Ariel Dorfman - Ensayos quemados en Chile
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- Libro:Ensayos quemados en Chile
- Autor:
- Editor:Ediciones Godot
- Genre:
- Año:2016
- Índice:5 / 5
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Ensayos quemados en Chile: resumen, descripción y anotación
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Dorfman, Ariel Ensayos quemados en Chile / Ariel Dorfman. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4086-01-3 1. Ensayo Político. 2. Ensayo Sociológico. 3. Ensayo Literario. I. Título. CDD 320
CDD 320
Ensayos quemados en chile.
Inocencia y neocolonialismo.
Ariel Dorfman
Corrección
Gimena Riveros
Ilustración de Ariel Dorfman
Juan Pablo Martínez
www.martinezilustracion.com.ar
arte.pablomartinez@gmail.com
Diseño de tapa e interiores
Víctor Malumián
Ediciones Godot
Colección Crítica
www.edicionesgodot.com.ar
info@edicionesgodot.com.ar
Buenos Aires, Argentina, 2016
Facebook.com/EdicionesGodot
Twitter.com/EdicionesGodot
Impreso en Color EFE, Paso 192,
Capital Federal, República Argentina,
en marzo de 2016
Introducción desafortunadamente necesaria
P or la Avenida Benjamín Vicuña Mackenna, así denominada en honor a un historiador chileno de fama del siglo xix , hombre de vasta y reconocida cultura universal, pasaban los camiones. Pasaban llenos en dirección a Puente Alto, volvían vacíos.
—¿Sabes lo que llevan esos camiones? —me preguntó la voz de un compañero.
Esto era a principios de octubre, 1973. Yo contemplaba la caravana cíclica de camiones desde una de las ventanas de la Embajada Argentina, en Santiago de Chile, cuya inmensa fachada da precisamente a esa arteria. Estaba recién asilado, y no, no sabía con qué iban cargados los camiones aquellos, ni la más remota idea.
—Con libros —susurró el que miraba conmigo.
—¿Libros?
—Libros —asintió él—. Los llevan desde Quimantú —y señaló vagamente el edificio de la Editora Estatal Quimantú, que se divisaba a apenas dos cuadras de distancia, al otro lado de la Plaza Italia, al otro lado el río Mapocho, —hasta la Papelera— y ahora indicó por Vicuña Mackenna hacia el sur, el camino a Puente Alto, un pueblo suburbano del gran Santiago donde está instalada la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones.
No supe enseguida si era cierto lo que me afirmaba el compañero, que decía reconocer la procedencia de los vehículos. Yo no podía saberlo, porque los camiones iban tapados y no se veía su contenido. Pero tenía todos los visos de ser verdadera esa versión. Todos sabíamos, por distintas fuentes, que durante la primera semana los militares fascistas, junto con usurpar el poder, se habían entregado devotamente a la tarea de usurpar la cultura. Con entusiasmo, con fervor de drogadicto, habían quemado toneladas de libros que se hallaban en el depósito de la Editorial Quimantú. Pero después de ese primer acceso de euforia, algún fascista menos bruto había considerado que era un delirio hacer piras inquisitorias con los volúmenes. En sus pensamientos, pesó sin duda más su amor a la economía que su amor a la lectura. ¿Por qué no devolver los títulos ya impresos a la Papelera, y que allí los retornaran a sus orígenes, haciéndolos picadillo? En ese estado, guillotinados, perdían igualmente su carácter subversivo, se les borraban sus palabras, y conservaban, en cambio, su integridad física, prontos a quedar re-incorporados a la larga cadena de la producción, volvían a ser “útiles” a la sociedad como materia prima, volvían a beneficiar a los viejos dueños monopólicos de Chile ahora nuevamente asegurados en su hegemonía.
Estas ideas no circulaban privadamente. El Mercurio publicó una carta con esta sugerencia en la segunda (¿o sería la tercera?) semana del golpe. La firmaba no recuerdo qué vetusta y venerable señora, pero la había redactado sin lugar a dudas, como todas las “cartas” de El Mercurio, algún sabio del equipo editorial de ese diario. En ella se sugería que los libros así purificados podían servir para fabricar limpias fonolistas e higiénicos techos de cartón para los “pobres”.
