AMIANO MARCELINO
HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO DEL 350 AL 378
TRADUCCIÓN DE F. NORBERTO CASTILLA
MADRID 1895 (I) Y 1896 (II)
LIBRO XIV
Crueldad del césar Galo.—Irrupción de los isaurios.—Tentativa fracasada de los persas.—Incursiones de los sarracenos.—Sus costumbres.—Suplicio de los partidarios de Magnencio.—Corrupción del Senado y del pueblo romano.—Barbarie y furores de Galo.—Descripción de las provincias de Oriente.—Nuevas crueldades del césar Galo.—Constancio concede la paz a los alemanes, que la imploran.—Llama el Emperador a Galo y le hace decapitar.
Habíanse corrido los azares de interminable lucha, y el cansancio se apoderaba de los dos bandos después de aquella terrible serie de esfuerzos y de peligros; pero apenas había cesado el clamor de las trompas y los soldados habían regresado a sus cuarteles de invierno, cuando, por adversa fortuna, los atentados del césar Galo daban origen a nueva serie de calamidades para el Estado. Por inesperado cambio de suerte, habiendo subido desde extraordinario abatimiento al rango más elevado después del supremo, este príncipe rebasó en seguida los límites del poder que se le había confiado, y manchó su administración con actos de salvaje crueldad. El brillo de su parentesco con la familia imperial, realzado con el nombre de Constancio, con que acababa de ser honrado, exaltó en modo extraordinario su arrogancia, siendo cosa clara para todos que solamente le faltaba la fuerza para llevar sus furores hasta en contra del mismo autor de su elevación. Los consejos de su esposa irritaban más y más sus feroces instintos. Hija de Constantino, que la casó primeramente con su sobrino el rey Annibaliano, se enorgullecía sobremanera llamando hermano al Emperador reinante: y esta Megera mortal, tan sedienta de sangre humana como su esposo, le excitaba continuamente a derramarla. La edad aumentó en ellos la ciencia del mal; habían organizado tenebroso espionaje, compuesto de agentes pérfidamente hábiles para envenenarlo todo con lisonjeros relatos; debiéndose a sus ocultos manejos las acusaciones de entregarse a las artes nefandas o de aspirar al trono, acusaciones que caían sobre los varones más inocentes. La repentina catástrofe de Clemacio, eminente personaje de Alejandría, señala especialmente el alcance de una tiranía que no se limita a los crímenes vulgares. Dícese que, sintiendo su suegra violenta pasión por él, y no habiendo podido conseguir que le correspondiese, había conseguido penetrar en palacio por una entrada secreta; y que allí, mostrando a la reina un collar riquísimo, consiguió se enviase una orden de ejecución a Honorato, conde del Oriente. Recibida la orden, fue ejecutado Clemacio, sin darle tiempo para pronunciar una palabra.
Después de este acto inaudito, prueba de desenfrenada arbitrariedad, podía temerse por otras víctimas; y en efecto, por sombra de sospecha se multiplicaron las sentencias de muerte y de confiscación. Los desgraciados a quienes se arrancaba de sus lares sin dejarles otra cosa que los gemidos y las lágrimas, tenían que vivir de limosna; y hasta las sencillas prescripciones de orden público venían a ser auxiliares de una autoridad inhumana, cerrando a aquellos infelices las puertas de los ricos y de los grandes. Desdeñábanse las ordinarias precauciones de la tiranía; y ni un acusador, ni siquiera de oficio, dejó oír su voz comprada, aunque no fuese más que para tender un velo de formas jurídicas sobre aquel montón de crímenes. Lo que el implacable César había dictado era considerado como legal y justo, siguiendo inmediatamente la ejecución a la sentencia. Pensóse también en recoger hombres desconocidos, de condición bastante vil para que no llamasen la atención y enviarles a espiar en las calles de Antioquía. Aquellos malvados paseaban afectando indiferencia, se mezclaban especialmente en los grupos de las personas distinguidas y penetraban en las casas ricas so pretexto de pedir limosna. Terminado el paseo, cada uno de ellos entraba en palacio por una puerta excusada y daba cuenta de lo que había visto u oído: existiendo previo concierto, primeramente para mentir o amplificar los relatos, y además para suprimir toda palabra laudatoria que el terror hubiese podido arrancar a algunas bocas. Ocurrió más de una vez que una frase dicha, al oído, en el secreto de la intimidad, por un esposo a su esposa, hasta sin testigos domésticos, la conocía a la mañana siguiente el César, que parecía poseer las facultades adivinatorias que se refieren de Amphiarao y de Marcio; llegándose a temer que las paredes se enterasen de los secretos. La reina, que parecía empujar con impaciencia a su esposo al precipicio, estimulaba más y más este furor de averiguación; cuando, mejor inspirada, hubiese podido traerle a las vías de la clemencia y de la verdad por medio de la facultad de persuasión que la Naturaleza ha dado a su sexo; pudiendo imitar el excelente modelo que le ofrecía la esposa del emperador Maximino, princesa a quien presenta la historia de los Gordianos constantemente ocupada en el cuidado de dulcificar a su feroz marido.
