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Quienes han escrito sobre la tribu yaqui nos hablan de sublevaciones y rebeliones sin mencionar que constantemente se les obligaba a ponerse en plan de lucha para defender sus intereses, que no eran otros que sus tierras y el derecho a conservarlas.
G ILBERTO E SCOBOSA
La historia de la gente más que brava que vivió sobre la superficie de la tierra.
B AILEY M ILLARD
No hay título de propiedad más legítimo que el de la posesión de la tierra, bajo el dominio de congregaciones y tribus, desde tiempo inmemorial.
E STEBAN B ACA C ALDERÓN
Para mí era casi incomprensible que una raza humana haya peleado con tanta ferocidad como los yaquis lo hicieron por el único orgullo de poseer la tierra.
Á NGEL B ASSOLS
Los yaquis son los espartanos de América.
G ENERAL W ILLIAM T ECUMSEH S HERMAN
Desprecio que el régimen tiene para culturas que solo considera arqueológicas y no nervios de una autoridad y un bienestar.
J OSÉ C. V ALADÉS
I
R ecorro con los dedos el enorme plano de Sonora, nada me dicen los 27 y 31 grados de latitud norte y los 107 y 111 grados al oeste de Greenwich, mucho más claro es el arriba y a la izquierda del mapa nacional mexicano, haciendo frontera con Estados Unidos, entre el golfo de California y la masa continental. Paso los dedos por las líneas azules que indican los ríos y las zonas vacías que explican la aparente ausencia de vida: el desierto.
Los planos del siglo XIX están llenos de anotaciones escritas con letra diminuta; para mi eterno desconcierto los calificativos varían, donde había una ranchería no hay nada, los nombres han cambiado, lo mismo la ortografía: ¿se escribe con k o con c, con s o con z? ¿Junto o separado en sílabas? ¿Masocoba o Mazokoba? De poco me sirve que en 1862 el etnólogo mexicano Francisco Pimentel haya dejado claro de una vez y para siempre que los mayos y los yaquis pertenecen a la familia cahita del tronco nahoa o náhuatl, y por tanto no será ajena su lengua y las diferencias dialectales son menores. Resulta más preciso el testimonio de yaquis y mayos que se quejan mutuamente de que no se acaban de entender bien los unos a los otros porque sus vecinos hablan muy rápido.
Mucho más precisa extrañamente es la intensa sensación doble de soledad repleta, desbordante de historia escondida en la tumba de Tetabiate, a unos cuantos metros del fuerte abandonado en la sierra del Bacatete, o la presencia de los fantasmas de los muertos en el paradero ferroviario de Don Lencho al buscar en el sótano huellas de los cientos de hombres y mujeres reunidos rumbo a la muerte.
La región yaqui es extraña, extremosa. Según unos autores el clima es árido, de los 42 grados en agosto al cero en diciembre y enero. Dabdoub será más radical: variación de temperatura en el Valle de 45 grados a la sombra a tres grados bajo cero. Tan solo veintidós días de lluvia en el año. Me cuesta trabajo entender: los libros de la época y los locales llaman bosque a un entramado de cactáceas, pitayos, sahuaros. Descubro (todo es descubrimiento) que el musaro es un cactus ( Lophocereus schottii ) cuando veo una foto en internet al lado de su clasificación y lo reconozco, es ese cactus que se abre a partir de la raíz como si quisiera abrazarnos con un centenar de ramas, que florece con unas maravillosas flores blancas parecidas a enormes margaritas.
La villa yaqui, que subsiste hasta hoy y se reproduce con una impresionante reiteración en las ocho comunidades, tiene una estructura geométrica precisa: la iglesia, konti , mil metros vacíos a cada lado donde no se puede labrar o construir casas; a su lado el panteón, ante ella un enorme cuadrilátero en el que se encuentran las enramadas para la cocina colectiva y los recorridos ceremoniales, construyendo una gran plaza central comunitaria; y fuera del cuadrilátero, las viviendas. Da la sensación de que todo gira en torno a esta gran plaza de tierra, tan diferente del mundo urbano mexicano de fines del XIX, marcado por la aglomeración, las callejuelas, el barroco que invade y ocupa cualquier espacio vacío. Esta estructura yaqui que se reproduce también en todos los restos de los campamentos que he podido ver, cuando la comunidad no la usa, da la sensación de pueblo fantasma y las tantas veces que las comunidades la abandonaron en estado de guerra reforzaba esta sensación que debe haber parecido ominosa a las tropas invasoras, y sin embargo, la respetaron poniendo sus cuarteles fuera del cuadrilátero, en las esquinas.
