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Garland - Ballet Cosmico

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Garland Ballet Cosmico
  • Libro:
    Ballet Cosmico
  • Autor:
  • Editor:
    Bruguera
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Ballet Cosmico: resumen, descripción y anotación

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CURTIS GARLAND
BALLET CÓSMICO

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.º

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

Ballet Cosmico - image 2

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO


ISBN 84-02-02525-0

Depósito legal: B. . - 19

Impreso en España - Printed in Spain .

1ª edición: febrero , 19

© Curtis Garland -

Sobre la parte literaria

© Miguel García - 19

Sobre la cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Todos los personajes y entidades pri vadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del a utor, por lo que cualquier seme janza con personajes, entidad es o he chos pasados o actuales, será simple coincidencia.

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona – 19


Primer Libro
LA NAVE
CAPITULO PRIMERO

El pueblo contaminado miró hacia lo alto.

El pueblo contaminado vio partir la nave.

La nave.

Era como una simple estela de luz, perdiéndose hacia el infinito. Hacia un mar negro, hecho de centurias de tiempo, y de remotas estrellas de luz, de materia y de energía.

Primero, había sido un centelleo, un ramalazo fugaz de esplendor, allá en el firmamento. Luego, una chispa lejana, evasiva y huidiza.

Los contaminados se miraron en silencio. El patriarca se persignó, incluso. Algunos le imitaron. Otros, se encogieron de hombros. La mayoría no hizo nada. Sólo mirar. Mirar a la luz. Mirar a la nave...

La nave lejana, difusa, perdida ya en la distancia, entre miríadas de parpadeos luminiscentes, en el océano inmenso de la oscuridad eterna, sin límites ni forma.

—Ellos se van —dijo uno.

—Sí. Tuvieron suerte —opinó otro.

—Suerte... ¿Quién sabe dónde está la suerte? —dudó éste.

—Sí, ¿quién lo sabe? —apoyó aquél.

Hubo un silencio. Uno más. La vida, su vida, estaba hecha de silencios. El mundo, su mundo, también era silencio. Hacía décadas de ello. Silencio. Siempre silencio. Alrededor del pueblo. Y en el pueblo. Y en las chozas. Y en ellos... Sobre todo en ellos.

Ellos...

Ellos, los contaminados. Los olvidados. Los condenados.

Quedaba poco. Poco para el fin. Muy poco. Ya no había nacimientos. Las mujeres no alumbraban criaturas. Los animales habían ido desapareciendo. Tampoco ellos eran capaces de parir. La hembra de la especie era yerma, estéril. El hombre agonizaba en su pasiva impotencia.

Y arriba, luces. Estrellas. Manchas luminiscentes, que eran galaxias, nebulosas, mundos perdidos en la eternidad de límites ignotos.

Y una luz. Una sola, seguida por todos. Mitad estrella, mitad cometa. Como una chispa azul fundiéndose en distancias inaccesibles.

Uno alzó sus manos al cielo; otro, lloró apagadamente. Este musitó una oración entre dientes; aquél se limitó a inclinar la cabeza y mirar a la tierra calcinada. El patriarca les miró, comprensivo. Ni un reproche, ni una censura. ¿Para qué? ¿Por qué?

Eran arranques patéticos. Eran momentos de debilidad. El hombre era débil. Siempre lo había sido. Ahora más que nunca.

Después, la luz se extinguió. O lo pareció. Dejó de ser visible al menos para ellos. La chispa remota se hizo sombra. La claridad se hizo tiniebla. La nave se perdió en el espacio y en el tiempo, en la distancia y en el infinito.

Lentamente, muy lentamente, iniciaron el regreso a sus casas. Como fantasmas. Como espectros trémulos y vacilantes. Como simples sombras humanas, sobreviviendo por un prodigio inexplicable en el mundo silente, negro, carbonizado y tétrico.

Regresaron a sus chozas rudimentarias, allá entre ruinas negras, pétreas, alucinantes.

