Dedico este libro a mi madre, a Marta, a Ilena, a Pepe (J. J. Almaraz in memoriam) y a todas las personas con las que he compartido ilusiones e irritaciones políticas
I. EL PERIODISMO COMO MODELO
Y COMO PERVERSIÓN
1. Estereotipia y ornamento
«Un siglo más de periodismo y todas las palabras hederán.» En 1882 Nietzsche escribió esto como señal de alarma ante lo que «tira hacia abajo»; y justo cien años después, Roland Barthes alertaba del «peligro intelectual» que revestía el periodismo entronizado como «nuevo poder». Entretanto, en la Viena posimperial, A. Schnitzler constataba que «los articulistas» habían hecho aborrecible «un gran número de palabras», mientras Karl Kraus retomaba la metáfora del hedor en su ataque a la cháchara como «peste mental».
Desde hace mucho, la necesidad humana de contar lo que pasa tiende a quedar circunscrita en bolsas. Bolsas «fláccidas», dijo el escritor R. Musil. En la era del profesionalismo numerosas actividades necesarias han cuajado en cuerpos con reflejos corporativos (tics que quizá me resultan más fáciles de reconocer porque no me identifico con profesión alguna). «Todas las ideologías profesionales son nobles», ironiza Musil, para mostrar que «no hay que reverenciar demasiado la imagen de una actividad representada en la conciencia de aquellos que la desarrollan». Sin embargo, estas representaciones pueden variar, y así ha sido cuando las condiciones a que se somete la tarea de informar han derivado hacia la precariedad. Cada vez el Zeitungsapparat deja menos espacio para lo que puede acompañar como lo hace una relación personal (así, en mi caso, me acompañaron las columnas de Josep Pernau o el trabajo de J. M. Huertas Clavería en concomitancia con el movimiento de barrios).
No me propongo retratar la naturaleza de una profesión. Lo que este libro tiene de crónica es que en él se cuentan cosas vividas en un amplio lapso de tiempo. Así pues, no aspiro a la exhaustividad ni a la objetividad; hablo de lo que he tenido cerca: diarios que he leído, ámbitos que he conocido... No soy tan masoquista como para seguir la prensa más zafia; además, como decía en un artículo que escribí después de haberme encerrado para ultimar Afinidades vienesas y que pensé (erróneamente) que podría interesar a los afectados, centrarse en las prácticas más escandalosas podría suscitar «un asentimiento tan fácil como falso». Sin negar las diferencias, se trataba de ver en qué medida «ciertas inercias se mantienen como un bajo continuo por debajo de un tipo u otro de ejecución». Y un ejemplo podría ser la reacción de tildar de «elitista» a quien como Musil contrapone su concepción del escritor y su experiencia del periodismo.
Pero el diagnóstico musiliano nos remite a deslizamientos que hoy se han generalizado con un efecto aletargador: el tono rutinario de la burocracia encuentra compensación en el sensacionalismo, mientras lo putrefacto se envuelve en formas asépticas. Y a esto responde la imagen del hedor: a la reacción de un cuerpo ante una descomposición de la cual se aparta, exactamente en el sentido en que en un momento de propagación de la sífilis Nietzsche dijo: «Estamos más enfermos de nuestras opiniones públicas que de los males adquiridos por la relación con mujeres públicas.»
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La opinión pública fue, en el París posrevolucionario, un elemento decisivo en el tránsito de un poder divino y de sangre a una red invasiva de formas de control o normalización; pero antes se encarnó en hojas volantes cuyo centro era el Palais Royal, cuando aún no se había construido ahí el primer pasaje cubierto con vidrio y aquello era un hervidero de cenáculos, timbas, burdeles...
Bajo los arcos de ese Palais se reunían Diderot, Rousseau, Restif de la Bretonne..., y ahí, en todos ellos aunque con diferencias –Diderot oponía una exigencia de distancia a la ilusión rousseauniana de la transparencia del sentimiento–, se apuntaba una concepción de la experiencia y del valor que incluía nexos entre este y la afección o la reacción física –por ejemplo, ante el hedor.