Alfonso Fabila, ese maravilloso antropólogo comunista, hombre de lo mejor del cardenismo y quien dio sustento a la devolución de la tierra, describirá en los años treinta del siglo pasado: «La zona yaqui se sitúa en la margen derecha del río Yaqui inferior, y en número reducido en el lado opuesto, tiene un área de unos diecisiete mil kilómetros cuadrados. Las márgenes del río están rodeadas al norte y noreste por una zona desértica y bastante plana con la excepción de la sierra del Yaqui».
A espaldas del río y al oriente de Guaymas nace la sierra, la sierra clave de estas historias: la mítica sierra del Bacatete, aunque los cerros más altos apenas si levantan los quinientos metros (otros dirán que mil, pero a simple ojo nunca lo parece). Hacia la costa, los médanos y lagunas de agua salada.
Si la sierra será una de las claves geográficas, el río lo será todo. El río Yaqui, navegable la mayor parte del año (aunque en la costa solo por lanchas en los bajíos), va creciendo, tragando afluentes desde la sierra de Chihuahua, donde nace como río Papigochic, hasta desembocar en el mar de Cortés; son 680 kilómetros de recorrido nutriéndose de otros ríos. En la primavera, como el Nilo, se desborda y enriquece los márgenes dando forma a una zona ricamente vitalizada por el agua. Esta será la bendición del territorio yaqui y también su maldición.
II
Si bien es cierto que «no puedes ver el futuro con lágrimas en los ojos», como dice un proverbio navajo, también es cierto que las lágrimas ayudan a contemplar el pasado, dan un obligado velo emocional a una mirada necesariamente distante, fragmentada, inconclusa por las carencias de información, los reportes sesgados, las visiones parciales.
En esta región se produjo la más larga lucha armada registrada en la historia de México, casi cuarenta y dos años de duración si nos atenemos a su periodo álgido (1867-1909), probablemente la guerra del pueblo más larga en la historia de América Latina. Esta experiencia va a culminar en sus últimos diez años con un genocidio cruelmente preparado y hábilmente enmascarado.
Hay veces en que uno persigue una historia y otras en que la leyenda lo persigue a uno. A lo largo de los años explorando el pasado de México he encontrado historias canallescas y miserables, pero de todas esta es la peor y al mismo tiempo la más grandiosa porque cuenta la gran épica de la resistencia y la guerra popular de una comunidad con un alto grado de civilización que se negó a rendirse ante las falacias de un supuesto progreso que se intentaba imponer con las bayonetas, las ametralladoras y los cañones.
Es curioso el eufemismo de las crónicas que a lo largo de los años y los siglos hablan de «pacificar» al referirse a los yaquis, cuando a lo largo de la historia de este pueblo no hay noticia de que realizaran incursiones bélicas fuera de su territorio. No hay comunidad más pacífica que los yaquis: cuando combatieron, y lo hicieron millares de veces, actuaron protegiendo los límites de sus tierras, atacando a invasores que intentaban apropiarse de su mundo. No se trata de una tribu de depredadores que vivieran de incursiones armadas en regiones ajenas a las suyas, que subsistieran del pillaje: los yaquis tenían una sólida estructura política, una arraigada cultura basada en una próspera economía agrícola fortalecida por la caza y la pesca, una compleja religión, una sociedad esencialmente justa y democrática. Incluso en la visión más superficial, no hay en el mundo yaqui huellas de belicosidad. Visten de manera sencilla, pocas pinturas faciales si no es que ninguna, ausencia de plumas decorativas en tocados, excepto ceremoniales y aun así inusualmente, pantalones de algodón y sandalias, pantalones de mezclilla y camisas rojas.
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