NOTA DE LECTURA
Esta concisa exposición del Evangelio atribuido a Marcos se propone presentar al lector las premisas teológicas de un escrito de pretensión historiográfíca pero concebido desde la fe en la supuesta resurrección de un galileo conocido por el nombre de Jesús de Nazaret, o el Nazareno, así como identificar las huellas que paradójicamente este relato ha conservado de su personalidad histórica.
La premisa mayor marquiana consiste en otorgar autenticidad a lo que no es sino una impresionante ficción legendaria según la cual Jesús habría previsto, asumido y anunciado secretamente a sus discípulos, antes de iniciar el período decisivo de su aventura personal, su martirio expiatorio y su resurrección al tercer día. En la historia de la exégesis neotestamentaria, dicha ficción recibió el nombre de secreto mesianico porque escenifica la revelación hecha por Jesús de que el Mesías -él mismo- debe sufrir y morir conforme a un plan de salvación universal establecido por Dios desde el inicio de los tiempos. Este imaginario episodio constituye la piedra fundacional de la revelación cristiana, razón por la que Hans Conzelmann, con su reconocida autoridad, pudo escribir sin hipérbole que «la teoría del secreto es la presuposición fundamental del género Evangelio».
Tal construcción fideísta descansa en un mythologema que distorsionó radicalmente y adulteró tanto la figura como la andadura del Nazareno, al sustituir al Jesús de la historia por el Cristo de la fe. El salto del uno al otro constituye una fractura incurable -pese a los denodados esfuerzos de los biblistas antiguos y modernos por introducir ansiosamente las indispensables mediaciones teológicas- y comportó consecuencias ideológicas de inmenso alcance para la historia del hombre occidental, consecuencias drásticamente operantes aún en la sociedad de hoy.
Antes de que el lector inicie la lectura de este libro, conviene advertir que el profesor A. Piñero ha suscitado reservas a mi tesis sobre el alcance del mandato de Jesús de amar a los enemigos. Estas son sus tres objeciones: 1. el término polemios -en su acepción sustantivada de enemigo público- apenas aparece en la literatura correspondiente en lengua griega; 2. la instrucción, inserta en las perícopas de Mt 5.38-48 y Le 6.27-38, de poner la otra mejilla, podría evocar la conducta de los soldados romanos, que con frecuencia abofeteaban a sus sometidos cuando lo juzgaban oportuno; 3. la referencia en Mateo (loe. cit.) a la requisa para prestar un servicio de transporte, y la consiguiente admonición a hacer dos millas aunque sólo se fuera requerido para el servicio de una.
A mi juicio, estas tres objeciones, que el lector debe recordar al leer el apartado D del capítulo 14, no ofrecen suficiente peso para debilitar mi posición, dentro del extenso tejido argumental que la sustenta. Veamos.
1. Respecto del no uso de polemios en los documentos neotestamentarios o en las versiones griegas de la literatura del judaísmo tardío (incluida la Septuaginta), la objeción resulta sólo aparente. Si el Nazareno hubiera querido expresar sin ambages -en arameo, naturalmente- que él venía a inaugurar una nueva e inesperada dispensación moral en cuya virtud también los agresores bélicos o miembros de las naciones enemigas de Israel y del plan soteriológico de su Dios -es decir, los enemigos públicos del pueblo elegido- debían ser amados en cuanto tales, entonces habría tenido que alterar en forma nítida y percutiente el lenguaje habitual mediante el empleo de un término inequívoco o de una perífrasis que desbordasen claramente lo que sugiere habitualmente en griego el vocablo ekhthros (enemigo privado, personal). De no hacerlo así, el supuesto novísimo precepto hubiera quedado sin virtualidad expresiva, enmascarado y finalmente reducido a las categorías de la ética tradicional de su entorno. Señalaba C. G. Montefíore, en un contexto análogo, que si Jesús hubiese resuelto incluir colectivamente a los no-judíos en el precepto de amar a los enemigos, se habría visto obligado a declararlo drásticamente y con solemnidad -como lo hizo en otras grandes ocasiones-, en estos términos: «hasta ahora os han dicho…, pero yo os digo que hay que amar igualmente a los adversarios gentiles, a los opresores romanos, a los enemigos del pueblo judío». Es patente que él no lo hizo. De haberlo hecho, habría destruido los imperativos de la pugna mesiánica por instaurar el Reino de Dios en la Nueva Jerusalén. Una tal novísima dispensación habría exigido la introducción, por ejemplo, de un término como polemios -justamente por su carácter insólito-, o una perífrasis equivalente, en los pasajes sinópticos mencionados. Por lo demás, ya en sí mismo, el deslinde filológico ekhthros-polemios, hostis-inimicus, revela su gran valor propedéutico -lo que A. Piñero quizá no haya captado- precisamente porque resulta indispensable en su función de plataforma desde la cual ahondar y comprender la dualidad enemigo público-enemigo privado y sus consecuencias para una correcta interpretación de la ética escatológica de Jesús. La parábola del samaritano, en el Evangelio de Lucas, al delimitar con rigor el concepto de prójimo, entraña una ilustración e inequívoca corroboración de mi percepción de la categoría enemigo en la mente de Jesús, como podrá apreciar quien lea atentamente la sección 3.13 de mi libro Fe cristiana. Iglesia, poder.
2. Parece una fantasía de filólogo encontrar en la metáfora de la bofetada en la mejilla una referencia a los romanos como enemigos públicos. Desde que el mundo es mundo, jamás el hombre ha empleado este ademán como método de acción bélica o como procedimiento de combate. Antes estarían, en todo caso, el puñetazo o la patada en zonas vitales. No. Por el contrario, la bofetada en la mejilla ha sido el gesto habitual por antonomasia para marcar en las relaciones privadas una actitud de ira dirigida a la humillación personal o a la afrenta o castigo frente a un enemigo en el entorno convivencial -aunque en alguna ocasión pudiese ser una autoridad pública la abofeteada-.
3. La referencia a la requisa, que se encuentra en Mt 5.41, merece dos comentarios. El primero, para puntualizar que se trata de una referencia que está ausente del correspondiente paralelo en Lucas. El segundo, para subrayar que la ética escatológica del Nazareno es una ética interina, una moral de emergencia que equivale a una verdadera disciplina penitencial -como advirtiera ya J. Weiss-. Por consiguiente, un signo de autosacrificio y mansedumbre personales -en la línea del cambio de mente (metanoia) que reclamaba vehementemente Jesús de los suyos- podría ser, entre otros muchos, tanto en la vida pública como privada, asumir con buen ánimo la penosa carga de un servicio público. No se trataba de recomendar una actitud conformista, pasiva o evasiva en el curso de una batalla campal, o de asociarse a la violencia bélica de un enemigo público. Las penalidades de una época dura brindaban estímulos para el ejercicio de la abnegación.
Ante el evidente sentido de numerosos textos que he propuesto en otros lugares, estas tres reservas me parecen irrelevantes para las conclusiones que sostengo sobre el alcance y significado de la doctrina ética del Jesús histórico, aunque un exégeta esté en su derecho al sugerirlas. Esas reservas nada tienen que ver con un supuesto mandato de Jesús de amar a los enemigos públicos en cuanto tales. No sólo no hay huellas de tal mandato en los Sinópticos, sino que justamente estos textos están saturados de diáfanos pronunciamientos del Nazareno contra los enemigos públicos del Dios de Israel, hasta someterlos en una lucha ideológica sin cuartel.