Hace veintinueve años, Shin Dong-hyuk nació en el Campo 14, uno de los cinco centros de reclusión para presos políticos situado en las montañas de Corea del Norte. Localizado a unos 90 kilómetros al norte de Pyongyang, este campo de trabajo es un “distrito de control absoluto”, una prisión sin salida donde la única sentencia es la cadena perpetua.
Nadie nacido en el Campo 14, o en cualquiera de los otros campos norcoreanos, ha logrado escapar.
Nadie excepto Shin. Esta es su historia.
Evasión del Campo 14 es un bestseller internacional traducido a 28 idiomas. El testimonio de Shin y este libro fueron claves en la comisión de investigación de la ONU que concluyó que Corea del Norte ha cometido crímenes contra la humanidad.
Evasión del Campo 14
Blaine Harden
Evasión del Campo 14
Título original:Escape from Camp 14: One Man’s Remarkable Odyssey from North Korea to Freedom in the West
© 2014, Blaine Harden
© 2014 de esta edición: Kailas Editorial, S.L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
© 2014 de la traducción: Alfredo Blanco
© de los mapas: Jeffrey L. Ward
Diseño de portada: Marcos Arévalo
Ilustración de cubierta: © Blake Chambliss
Los dibujos de la vida de Shin en el Campo 14 se reproducen por cortesía del Database Center for North Korean Human Rights (Centro de Datos en favor de los derechos humanos de Corea del Norte) de Seúl.
Realización: Carlos Gutiérrez y Olga Canals
ISBN ebook: 978-84-16023-36-3
ISBN papel: 978-84-16023-27-1
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A los norcoreanos que siguen en los campos.
No existe ningún «problema de derechos
humanos» en este país,
todo el mundo tiene una vida de lo más digna y feliz.
Agencia Central de Noticias de Corea [del Norte],
6 de marzo de 2009
Prólogo
Un momento de aprendizaje
Su primer recuerdo es el de una ejecución.
Fue con su madre a un campo de trigo cercano al río Taedong, donde los guardias habían reunido a varios miles de prisioneros. Excitado por la multitud, el chico gateó entre las piernas de los adultos hasta la primera fila, donde vio cómo los guardias ataban a un hombre a un poste de madera.
Shin In Geun tenía entonces cuatro años, era demasiado joven para entender el discurso que precedió a aquel asesinato. En los años siguientes presenciaría docenas de ejecuciones en las que escucharía cómo el guardia que estaba al cargo le explicaba a la multitud que al prisionero que iba a morir se le había ofrecido «redimirse» a través del trabajo forzoso, pero que este había rechazado la generosidad del gobierno de Corea del Norte. Para impedir que el reo maldijera al Estado que estaba a punto de quitarle la vida, los guardias le habían llenado la boca de piedras y le habían cubierto la cabeza con una capucha.
En esa primera ejecución, Shin vio cómo tres guardias apuntaban a su objetivo. Cada uno de ellos apretó el gatillo tres veces. Los disparos de los rifles aterrorizaron al chico, que se cayó de espaldas. Sin embargo, se incorporó rápidamente, justo a tiempo para ver cómo los centinelas desataban un cuerpo inerte y ensangrentado, lo envolvían en una manta y lo subían a un carro.
En el Campo 14, una prisión para los enemigos políticos de Corea del Norte, estaban prohibidas las reuniones de más de dos reclusos, salvo durante las ejecuciones. A ellas debía asistir todo el mundo. El campo de trabajo usaba el asesinato público —y el miedo que este generaba— a modo de lección.
Los guardias de Shin en el campo también eran sus profesores, así como quienes lo alimentaban. Habían sido ellos quienes escogieron a su padre y a su madre. Le habían enseñado que los prisioneros que quebrantaban las reglas del campo merecían la muerte. En una ladera cercana a su escuela se podía leer el siguiente eslogan: «Todo según las reglas y las normas». El chico memorizó las diez reglas del campo, «Los Diez Mandamientos», como más tarde los llamaría, y que aún se sabe de memoria. El primero rezaba: «Todo aquel que intente escapar será ejecutado inmediatamente».
Diez años después de esa primera ejecución, Shin regresó al mismo campo de trigo. De nuevo, los guardias habían concentrado allí a una gran multitud. De nuevo habían clavado un poste de madera en el suelo. También se había construido un patíbulo improvisado.
Shin llegó esta vez en el asiento trasero de un vehículo conducido por uno de los guardias. Llevaba puestas unas esposas y una venda hecha de trapo. Su padre, también esposado y vendado, estaba sentado junto a él.
Los habían liberado después de que pasaran ocho meses en una prisión subterránea que había dentro del Campo 14. Como condición para su salida, habían firmado una serie de documentos en los que prometían no mencionar jamás lo que habían vivido bajo tierra.
En esa prisión dentro de la prisión, los guardias habían tratado de sonsacarles a Shin y a su padre una confesión a través de la tortura. Querían conocer los detalles de la fuga fallida de la madre de Shin y el único hermano de este. Los vigilantes habían desnudado a Shin, lo habían atado por las muñecas y los tobillos y lo habían suspendido de un gancho clavado en el techo. Lo hacían descender sobre un fuego. El chico se desmayó cuando se le empezó a quemar la piel.
Pero no confesó nada. No podía confesar nada. No había tramado escaparse con su madre y su hermano. Él creía en aquello que los guardias le habían enseñado desde su nacimiento dentro del campo: no debía escaparse y debía informar de cualquiera que hablara de hacerlo. Ni en sueños había fantaseado Shin acerca de la vida en el exterior.
Los centinelas nunca le habían enseñado lo que aprenden todos los escolares norcoreanos: los estadounidenses son unos «cabrones» que planean invadir y humillar la patria; Corea del Sur es la «puta» del amo norteamericano; Corea del Norte es un gran país, y sus líderes, valerosos y brillantes, son la envidia del mundo. De hecho, Shin ni siquiera sabía de la existencia de Corea del Sur, China o Estados Unidos.
A diferencia de sus compatriotas, él no creció viendo la omnipresente imagen de su Amado Líder, como era conocido Kim Jong Il. Ni había visto fotografías o estatuas del padre de este, Kim Il Sung, el Gran Líder que fundó Corea del Norte y que sigue siendo el Eterno Presidente del país, a pesar de su fallecimiento en 1994.
Cuando un centinela le quitó la venda, cuando vio a la multitud, el poste de madera y el patíbulo, Shin creyó que iba a ser ejecutado.
Sin embargo, no le metieron piedras en la boca. Le quitaron las esposas. Un guardia lo acompañó hasta la parte delantera de la multitud. Él y su padre serían espectadores.
Los vigilantes trajeron a una mujer de mediana edad al patíbulo y ataron a un hombre al poste de madera. Se trataba de la madre y el hermano mayor de Shin.
Un guardia apretó la soga alrededor del cuello de su madre. Ella intentó llamar la atención de Shin, pero este desvió la mirada. Una vez que ella dejó de retorcerse en la horca, el hermano de Shin fue fusilado por tres centinelas. Cada uno de ellos disparó tres veces.
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