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© Ediciones Akal, S. A., 2009
A L.U.C.A. y a nuestro origen particular,
nuestros padres
Introducción
Hoy la ciencia tiene un preciso conocimiento de los fenómenos físicos responsables del nacimiento de nuestro Sistema Solar. Estos mecanismos no son nada extraordinarios, sino más bien corrientes, de modo que es altamente probable que su historia se haya repetido y se repita, una y otra vez, en el universo. En la actualidad se han detectado numerosos planetas extrasolares (vamos por más de 340) y sistemas planetarios en formación (varios miles), lo que confirma que existen innumerables mundos en los que eventualmente podría aparecer o haya aparecido la vida.
¿Qué probabilidad tiene la vida de emerger en uno de esos mundos recién formados? Para estimarla debemos partir del estudio de lo conocido: la Tierra. Por desgracia, muy poco es lo que sabemos con seguridad sobre la aparición de la vida en nuestro planeta. Sólo contamos con un conjunto de atractivas teorías y algunas pruebas geológicas para guiarnos. Sorprendentemente, todas apuntan hacia un origen temprano de la vida. Las rocas sedimentarias más antiguas, que nos indican la existencia de agua líquida en la superficie terrestre, datan de hace 3850 millones de años. Es decir, que apenas 600 millones de años después de la formación de la Tierra, ya estaba cubierta por océanos. Existen unas interesantes formaciones sedimentarias marinas, llamadas formaciones de hierros bandeados (en su abreviatura inglesa, BIF – Banded Iron Forms ), que están formadas por capas milimétricas y alternadas de óxidos de hierro y sílex. Se encuentran con abundancia en los estratos del Arcaico y del temprano Proterozoico, y las más antiguas tienen 3800 millones de años. ¿Qué tienen que ver con la vida estas formaciones? Pues resulta que el hierro sólo es soluble en el agua como hierro (II), de modo que si hay oxígeno libre en el agua, el hierro se oxida y sedimenta. Pero antes de que apareciera la vida, no pudo haber oxígeno libre. ¿Qué oxidó ese hierro? La respuesta probablemente sea: es la acción de los primeros seres vivos fotosintéticos.
Existen muchas otras pruebas en el registro geológico que, en su conjunto, apoyan firmemente una conclusión: en cuanto fue posible tener océanos de agua líquida permanentes, en cuanto se dieron las condiciones para permitir la existencia de vida, ésta emergió rápidamente, con facilidad, en un brevísimo lapso de tiempo. ¿Nos indica esto que en cuanto en un planeta se dan las condiciones adecuadas surge de forma imperativa la vida? ¿Son comunes estos planetas? Todo parece indicar que sí, como apunta el llamado «Principio de Mediocridad»: la Tierra es un planeta normal, que gira alrededor de una estrella normal, que se encuentra dentro de una galaxia normal. Es decir, que no hay nada especial en nuestro planeta que lo haga único. Hemos comprobado que tanto nuestra estrella, el Sol, como nuestra Galaxia, son ejemplares típicos, similares en todo a esos otros millones que hemos observado con nuestros telescopios, y nada de especial parece haber en ellos. Todo indica que también nuestro planeta y nuestro Sistema Solar son ejemplares típicos de la fauna planetaria. Si esto es cierto, si nuestro mundo es un ejemplo común en el universo, es probable que exista una inmensa cantidad de mundos habitados. Y éste es el tema principal del libro que el lector tiene ahora en sus manos.
A seis voces
Esta obra está escrita a seis voces. Sus autores tuvieron la fortuna de conocerse en el Centro de Astrobiología (CAB) de Madrid, a donde les llevaron sus particulares intereses científicos. Años después, cada uno siguió su propia trayectoria profesional. Bartolo Luque, doctor en física de los sistemas complejos, es ahora profesor de matemática aplicada en ETSI Aeronáuticos de la Universidad Politécnica de Madrid. Fernando Ballesteros, doctor en física y astrónomo, trabaja ahora en el Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia. Álvaro Márquez, doctor en geología y planetólogo, es profesor de geología en la Universidad Rey Juan Carlos. María González, doctora en biología molecular, es profesora de biología en la Universidad San Pablo CEU de Madrid. Aida Agea, ingeniera de telecomunicaciones, es directora general de Aurensis, una empresa especializada en sistemas de información y posicionamiento geográficos, y cartografía digital. Y Luisa Lara, doctora en física y astrónoma, es científica titular del CSIC en el Instituto de Astrofísica de Andalucía.
Antes de separarnos profesionalmente, decidimos escribir una obra conjunta sobre Astrobiología, la ciencia que trata de entender el origen, evolución y distribución de la vida en el universo. No ha sido nada fácil. Prueba de ello es que han pasado ya unos cuantos años desde la idea embrionaria. Pero probablemente no podría haber sido de otra manera, tanto por la envergadura de la obra, como por la absorción a la que nos somete nuestra actividad investigadora y divulgadora particular. Ahora, por fin, ese proyecto común ya está terminado. El resultado del esfuerzo ha merecido la pena, no sólo por la obra en sí, sino porque, además, el grupo de profesionales que la ha escrito se ha convertido en un grupo de entrañables amigos.
Hemos diseñado el libro como si de un viaje en el espacio y el tiempo se tratara. El lector encontrará una breve introducción en cada uno de los trece capítulos que componen la obra, cerrado siempre por un apunte en el cuaderno de bitácora que resume lo expuesto y abre el siguiente capítulo. Hemos encerrado en cuadros aspectos laterales al texto principal con ánimo de no hacer demasiado pesada la lectura, y escrito cuestiones más técnicas en apéndices asociados. Así mismo, nos ha parecido necesario incluir, al final de los capítulos, cuadros tecnológicos: si bien la Astrobiología es una ciencia, su desarrollo ha sido posible gracias a la tecnología, y hemos intentado dentro de lo posible apuntar algunos de sus hitos. Somos conscientes de que esta separación ciencia-tecnología es hasta cierto punto artificial: no habría ciencia, tal como la entendemos hoy, sin tecnología. Tampoco dispondríamos de la tecnología actual sin la ciencia. Incluir estos aspectos en el texto principal hubiera distraído del discurso principal, pero su extraordinario interés nos obligaba a introducirlos de alguna manera.
El libro que tiene entre manos rinde homenaje a Sir Arthur C. Clarke, científico y autor de algunas de las más provocativas e interesantes obras de ciencia ficción de nuestra era. Clarke falleció poco antes de que se acabara este libro, el día 18 de marzo de 2008. De esta manera, queremos honrar especialmente uno de sus libros más recordados: 2001, Odisea en el espacio. De igual forma que en aquella obra maestra de la ciencia ficción, nuestros antepasados homínidos adquirían nuevos conocimientos a través del monolito, esperamos que a través de este «monolito» de papel que tiene entre sus manos, adquiera usted también nuevos conocimientos que le sirvan de estímulo e inspiración.