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Gregorio Morán - El cura y los mandarines

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Gregorio Morán El cura y los mandarines
  • Libro:
    El cura y los mandarines
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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El cura y los mandarines: resumen, descripción y anotación

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«En ocasiones los libros son como las armas de fuego: los carga el diablo. De manera sorpresiva se disparan y uno no sabe muy bien por qué, hasta que se da cuenta de que han herido supuestamente en su vanidad o en su honor (que a veces son lo mismo) a alguien que pasaba por allí. Los escritores disponen de unos instrumentos que de pronto se convierten en escopetas que dan en un blanco que jamás hubieran imaginado. Incluso de manera cómica le llenan el culo de perdigones siempre molestos, aunque no letales a tipos en los que jamás hubiera pensado que les pudiera afectar, porque suponía que estaban blindados frente a los efectos de la letra impresa». Esta obra nació de una pregunta insatisfecha: ¿qué fue sucediendo para que los mandarines, las figuras críticas de nuestra cultura de los años sesenta, se fueran haciendo cada vez más conservadoras, hasta convertirse en institucionales? Fruto de un exhaustivo y documentado trabajo de investigación de diez años y escrito en una prosa sobresaliente, El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los Letrados). Cultura y política en España, 1962-1996 es un magistral y agudo relato del devenir de los intelectuales académicos, novelistas, poetas, políticos y artistas que conforman la cultura institucional española de la segunda mitad del siglo XX. Tomando como hilo conductor la figura del «cura» Jesús Aguirre quizá el más exitoso de los intelectuales de su generación, que no el más el brillante, ni mucho menos, Gregorio Morán, uno de los últimos y más grandes representantes del periodismo crítico, presenta una implacable historia intelectual de la cultura española y sus protagonistas entre 1962 y 1996. Obra polémica, aguda y descarnada, «El cura y los mandarines» no dejará indiferente a nadie y será un hito indiscutible y una lectura ineludible en la interpretación y el magisterio de nuestra historia reciente.

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1. El año de los descubrimientos

1. El año de los descubrimientos

La muerte espera siempre, entre los años,

como un árbol secreto que ensombrece,

de pronto, la blancura de un sendero

y vamos caminando y nos sorprende.

JOSÉ LUIS HIDALGO, Los muertos (1947)

De 1962 se podría hacer una enciclopedia. Si hay años que concentran la historia, 1962 fue uno de ellos. Todo lo que habría de estar presente durante más de una década se mostró entonces, exhibiéndose de una manera tal, desbordante y abrumadora, como si se agolpara en una disputa por ocupar el lugar preponderante.

¿Qué fue lo más importante, los millares de mineros asturianos en huelga o la primera reunión política, en clave de futuro, entre la oposición del interior y la del exilio, conocida como el «contubernio de Múnich»? ¿Qué tuvo mayor trascendencia, el que Franco solicitara por primera vez relaciones con la Comunidad Económica Europea o que en Atenas tuviera lugar la boda entre dos jóvenes que se hablaban en inglés por más que se llamaran Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia? ¿Influyó tanto en la sociedad española como cabría imaginar la designación de nuevos ministros, que no habían participado en la Guerra Civil, o el rasgo dominante que seguía marcando el momento era la detención de un responsable del clandestino Partido Comunista de España, Julián Grimau, que sería fusilado meses más tarde con gran escándalo exterior e interior? ¿Y la independencia de Argelia, tras el referéndum patrocinado por De Gaulle? ¿En qué medida la publicación en Buenos Aires de un mamotreto titulado Vasconia, firmado por Federico Krutwig, habrá de ser un catalizador de la cultura emergente en el País Vasco dando un giro a lo que ya empezaba a ser ETA, una organización radical e independentista cada vez más inclinada a la violencia? Y la modestia de un libro editado en Barcelona como Nosaltres, els valencians, de Joan Fuster, que inaugura la editorial de significativo nombre —Edicions 62— ¿no marca una etapa diferente en las corrientes culturales del nacionalismo catalán?

Como si todo lo que tuviera que suceder luego se anunciara en 1962. Un condensado de lo nuevo, de lo que apunta por salir y al fin salta, y aparece rompiendo con muchas cosas que parecían calmas e inmutables. Quizá todo influyera en todo, conscientemente o no, y eso podría ayudar a entender por qué emerge una literatura distinta en una sociedad que apunta maneras, la que consiente que un joven ingeniero, Juan Benet, haya de pagarse su volumen de narraciones Nunca llegarás a nada, y poco después el psiquiatra Luis Martín-Santos marcara definitivamente el territorio de la literatura española con un título que devendrá emblema trascendente, Tiempo de silencio. ¿O será La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, la novela que romperá ese mismo año, con el Premio Biblioteca Breve, el monótono ritual de una manera de narrar entendida como «realista»?

