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Isócrates - Discursos II

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Isócrates Discursos II
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    Discursos II
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Discursos II: resumen, descripción y anotación

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Isócrates vivió casi cien años (436-338 a. C.); era niño cuando empezó la Guerra del Peloponeso, durante el gobierno de Pericles, y asistió a la derrota de los atenienses en Queronea ante Filipo de Macedonia. Tal vez fue discípulo de Gorgias y conoció a Sócrates, escuchó a algunos de los grandes sofistas y los fogosos discursos de Demóstenes contra Filipo; a su muerte Atenas había perdido la hegemonía política y se hallaba bajo el caudillaje militar del monarca de Macedonia. No participó directamente en política. Al parecer, carecía de las condiciones físicas y psicológicas necesarias para ser un buen orador popular. Pero estudió la situación política de la Atenas del siglo IV y desarrolló en sus escritos ideas para solucionar las constantes y varias crisis de la ciudad, que concebía como capital de la civilización helénica. Su pensamiento presenta como rasgos principales el panhelenismo, la voluntad de paz entre los griegos, la concepción de la educación como lazo de concordia entre los pueblos. Fue un demócrata moderado que terminó elogiando la monarquía e imaginando el gobierno de un príncipe ilustrado como el mejor remedio contra la demagogia y la anarquía. Fue un ideólogo humanista, partidario de la moderación y la estabilidad, y un gran teórico de la paideia helénica (enfrentado tanto a los sofistas como a Platón, cuyo idealismo le resulta por completo ajeno). Fue un retórico amable y un ideólogo discreto, de notable influencia en Grecia, en Roma y en el humanismo renacentista.

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CARTA I
A DIONISIO

Si fuera más joven no te enviaría una carta sino que navegaría ahí para charlar contigo. Pero como no han sucedido simultáneamente el mejor momento de mi edad y el de tus asuntos, sino que yo me encuentro desfallecido ahora que tus cosas han alcanzado la madurez para realizarse, intentaré aclararte mi pensamiento sobre ellas, en la medida posible desde las circunstancias presentes.

Sé que a quienes intentan aconsejar les conviene más tratar no por escrito sino personalmente, no sólo porque sobre unos mismos temas cualquiera hablaría con más facilidad cara a cara que a través de una carta, ni porque todos ponen más confianza en las palabras que en los textos, y escuchan las primeras como opiniones y los segundos como creaciones literarias. Además de esto, en las reuniones, si algo de lo que se dice no se entiende o no se cree, al estar presente el orador defiende ambas cosas, pero en las cartas y escritos si ocurriera algo parecido, no hay quien lo enderece. Pues, ausente el escritor, quedan faltas de defensor. A pesar de todo, si tú quieres ser juez de ellas, tengo muchas esperanzas en que se verá que nosotros decimos algo conveniente. Pienso, en efecto, que dejando a un lado todas las dificultades antedichas, tú aplicarás tu atención a los propios hechos.

Cierto que algunos de los que tuvieron trato contigo intentaron asustarme diciendo que tú honras a los aduladores, pero desprecias a los consejeros. Si hubiera aceptado esas palabras estaría muy tranquilo. Pero ahora nadie me persuadiría de que haya sido posible sobresalir tanto en pensamiento y hazañas sin haber sido discípulo de unos, oyente de otros, descubridor de algunas cosas y sin haber admitido y reunido de todas partes aquello que hace viable el ejercicio de la propia inteligencia.

Por eso me decidí a escribirte. Voy a hablar de asuntos de la mayor importancia, que a ti te conviene escuchar más que a ningún hombre. Y no creas que te invito con tanta resolución para que escuches una obra retórica. Porque ni yo soy muy aficionado a estos alardes ni tampoco desconocemos que tú ya estás harto de exposiciones semejantes. Además, todos saben que son las fiestas solemnes las que armonizan con quienes piden un alarde oratorio —pues allí cualquiera podría esparcir su talento ante muchos— pero quienes desean lograr algo deben dirigirse a la persona que con rapidez realizará las empresas expuestas en su discurso. Si hiciera mi recomendación a una sola de las ciudades, hablaría a sus jefes. Pero como me dispongo a aconsejar sobre la salvación de los griegos, ¿a quién me dirigiría con más justicia que al que es el primero de nuestra raza y poseedor del mayor poder?

Se verá también que no es inoportuno que recordemos esto. Cuando los lacedemonios tenían el imperio, no era fácil que tú te preocuparas de nuestro país, ni que actuaras contra los lacedemonios al mismo tiempo que luchabas contra los cartagineses. Pero después que los lacedemonios se encuentran en tal situación que se contentan con mantener su propio territorio y nuestra ciudad gustosamente se ofrece a combatir a tu lado si haces algún bien a Grecia, ¿cómo podría ocurrir una oportunidad más hermosa que la que se te presenta ahora?

