El nombre de Dios es Misericordia
Francisco
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Título original: Il nome di Dio è Misericordia. Una conversazione con Andrea Tornielli,
por Jorge Maria Bergoglio, papa Francisco
© del diseño de la portada, Departamento de Arte y Diseño,
Área Editorial Grupo Planeta
© de la imagen de la portada, título del libro escrito a mano por el papa Francisco
© Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2016
© EDIZIONI PIEMME Spa, Milán, 2016
© Libreria Editrice Vaticana, por Misericordiae Vultus
© de la traducción, María Ángeles Cabré, 2016
Este libro ha sido negociado a través de Ute Körner Literary Agent, Barcelona
© Editorial Planeta, S. A., 2016
Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com
Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2016
ISBN: 978-84-08-15115-9 (epub)
Conversión a libro electrónico: J. A. Diseño Editorial, S. L.
Índice
Y Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh, Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh, Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Lucas 18, 9-14
A L LECTOR
La mirada de Francisco
La mañana del domingo 17 de marzo de 2013, Francisco celebraba su primera misa con el pueblo tras su elección como obispo de Roma, que había tenido lugar la tarde del miércoles anterior. La iglesia de Santa Ana del Vaticano, que se halla a dos pasos de la homónima puerta de entrada al Estado más pequeño del mundo y que hace las funciones de parroquia para los habitantes de Borgo Pio, estaba repleta de fieles. También yo estaba allí con algunos amigos. Francisco ofreció en aquella ocasión su segunda homilía como papa, hablando sin tapujos: «El mensaje de Jesús es la misericordia. Para mí, lo digo desde la humildad, es el mensaje más contundente del Señor».
El pontífice comentaba el fragmento del Evangelio de san Juan que habla de la adúltera, la mujer que los escribas y los fariseos estaban a punto de lapidar tal como prescribía la Ley de Moisés. Jesús le salvó la vida. Pidió a quien estuviera libre de pecado que tirara la primera piedra. Todos se marcharon. «Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en adelante, no peques más» (8, 11).
Francisco, refiriéndose a los escribas y a los fariseos que habían arrastrado a la mujer que iban a lapidar frente al Nazareno, dijo: «También a nosotros, a veces, nos gusta castigar a los demás, condenar a los demás». El primer y único paso que se pide para experimentar la misericordia, añadía el papa, es reconocerse necesitados de misericordia: «Cuando reconozcamos que somos pecadores, sabremos que Jesús vino por nosotros». Basta no imitar a aquel fariseo que estando frente al altar le agradecía a Dios no ser un pecador «como todos los demás hombres». Si somos como ese fariseo, si nos creemos justos, «¡no conoceremos el corazón del Señor y no tendremos jamás la alegría de sentir esta misericordia!», explicaba el nuevo obispo de Roma. Quien está acostumbrado a juzgar a los demás desde arriba, sintiéndose cómodo, quien por lo general se considera justo, bueno y legal, no advierte la necesidad de ser abrazado y perdonado. Y en cambio hay quien lo advierte, pero piensa que no tiene remedio por el excesivo daño cometido.
Francisco reprodujo a este respecto una conversación con un hombre que, al oír que se le hablaba de este modo de la misericordia, respondió: «¡Oh, padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría así! ¡Las he hecho muy gordas!». Ésta fue la respuesta: «¡Mejor! ¡Ve a ver a Jesús: a Él le gusta que le cuentes estas cosas! Él las olvida, Él tiene una capacidad especial para olvidarse de las cosas. Se olvida, te besa, te abraza y solamente te dice: “Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en adelante, no peques más”. Tan sólo te da ese consejo. Un mes después, estamos igual… Volvemos a ver al Señor. El Señor jamás se cansa de perdonar: ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Entonces debemos pedir la gracia de no cansarnos de pedir perdón, pues Él jamás se cansa de perdonar».
De aquella primera homilía de Francisco, que me impresionó especialmente, emergía la centralidad del mensaje de la misericordia que caracterizaría estos primeros años de pontificado. Palabras sencillas y profundas. El rostro de una Iglesia que no reprocha a los hombres su fragilidad y sus heridas, sino que las cura con la medicina de la misericordia.
Vivimos en una sociedad que nos acostumbra cada vez menos a reconocer nuestras responsabilidades y a hacernos cargo de ellas: los que se equivocan, de hecho, son siempre los demás. Los inmorales son siempre los demás, las culpas son siempre de otro, nunca nuestras. Y vivimos a veces la experiencia de un cierto retorno al clericalismo consagrado a trazar fronteras, a «regularizar» las vidas de las personas mediante la imposición de requisitos previos y prohibiciones que sobrecargan el ya fatigoso vivir cotidiano. Una actitud siempre dispuesta a condenar pero mucho menos a acoger. Siempre dispuesta a juzgar, pero no a inclinarse con compasión ante las miserias de la humanidad. El mensaje de la misericordia —corazón de esa especie de «primera encíclica» no escrita, pero contenida en la breve homilía del nuevo papa— acababa a la vez con ambos clichés.
Algo más de un año después, el 7 de abril de 2014, Francisco volvió a comentar el mismo fragmento durante la misa matutina en la capilla de la Casa Santa Marta, confesando su emoción ante esta página evangélica: «Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Y, con la misericordia, «Jesús va incluso más allá de la Ley y perdona acariciando las heridas de nuestros pecados».
«Las lecturas bíblicas de hoy —explicó el papa— nos hablan del adulterio», que junto a la blasfemia y a la idolatría estaba considerado «un pecado gravísimo en la Ley de Moisés», castigado «con la pena de muerte» por lapidación. En el pasaje sacado del octavo capítulo de san Juan, el papa señalaba: «Hallamos a Jesús, sentado allí, entre toda la gente, haciendo de catequista, enseñando». Después «se acercaron los escribas y los fariseos con una mujer que arrastraban, quizá con las manos atadas, como podemos imaginar. Y entonces la pusieron en el centro y la acusaron: “¡He aquí una adúltera!”». La suya es una acusación pública. El Evangelio cuenta que a Jesús le hicieron una pregunta: «¿Qué debemos hacer con esta mujer? ¡Tú nos hablas de bondad, pero Moisés nos ha dicho que debemos matarla!». «Eso decían —advirtió Francisco—, para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo.» Y lo cierto es que si Jesús les hubiera dicho: «Sí, adelante con la lapidación», hubieran tenido la oportunidad de decirle a la gente: «¡Mirad a vuestro Maestro, con lo bueno que es, qué le ha hecho a esta pobre mujer!». Si, en cambio, Jesús hubiera dicho: «¡No, pobrecilla, hay que perdonarla!», entonces podían acusarlo «de no cumplir la Ley».
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