El silencio volvió a caer, a pesar.

El silencio. Siempre el silencio...

—Tengo sueño —dijo uno.

—Y yo hambre —suspiró otro.

—Estoy cansado —comentó éste.

—Tengo miedo —concluyó estremeciéndose aquél.

Los demás se volvieron. El patriarca tembló. Sus ojos brillaron con humedad de lágrimas cuajadas y luz de fiebre. Mujeres de pelo gris y lacio, de rostros ascéticos y tristes, giraron sus facciones enjutas y sumidas hacia el que se atreviera a pronunciar la palabra. Aquella palabra dolorosa, hiriente, temible, estremecedora...

Miedo.

—Miedo... —la voz del patriarca no tembló, sin embargo. Era ahogada y profunda, era serena y ácida a la vez. Era autoritaria y humilde a un mismo tiempo. Repitió, entre dientes, irguiendo su noble, solemne figura de nuevo Moisés o de renovado Abraham—: Miedo...

Y su mirada era como un reproche, su sonrisa como una queja, su gesto como un lamento nunca pronunciado.

—Perdón... —Aquél bajó la cabeza. Respiró hondo—. No debí decirlo...

—No. No debiste decirlo —sentenció el patriarca.

Otro de aquellos silencios. Lento arrastrar de pies sobre la tierra negra, la ceniza y los brotes negruzcos, el suelo que una vez fue hierba y verdor, y fruto de la tierra. El suelo que ya no era nada ni nunca sería nada. El suelo maldito, aplastado y yermo como ellos mismos.

—De todos modos, es cierto —dijo la voz de otro—. Tenemos miedo, señor.

Era como un grito, como una protesta o un lamento. Una rebelión en suma. Pero el patriarca no se inmutó. Agitó su canosa cabeza de largos cabellos. Afirmó despacio.

—Es cierto —admitió—. Tenemos miedo. Siempre se tiene miedo. Cuando se nace a la vida, cuando se tiene conciencia, se teme el futuro, la vida misma. Cuando se va a morir, se siente ese mismo miedo.

—Y nosotros vamos a morir —jadeó éste.

—Vamos a morir, señor —se lamentó uno—. Y no podemos evitarlo...

—Nadie puede evitar la muerte. Nunca se pudo hacer nada por evitarlo —sonrió tristemente el patriarca—. Está escrito en el libro del destino de cada hombre; se nace, se vive y se muere, como todo lo que la Naturaleza produjo.

—¡No quiero morir! —sollozó uno—. ¡Soy muy joven aún, señor! Apenas conocí la vida...

—Eso es verdad, hijo —le miró paternalmente—. Pero yo nada puedo hacer. Sólo te llevo la ventaja de mis años. No pedí vivirlos, pero así ocurrió. Tú debiste vivir más tiempo, hijo. Todo el mundo debería vivir lo justo, al menos, para saber lo que es la vida para empezar a preguntarse por qué vive, aunque nunca encuentre respuesta.

—Y yo he de limitarme a preguntar al silencio, al vacío, a la noche, a la nada, por qué muero... —gimió uno—. Sin que jamás encuentre respuesta tampoco.

Se apoyó en unas rocas negras como basalto, tersas como ónix. Alguna vez habían sido algo: monumentos grandiosos, monolitos, símbolos de poder, de gloria humana, de grandes políticos, dirigentes, figuras supranacionales, acaso benefactores de la Humanidad doliente. Ahora no eran nada. O casi nada. Sólo rocas negras, de atormentado perfil.

—No es justo —sollozó otro—. ¡No es justo! Nosotros no pedimos esto, señor. ¿Por qué sucedió así? ¿Cómo empezó?

El patriarca escuchaba. Escuchaba sin alterar su gesto ascético, de esfinge o de figura bíblica. Dio unos pasos. Un seco, helado viento del gran desierto que era el planeta aniquilado por el hombre, agitó sus ropas, puros jirones grises y desvaídos en torno a un cuerpo enjuto, estirado y altivo.

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