Que la aisthesis está en el origen del deslinde entre lo que tenemos por bueno y lo que rechazamos, se ve en los niños que actúan como si emitieran ese juicio; no obstante, la disposición a rehuir algo es previa a lo que se puede universalizar en la forma de un juicio. Luego el aprendizaje facilitará el paso de la sensación a la abstracción y la ética; pero la discriminación entre aquello a lo que decimos sí y lo no aceptable empieza como respuesta físico-expresiva.
El «no» que emana de lo íntimo tiene su reverso en manifestaciones de afinidad o de cuidado. Hemos podido ver ambas cosas en ese magnífico profesor Bernhardi que ha sido Lluís Homar en la representación de la pieza de Schnitzler en Barcelona. Después de que el profesor no cediera ante un conciliábulo de intereses, el ministro de Educación, viejo amigo suyo, exclama: «eres lo que se llama un hombre decente, eres un sentimental»; y este mismo político constata cuán difícil resulta «deshacerse del todo» de lo que nos liga con la calidez del sentimiento o la simpatía.
El ser humano habita en una red de relaciones que se teje en planos diversos y que tironea hacia aquí o hacia allí antes de toda deliberación, sea por un resorte de aproximación o por un malestar que hace retirar la mirada. Podemos llamarlo interacción de sentido en atención a los dos extremos entre los que bascula este término –el sentir del cuerpo, el significar del lenguaje–, sabiendo que ni uno ni otro pertenece al plano de lo que se puede definir o programar, antes bien es previo a ello. Diderot lo condensa en el modo en que nos afecta una expresión o el contacto (toucher) de una imagen...; y Nietzsche lo identifica con el olfato como metáfora de lo que atrae o hace que nos alejemos con displacer.
Por aquí, no; esto es el desierto: la muerte, la indiferencia. Por aquí hiede. Por allá, en cambio, la relación se activa; los afectos devienen experiencia. Así en el encuentro amoroso o en el reanudamiento de una amistad. También puede ser una lucha con un adversario que esté a la altura. O un lazo existencial con un lugar o con un objeto; es, por ejemplo, la relación del marino con el barco. Incluso puede darse en ámbitos en las antípodas del juego envolvente del arte –en el que múltiples tiempos convergen en un núcleo que los actualiza y los hace valer–. Según esto, el trabajador (lo explica Simone Weil en La condition ouvrière y yo lo he vivido), aunque pase la jornada atado a lo que le expropia su energía, puede querer enseñar a su hijo ese espacio en el que pese a todo discurre su vida y que incluye elementos susceptibles de marcar la memoria afectiva. El animal relacional que somos –un animal de imaginación– no tolera que no haya otros estímulos que los económicos o de subsistencia.
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Conocer para vivir más y vivir para conocer más: a veces me he acogido a este exergo recordando los motti que se estampaban con una imagen en una moneda. Pero estamos ya muy lejos de poder condensar la identidad en un emblema: «¿Una divisa? (...) Por más que me limite, / al día quizá una docena precise...», decía Schnitzler. Por otro lado, el término «emblema» ha devenido un ejemplo de hedor por el uso periodístico de su forma adjetivada (así, de Cayetana de Alba se dijo, a su muerte, que había sido «la duquesa más emblemática»).
Sin duda, los márgenes abiertos que se oponen a toda ilusión de un encapsulamiento constituyen una ganancia de libertad. Pero el amorfismo aboca a un mundo de una uniformidad simétrica a la del «tú debes». Si el modelo normativo de responsabilidad hizo que este término se desprestigiara a la vez que lo hacía el decoro burgués, Schnitzler constata que un «mundo irresponsable» es el imperio de la indiferencia, un mundo de un «aburrimiento letal». Y, frente a ello, el profesor Bernhardi hace lo que sabe que tiene que hacer cuando, como director del Elisabethinum, debe elegir entre dos candidatos y uno no sabe escribir y puede ser un peligro para los pacientes. Para él la cuestión es clara, indubitable, por muchas presiones que existan en sentido contrario. Empero, la capacidad imaginativa que nos hace prever las consecuencias de dar un cargo a un inútil, nos dispone también a mirar las cosas desde varios ángulos; según lo cual, aquello que ha dado forma a nuestra vida y por tanto reconocemos como propio, al desplegarse, muestra lo que en esa vida se abre a lo impropio –como un teatro en el que no hay separación entre la escena y el público.