Annotation
Recoge las conversaciones entre el comandante cubano y la periodista Katiuska Blanco.
FIDEL CASTRO RUZ, GUERRILLERO DEL TIEMPO (TOMO I)
©2011, Katiuska Blanco Castiñeira
ISBN: 9789592107953
Generado con: QualityEbook v0.38, Notepad++
GUERRILLERO DEL TIEMPO
Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana
Katiuska Blanco Castiñeira
CASA EDITORA ABRIL
Agradecimientos a Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, Durero Caribe S.A., Oficina del Historiador de La Habana; a Enrique Villuendas, del Dpto. Ideológico del Comité Central, y especialmente, al Departamento de Versiones
Edición realizada por el Grupo Creativo del Comité Central del PCC.
ISBN 978-959-210-795-3
PRIMERA PARTE TOMO I
En el cruce de los vientos y los mares, a nuestra amada Cuba.
A Fidel, eterno caminante.
A Orestes, mi amor del alma, y a mis hijos Isabel, Patricia y Ernesto.
EL VIAJE
A Fidel le gusta recordar. Quizás por eso, en enero de 1993, por primera vez me recibió en su despacho del Palacio de la Revolución...
En medio del fragoroso teclear de las viejas máquinas de escribir alemanas que entonces inundaban la redacción del diario, recibí el aviso. Afuera terminaba el día de trabajo y los transeúntes se apresuraban de regreso a casa. No llovía, pero el viento arremolinaba las hojas y levantaba el polvo en la calle.
La luz en la Plaza era de un color ocre rojizo. En su despacho, los destellos apenas trasponían los densos cortinajes de los ventanales. La semipenumbra iluminada afianzaba la impresión de unos espacios fuera del tiempo. ¿Amanecía o caía la tarde? Allí era difícil saberlo. Siempre pensé que él sí podría reconocer las horas del día por los matices del reflejo luminoso sobre los objetos en los armarios, las paredes de ladrillo, o la transparencia del aire en la habitación. Su escritorio: una isla en un mundo de libros. Repasé los títulos como para guardar una lista infaltable de referencias y para saber un poco más del hombre oculto tras las investiduras de la historia. Confieso que por unos minutos quedé absorta mirando una figurilla de marfil de alguna diosa del Lejano Oriente y unos botes de cristal como los que en las antiguas farmacias dormían el sueño eterno sobre los mostradores.
Recuerdo que Fidel se acercó, me dio un beso y un abrazo. Ni su estatura física ni su apariencia eran lo que más me impresionaba. Me sentí como un viajero de paso: el tren se detenía en una estación en el camino y yo conversaba con alguien que permanecería para siempre. Él respiraba despacio, hablaba bajo y miraba limpia y directamente a los ojos. Sus botas agrietadas por los bordes y el desgaste de la piel curtida de los muebles en la habitación me recordaron el tiempo que vivíamos y también una frase suya que lo retrataba: «Prefiero el viejo reloj, los viejos espejuelos, las viejas botas... y en política, todo lo nuevo».
En esos años parecía que el mundo volvía atrás, que todo lo nuevo era viejo; resultaba casi una quimera moldear un hombre mejor, una sociedad más justa. Él ya era un mito. Junto al pueblo persistía en el sueño que parecía delirio, resistía los embates, las agresiones de siempre y las carencias. Hablaba en susurro, tanto, que daba la impresión de que todo era confidencial —sobre la isla, los hombres, las heridas, El Quijote, las pasiones, el destino, el último combate de José Martí, el Sol, la guerra, los minutos, la Tierra. Con la mirada recorría su presencia para no olvidar un solo pormenor, seguía sus pasos mientras él afirmaba: «Una idea se desarrolla, Katiuska, una idea se desarrolla». Yo observaba la mano que alisaba el pelo ondulado y blanco, la gorra militar colocada después sobre la mesa, la carpeta de cuero donde apoyaba los papeles para escribir, los dedos larguísimos, el trazo fugaz sobre el papel en el rústico bloc de tapas azules, la frente despejada, el borde de las cejas, los ojos vivos y acuciosos, la barba encanecida, el lóbulo de la oreja, el cuello de la chaqueta militar, el pantalón recto y, otra vez, sus botas, sus viejas botas, limpias y gastadas en las que me detuve al final del reconocimiento indiscreto.
