Los dueños del puerto
Al iniciarse la segunda década del siglo XX, el sometimiento de los costeños al dominio y la explotación de los comerciantes españoles en Acapulco es casi absoluto. Tres grandes consorcios controlan y rigen la vida económica de la ciudad y de las costas del Pacífico cercanas al puerto: la casa comercial Alzuyeta y Compañía fundada en 1821, paradójicamente año de la independencia nacional; B. Fernández y Compañía, fundada entre 1824 y 1826; y Fernández Hermanos (La Ciudad de Oviedo), constituida en 1900. Sus propietarios son vascos en el caso de la primera, y asturianos (sin parentesco entre sí) en el caso de las dos siguientes. Los jefes de las casas eran Marcelino Miaja (B. Fernández y Cía.), Jesús Fernández (Fernández Hnos.) y Pascual Aranaga (Alzuyeta y Cía.).
A lo largo de un siglo, lo que en origen fueron grandes casas comerciales, que controlaban la venta de productos llevados a Acapulco desde otras tierras y monopolizaban la exportación de productos agrícolas, llegaron a constituirse en un complejo sistema monopólico que sin poseer directamente la totalidad de los bienes de los costeños, controlaba férreamente la industria, el comercio, el comercio al por menor, el transporte por tierra, el transporte marítimo, los movimientos portuarios, la compra y venta de productos agrícolas, la pesca y la mayor parte de los servicios, como bancos, seguros, telégrafos. Punto de partida para ejercer el poder sobre funcionarios públicos: alcaldes, empleados aduanales y jefes de la zona militar.
El control gachupín del puerto se veía acompañado por un tipo de dominio aberrante que apelaba a la violencia, el racismo, la asfixia económica, el fraude, la intriga y el crimen.
El principal punto de apoyo del monopolio se encontraba en el tremendo aislamiento del puerto. Por tierra, desde Chilpancingo, no había más que un triste camino de brecha, que llevaba una semana recorrer en recua de mulas, en medio de un calor agobiante y grandes peligros; por mar, la comunicación se realizaba a través de líneas de paquebotes que hacían servicio regular entre Acapulco y Salina Cruz o Manzanillo.
Las tres firmas, dueñas de la mayor parte del transporte por mulas, impidieron en incontables ocasiones la construcción de la carretera México-Acapulco, sobornando a los ingenieros y técnicos que el gobierno central comisionó para informar sobre las posibilidades de construirla. Los barcos y rutas de navegación estaban sujetos a los intereses de los consorcios que eran dueños de las pequeñas flotas. Habían destruido toda pequeña competencia con métodos tales como sobornar a los capitanes de embarcaciones mexicanas para que encallaran. En el lapso de veinte años se había construido su control exclusivo del transporte marítimo destruyendo físicamente los barcos de sus competidores como en el caso de Humberto Vidales, a quien le fueron hundidos los navíos El Progreso, de nueve toneladas, y La Otilia, de seis.
Acapulco será entonces puerto sin muelle por decisión de los explotadores, únicos dueños de barcos y chalanas. El control total de la carga y descarga marítimas les permite impedir que ingresen mercancías capaces de competir con su monopolio. La descarga de los barcos de pabellón extranjero que llegan a Acapulco, y de cuyas casas matrices los gachupines son representantes, se hará por medio de chalanas, y éstas se acercan a la playa donde se realiza una segunda descarga por trabajadores, asalariados de las tres casas, con el agua al cuello. Para consolidar su monopolio, retrasaban por tiempo indefinido la descarga de productos ajenos, permitiendo que se deterioraran.
El informador del presidente Álvaro Obregón, Isaías L. Acosta, decía en un informe años más tarde: «Si viene algún artículo de primera necesidad que esté escaso como maíz o harina, primero saltan su carga, y hasta que han realizado una parte a buen precio, no saltan la de los otros».
