Si la principal finalidad del lenguaje es comunicar, las palabras no la cumplen bien, ni en el discurso civil ni en el filosófico, cuando una palabra no suscita en el oyente la misma idea que representa en la mente del hablante.
JOHN LOCKE
Hombres sabios como Confucio y Sócrates sabían que, para entender algo, debes llamarlo por su justo nombre.
ROB RIEMEN
No eran aquellos tiempos, como los nuestros, en que la lengua es campo mostrenco en que todo el mundo echa basura y hace lo no decible. Fea han hecho la lengua con galicismos, anglicismos, germanías y, para decirlo con sus nombres propios, con argot y slang . Y las academias, tan contentas en sus sitiales.
ÁNGEL MARÍA GARIBAY
PRÓLOGO
Podemos decir con corrección, aunque también con malsonancia, que alguien “se apendejó”, pues el verbo “apendejarse” es pronominal que significa “desprevenirse” o “tornarse pendejo” (“tonto, estúpido”). Ejemplo: Me apendejé y perdí el tren. Pero no debemos decir, en cambio, que alguien “se alentó” porque se tornó lento, pues “alentar” es un verbo transitivo que significa “animar o infundir aliento a alguien o algo” y, en su uso pronominal (“alentarse”), “darse ánimo”. Nada tienen que ver “alentar” y “alentarse” con hacer las cosas con lentitud o hacerse lento alguien o algo, es decir “lentificar” o “ralentizar”, verbos transitivos que significan “imprimir lentitud a alguna operación o proceso, disminuir su velocidad”.
Sin embargo, hoy los mejores maestros del peor idioma son quienes tienen un micrófono y, desde la radio y la televisión, la zurran diciendo cosas como las siguientes: “El partido se alentó en la segunda parte y ya no hubo más emociones”. Obviamente se trata de una futbolejada, y quien tal cosa dijo, para otros miles que le creen, quiso dar a entender que el partido se tornó lento y sin emociones. Esto ha hecho escuela, y ahora hay quienes afirman, por ejemplo, no en el futbol, sino en otro campo aun más amplio (el de los internautas), que “mi laptop se alenta cuando pongo algún juego”. Quiere decir el discípulo de los locutores del futbol que su computadora portátil se pone lenta, se lentifica, cuando descarga en ella un programa de juegos. Así hablamos hoy, y así escribimos.
Cabe precisar que “apendejarse” (tornarse pendejo, descuidarse, distraerse) no es lo mismo que “hacerse pendejo”, locución verbal coloquial y malsonante que significa aparentar alguien que no advierte algo de lo que no le conviene darse por enterado. Ejemplo: Le mencioné sus deudas, pero se hizo pendejo y cambió la conversación. Cabe señalar también que, si usamos la lógica, decir que un pendejo se apendejó o se hizo pendejo, más que redundancia es contrasentido, pues ¿cómo poder distinguir estas acciones en alguien que no puede tornarse en lo que ya de suyo es y que, por serlo, no tiene siquiera la malicia o la lucidez para hacerse? Medítelo el lector y piense también en lo siguiente:
¿Se puede “lucir” mal, muy mal o, lo que es peor, de la chingada? ¿Tiene sentido que alguien le diga a otro (o a otra): “luces de la chingada”? Aunque lo escuchemos todo el tiempo, nada de esto tiene sentido, ni lógico ni gramatical, pues el verbo intransitivo “lucir” significa, antes que cualquier cosa, “brillar, resplandecer; sobresalir, aventajar”. De ahí que uno pueda decir y escribir que alguien o algo “luce imponente” o “luce maravillosa”, pero no, por supuesto, que “luce horrible o espantosa”. Con un sentido lógico, ¡nadie puede “lucir” del carajo!, pues algo así no es “lucir”, sino por el contrario “no lucir” o “deslucir”. ¿Cómo podría alguien, entonces, “lucir de la chingada”?
El uso del idioma sin lógica, sin ortografía, sin la buena sintaxis que exige la semántica, sin pleno sentido gramatical, no sirve de mucho para expresarnos y hacernos entender; se presta a la confusión y nos impide la clara comunicación. Por ello es necesario que nuestro idioma sea preciso. Bien decía el sabio padre Ángel María Garibay que debemos hablar con propiedad y limpieza, pues “la lengua hablada es imagen y vehículo. Como habla uno, así piensa”. Por ello, “hablar limpio es pensar seguro”.