Imaginé los caminos andados. Las humildes botas que calzaba eran sus botas de soñar y eran, como al monje, el hábito del que no podía desprenderse en tiempos difíciles. ¿Sería verdad que más de una semana después del triunfo de enero aún dormía con ellas puestas?
Un pequeño libro, Después de lo increíble —que escribí luego de un viaje donde un grupo de jóvenes seguimos la travesía del yate Granma—, había llamado mucho su atención. Me confesó haberse pasado toda una noche leyendo, recordando.
Tras varios encuentros en su despacho, entre los años 1993 y 1994, reparé en que por azares de la vida, numerosas actividades que reportaba para el diario iban hilvanando su historia.
Volví a verlo de cerca el 13 de agosto de 1996, en las celebraciones por sus 70 años, y al otro día, ya en mi casa, me tomó por sorpresa la llegada de Sergio, un escolta robusto que irrumpió de súbito en la sala. «Apúrese, es un viaje con Fidel a Birán».
Reconocí entonces mi suerte de presenciar un diálogo entre Fidel y Gabriel García Márquez en un camino inesperado y conmovedor. El Comandante, como dije en aquel momento, tenía razones para vivir la experiencia del regreso a las habitaciones de la infancia y los recuerdos del pasado, convertidos en una historia de impresiones que al final, según él mismo piensa, es la historia verdadera de un hombre.
Allí Fidel se tornó memorioso y se permitió, ante los demás, mostrarse emocionado en lo íntimo. Puso flores en la tumba de sus padres, ahora bajo la sombra de los árboles del batey, adonde fueron trasladados los restos a instancias suyas. «Los cementerios son muy tristes, son algo así como un apartheid; significan tener muy lejos de la casa y la familia a los muertos».
A partir de estas vivencias comencé a investigar sobre el hogar, los seres queridos, el entorno de Birán, con la idea de escribir su paisaje familiar. Fue un camino largo y difícil, pero logré acumular tanta información que, en lugar de uno, escribí dos libros: Todo el tiempo de los cedros y Ángel, la raíz gallega de Fidel. Durante todo ese período anhelé, en reiteradas ocasiones, preguntarle pequeños detalles que solo él podía develar, sin embargo, nunca fue posible.
En el verano de 2006, Fidel enfermó de manera inesperada. Recuerdo el vuelo desde Holguín a La Habana y la solicitud de un escolta que se acercó desde la parte delantera de la nave. Arrodillada sobre mi asiento, la repetí en voz alta para que se escuchara hacia el fondo del avión: «Están llamando a uno de los médicos, están llamando a uno de los médicos». Varios de los galenos de su equipo personal acudieron prontamente. A mi lado, atónito, el vicecanciller cubano Jorge Bolaños. Entre los viajeros, solo recuerdo miradas de angustia. Nadie articuló un solo vocablo; se hizo el silencio más profundo que he vivido en toda mi vida. Días después, el 31 de julio, se publicó la proclama dirigida a nuestro pueblo donde el Comandante hizo pública su enfermedad y dio indicaciones a los cubanos para seguir adelante.
El 1°de agosto, la voz de Fidel me sorprendió temprano: al otro día comenzaríamos a trabajar. Se encontraba presto a emprender la ardua labor de ampliar y enriquecer las respuestas dadas al periodista Ignacio Ramonet, pues había prometido una nueva edición del libro Cien Horas con Fidel, y temía que la obra quedara inconclusa, lo percibí en su desvelo por adelantar cuanto fuera posible, a pesar de su delicado estado de salud.