El pequeño enigma, la gran charada, podría reducirse al acertijo de responder si se trató del momento inaugural del canon, o el toque de clarín que los dejó en punto de derribo, como ruinas de un presente que todos, todos, exigían cambiar. 1962, siglo XX, Cambalache, como el tango redivivo cuyas estrofas pudieran desgranarse con apenas citar cada uno de los contradictorios acontecimientos de ese año, que duró tan poco como todos pero que abrió una estela larguísima.

Bastaba con leer un semanario, Triunfo, que desde junio del mismo 1962 parecía nuevo aunque tampoco lo era; como si cambiarle las costuras fuera suficiente para exhibirse en flamante. Según consta ante notario, editaba 52.323 ejemplares. Posiblemente la sección más leída entonces fuera «Cara y Cruz», escrita por el veterano periodista y novelista Ignacio Agustí, pero la crítica teatral la hacía José Monleón, la de cine Jesús García Dueñas, la de música Cristóbal Halffter, la de televisión Jaime de Armiñán y en cuestiones de arte se alternaban Castro Arines y Gaya Nuño. Hasta las crónicas de sociedad tenían cierto toque de distinción; las alimentaba una descendiente del conde de Romanones, Natalia Figueroa. La literatura estaba en las buenas manos de García Hortelano, que no se prodigaba mucho, y a quien sustituía un voluntarioso todo terreno para atender a lo que hiciera falta, el siempre honesto Ricardo Doménech. A él se debe, en vísperas del verano, la buena nueva: «Acabamos de leer Tiempo de silencio, una interesante novela de Martín-Santos».

Aún faltaba un año para que estuviera en las librerías y kioscos de postín la revista Cuadernos para el Diálogo, que aparecería en octubre de 1963. Muy otra cosa que Triunfo, no sólo por ser mensual sino también porque todo era texto, sin concesiones, donde se exhibía la multiplicidad de las corrientes católicas que luego irían evolucionando o involucionando, desde el falangismo y el espíritu de Cruzada, como era el caso de Laín Entralgo, Rof Carballo, el Padre Llanos, Salvador Lissarrague, hasta los jóvenes que desde los entornos familiares cristianos y tradicionales habrían de volar por su cuenta como Miguel Bilbatúa, Juan Luis Cebrián, Javier Rupérez, Ignacio Sotelo… Todos bajo la férula cardenalicia de don Joaquín Ruiz-Giménez, exministro desde 1956, pero siempre paternalmente bien visto desde el poder omnímodo del Estado aún nacional-católico.

Los Cuadernos para el Diálogo habrían de ser, desde los primeros números, un concentrado de presentes y futuros: Aguilar Navarro, Carlos Ollero, Jiménez de Parga, Raúl Morodo, José Luis Sampedro, Joaquín Garrigues Walker, Elías Díaz, Francisco Fernández Ordóñez, Gregorio Peces-Barba… No son como la Revista de Occidente, que también reaparece en 1963. Ellos están más cercanos a las cosas que interesan; la obviedad política y literaria y artística. Pero de todas formas la publicación de los inquietos de entonces no es ninguna de éstas, que tardarán aún en cuajar, sino Índice.

Índice aparece como un mensual que responde al entusiasmo y la empanada mental de su director, Fernández Figueroa, un franquista de la primera hora con inclinaciones al acratismo, el pacifismo de Lanza del Vasto, el panteísmo del poeta exiliado León Felipe y a los restos del naufragio en la pecera del falangismo. Índice es la revista más interesante de la primera mitad de los años sesenta en España, y siguiéndola se puede encontrar de todo; gemas, vetas, antiguallas y basuras, como en el expositor de un chamarilero de la cultura.

Es verdad que la atrabiliaria figura de Fernández Figueroa ha limitado los trabajos sobre Índice —el más concienzudo, y seco como un arenque, es obra de un holandés voluntarioso. Incluso un joven Carlos Gurméndez reseña El tambor de hojalata de Günter Grass en ¡¡marzo de 1962!!, recién llegado a las librerías de Copenhague, donde estaba entonces aquel rico comunista uruguayo, siempre emboscado.

Cualquier analista posmoderno deduciría que la España del 62 tenía ribetes de Bulevard St. Germain. Y ahí está la contradicción más sobresaliente de esa época franquista. La diferencia entre los que saben y los que no, los que están en los secretos y los que no. De qué te sirve saber que Grass ha publicado en Alemania un libro fascinante sobre un niño llamado Oskar y su tambor de hojalata y de protesta, si no tienes la posibilidad de conocer a Günter Grass, ni su texto ni lo que representa. Alcanzas a enterarte de cosas a las que no puedes acceder y que por tanto no forman parte de tu cultura. Tú sabes de qué va, y ejercitas el oído en esa inteligencia superficial de conocer de qué van las cosas, pero sin tener acceso a ellas.

La diferencia entre saber y no saber no es sólo una cuestión de voluntad sino de estar o no en el secreto. Yo puedo saber que se ha publicado El tambor de hojalata de Grass en la zona occidental de Alemania —entonces República Federal, con capital en Bonn—, o

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