Los estibadores, que fueron el sector que primero organizó Juan Escudero, estaban sometidos a salarios de hambre; se pagaba igual el trabajo diurno que el nocturno, no había descanso dominical ni protección contra accidentes. Las casas intervenían también en el comercio al menudeo del puerto, financiando y endeudando a los pequeños comerciantes, a los que abastecían con sus productos. El control de los almacenes y las bodegas que tenían en Pie de la Cuesta les permitía determinar los precios del maíz, el frijol, la harina y la manteca. Sólo se sustraían a esta situación los aliados menores del triple consorcio que mantenían con ellos relaciones de complicidad y servicio, como los hermanos Nebreda, el cónsul español Juan Rodríguez; el gachupín y boticario doctor Butrón; los hermanos San Millán, dueños del cine y cantina; el comerciante Antonio Pintos, el socio menor de B. Fernández, y el impresor y ex alcalde Muñúzuri.
Asimismo, el consorcio era propietario de algunas panaderías, tiendas de ultramarinos, la totalidad de los molinos de nixtamal, las carnicerías, algunas tiendas de telas, parte de las imprentas y papelerías, y varias cantinas.
Este dominio del pequeño comercio se complementaba con una red de agentes en las zonas agrarias cercanas, que eran el instrumento para acaparar cosechas, comprar a la baja, colocar víveres encarecidos, cobrar deudas y enrolar jornaleros. Las casas comerciales eran propietarias de haciendas como «San Luis y Anexas», «Aguas Blancas», «El Mirador» y «La Testadura», y mantenían cordiales relaciones con otros latifundistas españoles como los hermanos Garay, Ramón Solís, Ramón Sierra Pando, los hermanos Guillén, los hermanos Nebreda y Pancho Galeana (que además manejaba la construcción de casas en el puerto).
Desde principios de siglo los comerciantes gachupines se extendieron del comercio al agro, comprando porciones enormes de tierra en la costa Chica y la costa Grande, hasta llegar a constituirse en grandes latifundistas. Es esta una típica historia de crímenes y despojos en la que abundan los ejemplos, como el de la misteriosa muerte del rico de Copala Macario Figueroa, o el sonado caso, en aquellos años, del robo de la hacienda de Francisco Rivera.
Si ésta fue la relación que entablaron con los viejos propietarios, mucho más envenenada fue la que mantuvieron con los campesinos sin tierras, a los que no dejaron otra opción que trabajar como arrendatarios.
Alejandro Martínez cuenta: «Como no podían pagar en metálico el derecho de arrendamiento, entregarían al finalizar la cosecha la mitad del producto. Los gachupines facilitaban la semilla, las viejas herramientas, los víveres y todo lo necesario para el cultivo; cargando el precio a cuenta de la futura cosecha. Con este despiadado sistema, al recoger el producto […] al campesino le quedaba menos de la cuarta parte de lo recogido».
Los campesinos eran además obligados a sembrar lo que convenía a las casas comerciales, forzando, como lo hicieron en la hacienda «El Arenal», a destruir la siembra de ajonjolí para sembrar algodón.
Los pescadores estaban también bajo el yugo gachupín: los cordeles, anzuelos, los comestibles de viaje y hasta las canoas eran arrendados con el compromiso de vender al proveedor todo lo pescado. La distribución del pescado salado en rancherías y poblados daba salida a los productos del mar adquiridos con una mínima inversión.
Además, eran dueños de las seis fábricas de la región: El Ticui y Aguas Blancas, fábricas textiles que levantaron para aprovechar los cultivos forzados del algodón; La Especial, fábrica de jabón destinada a aprovechar las extensas cantidades de copra que habían monopolizado, y otras tres fábricas instaladas bajo el régimen de comandita, es decir, con dinero de españoles residentes en la Península Ibérica administrado por las tres casas dueñas de Acapulco.
En el interior de las casas comerciales la situación no era mejor: los empleados trabajaban doce horas diarias, laboraban festivos y domingos y ganaban cincuenta centavos diarios, el equivalente a la mitad del salario mínimo en zonas agrarias de otras partes del país.