—Y los hemos visto yendo y viniendo así varios días —acotó el compañero.
Sí, era una tarea de gigantes. Se trataba de millones de ejemplares. La política editorial del gobierno popular había significado un salto tan inmenso, una difusión tan extraordinaria, que no bastaba con métodos ordinarios, normales, para acabar con los residuos materiales de esa experiencia.
En definitiva, daba lo mismo si esos camiones que terminaba de ver pasar eran efectivamente los que transportaban los libros. Era verosímil, claro, que los vehículos tomaran la ruta más corta y directa, que desfilaran frente a la Embajada Argentina camino a Puente Alto.
Me pregunté si algún libro en que yo había participado estaría entre los que viajaban tan incómodamente hacia su destino de pulpa de papel. En la Editorial Quimantú, en ese momento, existían dos títulos, casi finiquitados, en que mi colaboración había sido activa. Uno, a punto de distribuirse a fines de la semana que se inició el lunes 10 de septiembre, era La historia me absolverá, de Fidel Castro, cuya larga introducción había escrito. Esa obra, según mis cálculos, debió ser una de las primeras en mandarse a la hoguera: incluía orgullosamente, como símbolo de la hermandad chileno-cubana, un prólogo-homenaje del compañero presidente, de Salvador Allende, a la primera revolución socialista de América a propósito del vigésimo aniversario del Moncada. De ese libro no debía quedar ni una hoja suelta flotando por ahí, ni un ejemplar. En cambio, el otro volumen, en encuadernación, Poesías Escogidas de Ernesto Cardenal, que llevaba un también extenso ensayo introductorio mío, pudo haberse verosímilmente salvado del fuego, en espera de la posterior guillotina. Ya me imaginaba a los analfabetos asaltantes de Quimantú (¿los mismos que serían designados, en mérito a sus servicios, interventores de las universidades chilenas?) clasificando las toneladas y metros cuadrados de cultura: ¡todo lo abiertamente político, se quema!; ¡las obras literarias, a la Papelera!; lo demás (?)..., a revisión.
Sentí, en el centro [o sería la periferia] de toda la extrañeza que se me había ido acumulando durante los días posteriores al golpe, en el centro de la extrañeza que había significado vivir plenamente los tres años de gobierno popular, sus avances y dificultades, sentí que se agregaba otra experiencia singular más: presenciar el transporte de libros, vagones repletos hacia su Auschwitz chileno, obras que eran fruto del esfuerzo colectivo del país por salir adelante cultural, ideológicamente, por romper el subdesarrollo educacional y la dependencia, esfuerzo en el cual había puesto yo también, junto al gran nosotros que éramos, que seguimos siendo, mi parte.
Ya me había ocurrido, por lo demás, algo similarmente insólito un par de semanas antes, refugiado en la casa de un obrero calificado (que recién vine a conocer en esa ocasión). Tuve ahí la oportunidad de presenciar por televisión la quema de libros frente a las Torres de San Borja. De pronto, en medio de uno de los auto-de-fe, un ejemplar de Para leer al Pato Donald. Quizás en ese sorprendente momento me convertí en un nuevo y lastimoso fenómeno del siglo xx : uno de los primeros autores que viera, a través de ese medio audiovisual, la incineración de una obra suya. (Supe, meses más tarde, ya en Buenos Aires, que los 300 ejemplares remanentes de esa edición que se encontraban en bodegas de Ediciones Universitarias de Valparaíso, habían sufrido un curioso destino: fueron tirados a la bahía por efectivos de la Armada. Habrán pensado, humor naval, que era un justo fin para un pato tan subversivo).
Tristes experiencias originales que hace vivir, entre otras muchas, entre otras más terribles, el fascismo. El fascismo, que siempre reduce a cenizas los libros, pero que no siempre tiene (ni tuvo) a su disposición un sistema televisivo para transmitir el evento, que no siempre había llegado a tal soberbia enloquecida (y temerosa) que se vanagloriase de ello. Si los usurpadores del poder en Chile trataban de esa manera a la palabra impresa, no es difícil imaginar de qué manera se trataría a la palabra viva del país, a sus obreros, campesinos, estudiantes.
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