No te sorprendas de que sin ser un orador popular, ni un general, ni tener ningún otro cargo, pero se vería que no he estado privado de la educación que desprecia lo pequeño e 10 intenta acercarse a lo importante. De manera que no es absurdo que pudiera ver lo que conviene mejor que quienes gobiernan a la ligera y han obtenido un gran prestigio. Demostraremos si valemos algo no con dilaciones sino a través de lo que vamos a decir ………………………………………………………

CARTA II
A FILIPO

Sé que todos acostumbran a tener más gratitud a los que les elogian que a quienes les aconsejan, sobre todo si uno intenta hacerlo sin que se lo manden. Yo, si antes no te hubiera aconsejado con mucho afecto aquello que, según me parecía, más te convenía realizar, quizá ahora no intentaría mostrar mi opinión sobre lo que te ha ocurrido. Hay que considerar vergonzosas, en cambio, todas cuantas perjudican y manchan las hazañas conseguidas con anterioridad y escapar de ellas como causantes de la peor reputación.

Creo que te conviene imitar a las ciudades en su modo de actuar cuando están en guerra. Todas ellas, en efecto, cuando envían una expedición militar, acostumbran a poner en lugar seguro al Estado y a los dirigentes que tomarán una decisión sobre lo que ocurra. Gracias a esto no les sucede que por un solo descalabro pierdan su poderío, sino que pueden soportar muchos desastres y recuperarse de nuevo. Esto es lo que te conviene examinar y pensar que no hay un bien mayor que tu seguridad para que administres tus victorias convenientemente (y puedas reparar las desgracias que te ocurran). Verías también que los lacedemonios ponen el mayor cuidado en la seguridad de sus reyes y que sitúan como guardianes de ellos a los ciudadanos más renombrados, el que luchó por la realeza. El primero, tras haber caído en tales derrotas y desastres como nadie supo nunca que les ocurriera a otros, gracias a haber salvado su vida, retuvo su realeza, la transmitió a sus hijos y gobernó Asia de tal modo que no fue menos temible para los griegos que antes. Ciro, en cambio, después que venció a todo el ejército del rey y cuando se habría impuesto de no ser por su propia temeridad, no sólo perdió semejante poder sino que lanzó a sus acompañantes a las desgracias más extremas. Podría hablarte de muchos que fueron jefes de grandes ejércitos pero que por haber muerto prematuramente hicieron morir al mismo tiempo a muchos millares de hombres.

Debes reflexionar esto, no valorar el coraje que se acompaña con una insensatez absurda y una ambición inoportuna ni buscar otros peligros sin renombre y más propios de soldados, cuando las monarquías tienen muchos riesgos particulares. Tampoco has de disputar con quienes quieren escapar de una vida infortunada o eligen al azar los peligros por una soldada mayor, ni desear un prestigio como el que tienen muchos griegos y bárbaros, sino uno tan enorme que seas tú el único de los que existen que puedas adquirirlo. No tienes que amar en exceso las virtudes de las que incluso los malvados participan, sino aquellas que ningún cobarde tendría. No emprendas guerras mal reputadas y peligrosas, cuando puedes hacerlas honrosas y fáciles ni aquellas con las que pondrás a tus más íntimos en tristezas y cuidados y harás mayores las esperanzas de tus enemigos, como las que ahora les diste. Por el contrario, te bastará tener sobre los bárbaros con los que ahora guerreas una ventaja suficiente como para asegurar tu propio territorio. En cambio, intentarás acabar con el que ahora se llama gran rey, para proporcionarte una gloria mayor y señalar a los griegos contra quién hay que luchar.

Habría preferido haberte enviado esta carta antes de tu campaña, para que, en el caso de haberte convencido, no hubieras caído en semejante peligro. Y si no hubieras confiado en mí, se vería que no te aconsejo lo mismo que lo que ya todos opinan debido a tu herida. Por el contrario, lo ocurrido demostraría que era correcto mi discurso sobre este asunto.

Aunque tengo mucho que decirte debido a la naturaleza del tema, dejaré de hablar. Pues creo que tú y tus camaradas más activos añadiréis fácilmente a mis palabras cuanto queráis. Aparte de esto temo ser inoportuno. Porque ahora, avanzando poco a poco, se me pasó por alto que vine a dar no con la proporción de una carta, sino con la longitud de un discurso.

En cualquier caso, aunque las cosas estén así, no hay que olvidar los asuntos de mi ciudad, sino intentar animarte a la intimidad y relación con ella. Porque creo que son muchos los que te traen noticias y te cuentan no sólo lo peor que de ti se ha dicho entre nosotros, sino también lo que añaden por su cuenta. A estos individuos no es lógico que les prestes atención. Harías algo absurdo si reprocharas a nuestro pueblo el que fácilmente haga caso a los calumniadores, y a ti mismo se te viera confiar en quienes tienen esta habilidad, sin darte cuenta de que cuanto más te hagan ver que nuestra ciudad se deja fácilmente conducir por cualquiera, tanto más te están indicando que ella te conviene. Pues si quienes no son capaces de hacer nada bueno consiguen con sus palabras cuanto quieren, sin duda a ti, que con la acción puedes causar los mayores beneficios, te corresponde no alcanzar fracaso alguno entre nosotros.

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