Curtis Garland - MURIÓ MIL VECES
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- Libro:MURIÓ MIL VECES
- Autor:
- Editor:Editorial Bruguera, S.A.
- Genre:
- Año:0101
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MURIÓ MIL VECES: resumen, descripción y anotación
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CURTIS GARLAND
MURIO MIL VECES
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.°
Publicación semanal
Aparece los VIERNE S
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO
Depósito legal: B. 44.5 6 –
ISBN 84-02-02525-0
Impreso en España - Printed in Spain
1.ª edición: ENERO, 1974
© Curtis Garland - 197
texto
© Alberto Pujolar - 197
cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera S. A.
Mora la Nueva, 2 – Barcelona - 197
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta n o vela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o a c tuales, será simple coincidencia.
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El hombre es inmortal. Sólo sus múltiples encarnaciones históricas mueren...
Los hombres individuales, son más importantes que las naciones. El verdadero saldo de toda guerra no es más que el inútil, el absurdo ejercicio de la crueldad.
Oscar Masotta.
Encontraron el cadáver en el río.
Fue en un punto del río particularmente desierto a aquellas horas de la noche. Y con mayor m otivo, en aquella época del año.
Febrero unía a la humedad natural del ambiente londinense, en especial en las zonas ribereñas del Támesis, las bajas temperaturas de aquel invierno particularmente crudo. Y la densa niebla, tradicional en toda noche invernal británica, hacía el resto.
Chelsea es un distrito populoso de Londres, pero también durante la noche es una zona tranquila, poco frecuentada y a veces peligrosa para los viandantes solitarios. En particular, aquel sector, entre Battersea y los accesos a King's Road, donde el silencio y la soledad eran casi absolutos, con la excepción de las sirenas de los remolcadores, sucias sombras en la niebla turbia de los piers y embarcaderos de carga y descarga.
En Chelsea encontraron el cadáver.
Justamente entre Battersea Bridge y Milmans Street, en Cheyne Walk. Un punto singularmente oscuro, solitario y hasta tétrico. Quizá porque las luces borrosas que se vislumbraban cuando la niebla cedía un poco en su espesor, eran las del cercano edificio de Saint Stephen's Hospital. Y no muy lejos de allí, la niebla envolvía, como en un viscoso sudario gris, los cipreses y panteones de Brompton Cementery.
Pero el grupo de personas que encontró el cadáver, no tenían en sí nada de tétrico ni de triste. Iban cantando canciones picantes, con voces roncas y desafinadas, y su aliento despedía un fuerte aroma a whisky.
Su atuendo hubiera resultado extraño a cualquiera. Precisamente por su variedad en todos los aspectos. Incluso en moda o época. El único factor común a todos ellos, eran las botellas de licor que portaban. Y el notable grado de embriaguez colectiva.
Se detuvieron, sorprendidos, al ver el cuerpo tendido junto a la orilla, sobre el húmedo asfalto.
—¡Eh, diablos! —farfulló imo de ellos—. Mirad. Ese tipo debe estar borracho o malherido.
—Tal vez es un suicida, y al final se arrepintió —dijo otro, soltando una risita estúpida.
—No seas imbécil —eructó un tercero—. Puede estar enfermo. Veamos lo que le pasa.
—Tened cuidado. Esta zona no es muy recomendable.
A lo mejor se trata de una estratagema para sorprender incautos y desvalijarles —recomendó otro.
— Aunque fuese así, poco éxito podrían tener —refunfuñó el que hablara primero—. Somos un grupo bastante nutrido. Haría falta mucha gente para desvalijar impunemente a media docena de hombres y a tres mujeres tan aguerridas como el que más. ¿No es cierto, chicas?
Las muchachas rieron. Una vestía como María Estuardo, otra como lady Hamilton, y la tercera como Julieta Capuleto en Verona. El contraste de ropas, estilos y épocas llegaba al paroxismo al relacionarlo con las ropas de ellos. Desde el siniestro verdugo encapuchado de negro de la Torre de Londres en tiempos de Ricardo III, hasta Dick Turpin, el generoso salteador de caminos de antifaz negro y roja casaca, pasando por el largo macferlán negro y el sombrero de chimenea de «Jack, al Destripador» o por el corto tonelete de Enrique V, aquel grupo era un verdadero compendio de personajes históricos perfectamente caracterizados y vestidos.
El extraño grupo se aproximó al caído. Rodearon la figura oscura, tendida en la humedad charolada del asfalto. Una luz callejera difuminaba claridad lívida, entre la niebla, silueteando al hombre tendido.
Se miraron todos entre sí, sorprendidos. Uno meneó la cabeza, con pesimismo.
—Creo que está muerto —dijo.
Fue como pronunciar un epitafio. Súbitamente, toda la alegría huyó de ellos. Se miraron consternados, otra vez, sin comentar nada. Uno de ellos, el temible verdugo de la Torre de Londres, se inclinó. Volvió al caído, depositándolo boca arriba. Le tocó la yugular, luego el pulso, y finalmente le auscultó.
—Sí —dijo gravemente—. Está muerto.
Hubo otro silencio, tan denso y agobiante como la propia niebla invernal, que calaba hasta los huesos y humedecía las extrañas prendas de los noctámbulos. Ya no se oía una risa ni una canción.
—Vaya una sorpresa —comentó una de las mujeres—. Esto nos estropeará la noche, seguro.
—¿Qué pudo ocurrirle? —preguntó «Dick Turpin», quitándose el antifaz y echando un poco atrás, sobre su peluca, el tricornio emplumado—. ¿Algún golpe, un accidente. . .?
—No sé. No tiene signos de violencia —se encogió de hombros el «verdugo», incorporándose con un suspiro—. Supongo que habrá que avisar a la policía.
—¿Os habéis fijado? —habló otra de las muchachas—. También estaba celebrando el Carnaval...
—Sí —convino el que le examinara—. Va disfrazado como nosotros.
Y examinó el cuerpo del hombre, su negra levita, sus guantes de igual tono, su camisa de seda rizada, la corbata negra, de plastrón, con una perla como alfiler, el Largo cabello, las patillas a la moda de cien años atrás...
—¡Cielos, qué pálido! —musitó—. Es el muerto más lívido que vi jamás.
—Era guapo —comentó frívolamente una de las chicas, estremeciéndose luego al contemplar sus afiladas facciones, intensamente pálidas y tranquilas en su reposo eterno—. Tal vez le falló el corazón. Es el mal de nuestra época, Dermis.
—Seguro —convino el aludido—. Pero insisto; hay que avisar a la policía.
Un leve roce de pisadas en la niebla atrajo su atención; todos se volvieron hacia el espeso telón de bruma que, desgajándose de repente, como una cortina de gasa en la escena para dar paso a otro personaje de la farsa, vomitó ante ellos a un nuevo noctámbulo.
Una de las mujeres lanzó un grito ronco de terror, y se aferró a la compañera que tenía más próxima. Los hombres, agrupados en torno al cadáver, se encogieron también, con una repentina sensación de sobrecogimiento.
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