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VV. AA. - A favor de España

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  • Libro:
    A favor de España
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    La Esfera de los Libros
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    2014
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A favor de España: resumen, descripción y anotación

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Este libro surge de la necesidad de llenar un vacío. Frente a una estrategia claramente meditada y pensada, así como bien financiada, de fabricació de un potente discurso nacionalista, millones de españoles se encuentran huérfanos de planteamientos para defender algo muy sencillo: que la idea de España, una realidad con más de quinientos años de historia, ha sido un proyecto exitoso y que sigue siendo la plataforma más segura y potente para navegar por las aguas turbulentas de un mundo globalizado, complejo e incierto. Los distintos gobiernos de la nació y los grandes partidos nacionales han estado hasta ahora en otra cosa: en el pacto, en el parche, cuando no en la más pura indolencia cómplice con el chantaje y el victimismo permanente que representa la obsesió identitaria.Los autores de este ensayo, ante una de las mayores crisis históricas, se han planteado con A favor de España y abrirse a esa parte de la sociedad civil preocupada por lo que está sucediendo y la falta de una respuesta de las instituciones a la altura del desafío. Con este ánimo ha convocado a expertos y académicos independientes, junto a otros colaboradores habituales ?varios de ellos procedentes tanto del País Vasco como de Cataluña?, con el objetivo de analizar con serenidad todas las contradicciones y falacias que se encuentran tras la estrategia secesionista, así como valorar los costes directos e indirectos (económicos, sociales, políticos?) que este proceso tendría para todos los españoles, incluidos los propios ciudadanos catalanes y vascos

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P REFACIO

E sta obra colectiva surge para reflexionar sobre el riesgo y los costes de la hipotética ruptura de España desde diferentes perspectivas —histórica, política, psicológica, jurídica, cultural—, y también para proponer soluciones. Reflexionar, debatir y proponer alternativas que eviten ese desastre es fundamental, y más aún en un momento de lamentable debilidad del debate político, sustituido por la consigna, la propaganda y el improperio sectario.

Todos sus autores, que por lo demás tienen sus propias ideas sobre multitud de cosas, coinciden en que la ruptura de España sería un desastre para todos nosotros, los ciudadanos españoles, y no solo para los separatistas partidarios de la secesión, sumergidos en un sueño narcótico que da la espalda a la realidad y desprecia la razón democrática.

La ruptura de España es un riesgo cierto que no cabe ignorar, como se ha hecho tantas veces desde el establishment político, económico y mediático, hasta que ha sido imposible seguir ignorando que «el dinosaurio seguía allí». Pero la ruptura no es inevitable: ni ha sucedido ni tiene por qué ser inexorable. Al contrario, si ha llegado a ser una amenaza real es como consecuencia de una prolongada desidia y pasividad que ya son intolerables.

La resignación, la neutralidad, la pereza y el inmovilismo son los mejores aliados de esa amenaza. Un peligro nacido en buena medida del desistimiento, la incomparecencia o el ninguneo, durante muchos años, de una defensa activa y razonada de lo mucho que une y tienen en común los ciudadanos españoles de todas las comunidades y territorios que componen España. Mientras que el localismo, el regionalismo y el nacionalismo separatista eran vistos y reivindicados con comprensión y simpatía, para hablar de España parecía obligado empezar pidiendo perdón primero. Lo común, desde la lengua hasta la historia y la cultura, ha sido visto como sospechoso y reaccionario, mientras cualquier localismo o tradición particularista, auténtica o recién inventada, era elevada a la categoría de bien cultural amenazado, a defender contra la «uniformidad».

Quizá el mayor logro conseguido por los partidarios de la desunión, la ruptura y la segregación basada en el narcisismo de las pequeñas diferencias haya sido un triple mensaje inoculado con indudable éxito en amplios sectores de la opinión pública española, y especialmente entre los que se consideran más progresistas, abiertos y ajenos a cualquier sospechoso «nacionalismo español»: la nación española es una ficción impuesta por la dictadura franquista (las naciones verdaderas son las étnico-lingüísticas de los nacionalistas: vascos, catalanes, gallegos, etc.); la secesión de una parte, como Cataluña o el País Vasco, es asunto exclusivo de ellos, porque tienen «derecho a decidir»; la obligación de los demás será aceptar ese ejercicio unilateral de un derecho del que aquellos están excluidos.

En resumidas cuentas, el mensaje es que la ruptura de España no tendría ningún coste para los ciudadanos de lo que quedara de ese extraño Estado sin nación. Y sin duda le iría mucho mejor al territorio separado, liberado de la intromisión española. Así que todo el mundo contento: «Aquí paz y después gloria».