Se necesita leer muy bien, y buenos libros, para saber distinguir, en sus contextos, las diferencias que hay entre las expresiones “haz lo posible” y “hazlo posible” y entre “por venir” y “porvenir”. Ejemplos: Haz lo posible por venir; El porvenir puede ser maravilloso: hazlo posible. Y una frase puede significar cosas distintas, según se desee. Ejemplo: Ve más allá. Dependiendo del contexto y de la intencionalidad, podemos ir o ver más lejos, más profundo. “Ir” y “ver” son ideas contenidas en esta misma frase. Las personas distinguen las diferencias cuando leen a conciencia. Rosario Castellanos supo lo propio y lo dijo poéticamente, insuperablemente: “Y luego, ya madura, descubrí/ que la palabra tiene una virtud:/ si es exacta es letal/ como lo es un guante envenenado”. Así de exacta es la palabra, para que sepamos distinguir “ya madura” de “llama dura”. Quienes leen a los mejores escritores acaban sabiéndolo, pues no hay mejor manera de aprender a escribir que leyendo a los mejores escritores.
Se aprende a escribir escribiendo, pero sobre todo leyendo, y no leyendo cualquier cosa, sino a quienes saben escribir porque, por principio, saben leer. Es verdad que se aprende a dialogar dialogando, pero no menos cierto es que, para meter la cuchara en la conversación, también hay que aprender a escuchar (en silencio) lo que los otros dicen y no únicamente nuestro monólogo. Y, por cierto, no lo que dice cualquiera, sino lo que dicen los mejores. Así es, exactamente, el aprendizaje de nuestra lengua, hablada y escrita. Hay que escuchar (no únicamente oír) y hay que leer (leer realmente y no pasar las páginas al vuelo) a los más capaces y diestros en nuestro idioma.
Así como quien habla mal, piensa mal, también escribe mucho peor. Siendo la lengua un ente vivo y no un fósil, se renueva constantemente. Lo malo es echarla a perder con tonterías y barrabasadas, muchas de ellas calcadas de otros idiomas, y muy especialmente hoy del inglés, y del peor inglés de los peores angloparlantes, hoy también imitados por los peores y más serviles anglicistas y anglófilos. Aunque el préstamo léxico es natural en todas las lenguas, especialmente cuando nombran realidades hasta entonces ajenas a la lengua que adopta el préstamo, como muy bien lo advirtió José Manuel Blecua, cuando fue director de la Real Academia Española, “los anglicismos son hoy [y desde hace ya algunas décadas] un peligro para el castellano”. Esto se debe al prestigio que mucha gente hispanohablante descastada le atribuye al inglés, y al desprestigio y desprecio con el que trata su propia lengua. Es como tratar mal a la madre que nos parió e idolatrar a la madre de otros que, por lo demás, es despreciativa con la nuestra. Esto es exactamente lo que ocurre con los enfermos de anglicismo, con los anglicistas patológicos.
Lo más extraordinario es que justamente en el ámbito de la academia y de las profesiones, esto es de las carreras universitarias, es donde más se utilizan los anglicismos idiotas e innecesarios que minan, que socavan nuestro idioma: ¡en el ámbito que debería proteger, con mayor celo, el patrimonio cultural de la lengua! Que los estudiantes de licenciaturas y posgrados reciban becas y se vayan a estudiar a los países anglosajones, y que para esto deban aprender y usar el inglés, ello no debería implicar que se olviden de su madre y, lo que es peor, que la traten con las patas, es decir con patanería. Debe renovarse la lengua, y lo está haciendo constantemente, pero —lo enfatizaba el padre Garibay hace ya sesenta años— “no tomando modos ajenos, ni inventando al tuntún lo que cada uno quiera. Y si en otros campos la invasión es reprobable, mucho más en el de la lengua que es el medio de conservación de la cultura propia”. Ningún universitario merece título alguno si antes no demuestra que conoce y sabe utilizar perfectamente su idioma. ¡Y bien sabemos que muchísimos de ellos no son capaces de escribir sus tesis! Pagan por ellas.