cual se encaminase; elegiste a quiénes dejar en Roma y a quiénes trasladar contigo; señalaste los puntos de la ciudad donde prender fuego; aseguraste que tú mismo estabas a punto ya de salir; afirmaste que todavía te detenía un poco el que yo aún viviera. Se dio con dos caballeros romanos capaces de librarte de esa preocupación prometiéndote que aquella misma noche, poco antes del amanecer, me matarían en mi propio lecho.

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