La verdad es muy diferente: en un proceso de secesión y ruptura de la nación española perdemos todos. Y no solo, que también, en términos económicos —seríamos más pobres, especialmente los separados—, sino políticos, históricos, culturales, morales y emocionales.

Pensar que es posible romper sin coste alguno una comunidad unida por intrincados lazos seculares —tan reales como invisibles para quien no quiera verlos— es empeñarse en ignorar todo lo que la historia muestra y todo lo que sabemos de la naturaleza humana. La ruptura representaría un trauma gigantesco y una frustración colectiva difícil de imaginar. Aunque no mediara violencia física, al estilo de la que bañó en sangre la desmembración de Yugoslavia (basada en argumentos no muy diferentes a los que manejan entre nosotros los partidarios de la secesión), la ruptura de España sería el resultado de ejercer una extremada violencia simbólica, ética y emocional: la indispensable para convertir en «extranjero» (y a menudo en «traidor») a un vecino, compañero, amigo o pariente.

Como demuestra el avance del separatismo allí donde se produce, la primera pérdida que provoca es la del pluralismo. No solo político, sino de cualquier otra clase. El separatismo necesita unanimidad y justificarse con la existencia de un enemigo opuesto a la «libertad» colectiva que invoca. Para eso necesita fabricar ese enemigo, que no es otro que el antiguo conciudadano y compatriota. Y para instaurar el colectivo propio como un pueblo enfrentado al otro, priva de libertad personal a sus propios miembros: o se está con el «nosotros» unánime y monolítico que se pretende emancipar, o se está con el enemigo que lo impide.

Esto requiere sacrificar la libertad cultural e intelectual de los individuos, que representa un gran inconveniente en ese proceso. El separatismo es siempre un «pensamiento único» que no admite alternativas. O se está con la independencia, o contra ella; o se pertenece al «nosotros», o se apoya al enemigo. Y con las alternativas excluye a las personas que las defienden. La exclusión de la disidencia siempre conduce a la exclusión del disidente y a su persecución. Como ha ocurrido en Cataluña, se comienza imponiendo la inmersión lingüística obligatoria en la escuela a los niños castellanohablantes (algo más de la mitad de los catalanes), y se acaba promoviendo el incumplimiento de la Constitución y de las leyes desde el gobierno de partidos implicados en numerosos casos de corrupción.

Ese mundo en blanco y negro de fervorosos patriotas y enemigos de la patria inventada es, en última instancia, incompatible con una democracia auténtica. Los «patriotas» se perdonan todo a sí mismos, incluyendo el crimen, pero a sus «enemigos» nada. Cuando todos los partidos defienden lo mismo, cuando todos los medios de comunicación comunican la misma línea editorial, cuando la educación y la cultura se ponen al servicio de ese mensaje único, entonces desaparece la «libertad de elegir» y, por tanto, esa libertad que es el requisito y objetivo de la democracia.

Donde solo hay una elección posible desaparece la libertad y, por tanto, la democracia. A veces incluso más, como advierte el siniestro eslogan del nacionalismo castrista en Cuba: Patria o muerte , copiado por ETA en el País Vasco ( aberria ala hil ) para justificar sus asesinatos.

Irónicamente, los partidarios de esa reducción de la democracia a una pura apariencia donde todo conflicto interno se «sacrifica» a la necesaria unanimidad contra el enemigo (ya discutiremos entre nosotros cuando seamos independientes) invocan, como fundamento de la erradicación de la «libertad personal de elegir», un presunto «derecho colectivo a decidir» que no es sino la exclusión del otro despojado de su derecho a la igualdad, tanto del que vive en otro territorio —los demás españoles, que no podrían decidir sobre su país— como del disconforme que vive en el interior. Como bien saben los vascos, en el lenguaje del nacionalismo, «españolista» es un simple sinónimo de «traidor» y, sobre todo, una amenaza si viene de los violentos.

Si España llegara a romperse, lo que se habría roto es no solo un Estado con siglos de historia, sino sobre todo una comunidad nacional democrática. Todos perderíamos y seríamos mucho más pobres. Lo que se empobrecería no es solamente la economía, sino las libertades personales y civiles, la igualdad jurídica y de oportunidades, la dignidad colectiva y la pertenencia a una comunidad frustrada y fracasada. Donde ahora solo hay líneas en un mapa de comunidades autónomas, habría fronteras muy reales. Donde existe la libertad de circular y vivir como ciudadano en un amplio y diverso país, se instauraría el confinamiento y la extranjería en pequeños territorios.

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