Últimamente vióse que Galo no retrocedía ante un medio tan peligroso como infame, que, según dicen, usó ya Galieno en otro tiempo en Roma para deshonra de su gobierno, el de recorrer de noche las encrucijadas y las tabernas con corto número de acompañantes, que ocultaban espadas entre las ropas, preguntando a cada cual en griego, lengua que le era familiar, qué pensaba del César. Esto osó hacer en una ciudad cuya iluminación nocturna rivalizaba con la claridad del día. A la larga se descubrió el incógnito, y viendo entonces Galo que no podía salir del palacio sin que le conociesen, no realizó ya excursiones sino en pleno día y solamente cuando se creía llamado por grave interés: pero fue necesario el transcurso de mucho tiempo para que se olvidasen aquellos horribles excesos.
Thelassio, que era entonces prefecto presente del pretorio, de tan rudo carácter como el príncipe, estudiaba la manera de irritar aquel ánimo cruel y de impulsarlo a mayores excesos. En vez de procurar atraer a su señor a la benevolencia y a la razón, como a veces han intentado con éxito los que se encuentran cerca de los poderosos, adoptaba, al menor disentimiento, actitud de oposición, que provocaba infaliblemente accesos de ira. Thelassio escribía con frecuencia al Emperador, exagerando el mal y procurando, ignórase con qué objeto, que supiese Galo que así lo hacía. Esto aumentaba la exasperación de Galo, que se precipitaba ciegamente entonces contra el obstáculo; sin detenerse más que un torrente en el camino de crueldad a que se había lanzado.
Otras muchas calamidades azotaban al Oriente en esta época. Conocido es el carácter inquieto de los isaurios: en tanto tranquilos, en tanto llevando a todas partes la desolación con repentinas correrías, por haberles dado buenos resultados algunos actos de depredación realizados de tarde en tarde, se enardecieron con la impunidad hasta el punto de lanzarse a grave agresión. Su turbulencia había sido hasta entonces la causa de las hostilidades; pero ahora apelaban con cierta jactancia al sentimiento nacional, sublevado por un ultraje extraordinario. En contra de la costumbre, algunos prisioneros isaurios habían sido arrojados a las fieras en el anfiteatro de Iconio, en Pisidia. Cicerón dijo: «El hambre atrae a las fieras al punto donde una vez encontraron pasto.» Multitud de aquellos bárbaros abandonaron sus inaccesibles montañas y cayeron sobre las costas. Ocultos en el fondo de barrancos o en profundos valles, acechaban la llegada de las naves de comercio, esperando, para atacarlas, a que cerrase la noche. La luna, en creciente, les daba bastante luz para observar sin descubrirles. En cuanto suponían dormidos los marineros, trepaban con pies y manos por los cables de las anclas, asaltaban en silencio las naves, sorprendiendo de esta manera a la tripulación; y, excitados por la avidez, su ferocidad no perdonaba a nadie, hasta que, exterminados todos, se apoderaban del botín sin distinguir lo bueno de lo malo.
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