«Más de una vez me han pedido o aconsejado que continuara las primitivas Cartas del diablo a su sobrino.
Sin embargo, durante muchos años no he sentido la menor inclinación a hacerlo. A pesar de no haber escrito nunca nada más fácilmente, jamás hice algo con menor placer (…) Aunque fue fácil retorcer la propia mente para penetrar en la actitud diabólica, no supuso diversión hacerlo, o al menos no durante mucho tiempo. El esfuerzo producía una especie de calambre espiritual. El mundo en el que debía proyectarme mientras hablaba a través del diablo era basura, cascajo, sed y sarna. Fue preciso excluir todo vestigio de belleza, frescura y genialidad.
Casi llegó a ahogarme antes de haberlo hecho, y hubiera ahogado a mis lectores si lo hubiera prolongado».
El diablo propone un brindis es una obra escrita por el autor tras la insistencia de muchos editores para que hiciera una segunda parte de Cartas del diablo a su sobrino. En ella muestra además su extraordinaria claridad como apologista.
C. S. Lewis
El diablo propone un brindis
ePub r1.1
Tellus21.09.13
Título original: Screwtape proposes a toast and other pieces
C. S. Lewis, 1965
Traducción: José Luis del Barco
Editor digital: Tellus
Corrección de erratas: nixkevan
ePub base r1.0
Notas
Prólogo
Clive Staples Lewis nació el 29 de noviembre de 1898 en los suburbios de Belfast (Irlanda del Norte). Su padre, Albert Lewis, abogado, se casó con Flora Hamilton, hija de un pastor protestante anglicano. La pareja tuvo otro hijo, Warren, tres años mayor que Clive, y los primeros años de la familia fueron muy dichosos. Albert y Flora eran ávidos lectores y coleccionadores de libros. Clive —o «Jack», como comenzó a llamarse a sí mismo— compartía su inclinación literaria. Según decía, «encontrar un libro desconocido en mi casa era como ir a un campo y saber que siempre podría hallar hoja de hierba nueva». Jack manifestó también desde temprana edad una extraordinaria facilidad para escribir, y cerca de los seis años creó un mundo imaginario sobre el que escribir historias.
Otra cosa notable en su infancia es que ya entonces daba muestras de la claridad y racionalidad que tanto le caracterizarían. Sin embargo, existía al mismo tiempo otro aspecto de su vida que contrastaba con esta mente racional. Desde los seis años aproximadamente tuvo reiteradas experiencias de algo que no podía nombrar, pero que más tarde describiría en su autobiografía, Cautivado por la alegría (1955), como la «experiencia central» de su vida. Se trataba de una experiencia agridulce, de un «anhelo inconsolable» o de un «deseo insatisfecho», que le resultaba «más deseable que ninguna otra satisfacción». A veces se presentaba con una intensidad tal que apenas se diferenciaba de la congoja. Hasta que pudo comprenderlo mejor, creyó que esta «alegría», como él la llamaba, constituía un fin en sí mismo. «Volver a sentirla» se convirtió para él en un deseo supremo. ¿Pero qué era lo que anhelaba? Siempre que volvía a los poemas, al paisaje o a cualquier otra cosa que hubiese actuado como mediación de aquella alegría, ésta se había desplazado y parecía estar llamándolo desde algún otro sitio. No había nada en que pudiese identificarla y decir: «Es esto».
La infancia, que había sido tan feliz, terminó abruptamente con la muerte de su madre en 1908, teniendo él apenas nueve años. Después de esto Jack siguió a Warren por varias escuelas de Inglaterra, sin ninguna satisfacción. Sin embargo, la situación cambió por completo cuando comenzó estudios particulares con el antiguo director de su padre, W. T. Kirkpatrick. Al cumplir Lewis dieciséis años, el señor Kirkpatrick pudo afirmar de él que «era el traductor de teatro griego más brillante que jamás había conocido». Leyendo a los autores paganos Jack se percató de que los eruditos consideraban a las mitologías antiguas como un puro error. Consecuentemente, él consideró también al cristianismo como otra «mitología», tan falsa como las demás, y se hizo ateo. Entre tanto, había llegado a la conclusión de que la alegría no era un fin en sí mismo, sino un indicador de otra cosa. ¿Pero qué otra cosa? ¿Hacia dónde apuntaba la alegría? Así cometía una equivocación tras otra al tratar de identificar el objeto de su anhelo.
En 1917 Lewis ganó una beca para ir a Oxford, pero antes de proseguir sus estudios se alistó en la infantería y marchó al extranjero. Luchó en la batalla de Arrás y cayó herido en 1918. Después de su regreso a Oxford en 1919, Lewis obtuvo su licenciatura, en Filología clásica e inglesa, con excelentes calificaciones. En 1925 fue nombrado Tutor y Profesor de Lengua y Literatura inglesa en el Magdalen College, en Oxford, donde enseñaría hasta 1954. J. R. R. Tolkien —autor, más tarde, de El Señor de los anillos— fue uno de sus amigos en la universidad. Tolkien era católico y ayudó a Lewis a comprender que mientras las «historias paganas no eran más que la expresión de Dios a través de la mente de los poetas», el mito cristiano era algo que «ocurrió realmente», «una verdad convertida en hecho». Ambos dedicarían mucha atención al tema del mito, pero la consecuencia más importante de esta amistad fue la conversión de Lewis al cristianismo en 1931. En su autobiografía, Cautivado por la alegría (1955), Lewis se autodescribe como el «converso más reacio de Inglaterra», «con tantos deseos de formar parte de la Iglesia como del zoológico». Aceptó la fe por la clara y simple razón de creer en su verdad. Y con esta creencia en Dios se disipó por fin el viejo misterio de la alegría. Lewis comprendió que la alegría había apuntado siempre hacia Dios. Durante un tiempo pensó que la alegría podía ser un sustituto del sexo. Ahora lo veía al revés: es el sexo lo que frecuentemente sustituye a la alegría.
Hasta aquel momento Lewis había sido un hombre con dotes literarias, pero sin nada que decir. Con su conversión todo lo que le había frenado desapareció, y los libros llovieron de su pluma. En 1936 publicó La alegoría del amor, obra magistral que le valió el renombre de historiador literario erudito, con un estilo refinado y de agradable lectura. La siguieron otras obras críticas, entre las que se encuentra A Preface to Paradise Lost, de 1942. Con todo, es su faceta de apologista cristiano la que le proporcionó mayor fama.
Su habilidad para expresar las verdades del cristianismo con naturalidad le hace único como apologista, tanto en las obras de ficción como en las estrictamente apologéticas. Antes de convertirse, Lewis concebía a la razón como el «órgano de la verdad» y a la imaginación como el «órgano del sentido». Es decir, veía a la imaginación como una productora de sentido, un medio a través del cual se operaba nuestra recepción de la verdad. La relación entre la razón y la imaginación le resultaba incomprensible antes de convertirse al cristianismo, pero con su conversión llegó a ver claro que podían operar juntas y que a menudo lo hacían. Este hecho tendría enormes consecuencias, ya que su «ficción teológica», si se puede llamar así, es en gran parte resultado de su manera de entender la imaginación como configuradora de sentido y condición necesaria para la verdad. Al captar esta conexión y acercarse al lector unas veces con relatos y otras mediante la apologética, Lewis conseguía complacer a un tiempo al corazón y a la cabeza.