Año 270 d.C. El Imperio Romano se encuentra al borde del abismo. La presión de los bárbaros es cada vez mayor en las fronteras del norte. Las Galias están bajo el poder del ambicioso Tétrico. Desde Siria una mujer fascinante, Zenobia, reina de Palmira, ha logrado extender su dominio a las provincias orientales. Mientras todo se desmorona, los mienbros de la aristocracia viven entregados a los placeres más excéntricos y aguardando con impaciencia la celebración de los próximos juegos circenses, con sus crueles luchas entre gladiadores.
En este clima crepuscular y decadente, el general Aureliano es proclamado emperador por sus legiones. Tosco y poco instruido, pero dotado de un excepcional genio político y militar, conseguirá en tan sólo cinco años reforzar las fronteras, derrotar a sus enemigos e iniciar las reformas que permitirán que el Imperio Romano de Occidente sobreviva aún más de dos siglos. En el camino conocerá los sinsabores de la traición, pero también placeres insospechados como los que -quizá- gozó junto a la reina Zenobia.
Jesús Pardo
Aureliano
El emperador que se hizo llamar dios
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Título original: Aureliano, el empreador de se hizo llamar dios
Jesús Pardo, 01/06/2001.
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Para JAVIER ARCE
iluminador de siglos oscuros
PARTE II, AURELIANO
ed el s'ergea col petto e con la fronte
com avesse l'inferno m gran dispitto.
Dante Alighieri, Divina Comedia, I, 10, 35/36
Cinco años antes, recién elegido emperador por sus iguales, los generales danubianos, Aureliano había tenido que entrar en Roma, decidido a poner rápido fin a la guerra más extraña e irritante de toda la historia romana: la que le movían los funcionarios de la ceca de Roma sublevados con sus hombres, y con cuantos quisieron unírseles, contra sus reformas monetarias, que les privaban a ellos de enriquecerse acuñando moneda de falsa liga; les azuzaban y reforzaban en sus quejas numerosos senadores y aristócratas conservadores, deseosos de retrasar imposiblemente el reloj de la historia romana, al que Aureliano daba ahora implacable cuerda. Aureliano estaba lleno de ciega furia contra los rebeldes que, minándole sorda y abiertamente la retaguardia, habían entorpecido su acción militar y política desde los bancos del senado y las calles de Roma, enfrentándole, finalmente, con una situación que pudo haber sido catastrófica para el estado romano, el único punto del mundo donde, gracias a emperadores como él, aún relucía la civilización. De todo este espectáculo tragicómico había quedado en su mente, sobre todo, el final de la contienda.
Despertó, como siempre, de pronto, sin ninguna transición de temor, recelo siquiera, a la realidad cotidiana. Se levantó ágilmente del catre militar, un armazón plegable, suavizado apenas por un gran saco de paja, donde siempre dormía desnudo. A cuantos intentaban persuadirle para que usara lecho más muelle, él siempre les respondía lo mismo:
—Yo soy un soldado.
No le gustaba perderse en palabras con civiles, y decía que la política, como mejor se expresaba, era monosilábicamente y en latín militar, único idioma con filo capaz de desenmascararla:
—Los senadores llevan uniforme en la calva, y espada en la lengua.
Él sólo aceptaba una excepción a esto: Eros Latiniano, su secretario, que, civil y todo, le resultaba imprescindible:
—Es un archivo vivo de mis ideas y mis planes; si no existiese, tendría que inventarle.
Y añadía, para sus adentros: «A la larga, peor para él; de César nadie ha de saber demasiado.»
Orinó abundantemente contra el mármol de la terraza y se pasó un paño blanco entre las piernas, anudándoselo bien fuerte a un lado. Pensó en las tareas del día, que no eran pequeñas: el asalto final a la ceca de Roma, defendida aún por los últimos ladrones públicos del erario público; con los furtivos, ya lidiaría en su momento...
Y al jefe de los ladrones públicos, Felicísimo, de pintoresco nombre, ya había dado orden de que se le crucificase sobre el terreno, y sin trámites, y la cruz muy alta, y bien hincada, estaba esperándole.
¡Más de tres mil vidas costaba ya su contumacia!
La idea del tiempo y el dinero que iba a costar reponer tan excelente material humano ensombrecía a Aureliano. Una sola cosa le consolaba en parte: serían los senadores quienes pagasen esa y otras cuentas, y de su bolsillo; así aprenderían.
Se sentía eufórico. Se estiró, exponiendo al sol incipiente el pecho recio e híspido, más grisáceamente canoso que el resto de su cuerpo; su barba, en cambio, ya era casi de un blanco sucio.
«Me quedan seis o siete años», se dijo, «bueno, diez, quizá, si no me matan antes».
—¡A ver, rápido! —llamó al oficial que acudió a sus palmadas—, ¡cambiadme a éste por Heliogábalo! —dijo, señalándole el busto del primer Claudio, emperador, según él, pusilánime.
La noche anterior, al desplegar su catre en la terraza, había visto allí la estatua, presidiendo sobre el plinto de mármol: como estaba cansado, no dijo nada, pero prefería a Heliogábalo, adorador del Sol, como él.
El oficial reapareció cuando Aureliano, tras haber comulgado mentalmente con el sol incipiente, ya se abrochaba el faldellín.
—Señor, me dicen que Heliogábalo fue proscrito por el divino Marco Antonino.
El respeto que le infundía Marco Aurelio Antonino, el emperador soldado y filósofo, le contuvo un juramento. Se encogió de hombros:
—Bueno, a ver, Trajano entonces.
El oficial salió apresuradamente de la terraza. Cuando volvió, seguido por dos esclavos que llevaban a cuestas una cabeza de Trajano esculpida en mármol, Aureliano ya estaba de punta en blanco. Espada al cinto y todo.
Los esclavos desatornillaron la cabeza de Claudio, cuidando de no desportillarla, y atornillaron en su lugar la del divino Trajano. Aureliano miró el plinto recapitado: «Frente baja», se dijo, «rematada por bárbaro flequillo, ojos algo cargantes, entre escrutadores y quisquillosos».
Sonrió:
—Así me gusta —dijo al oficial—, yo creo que fue el lechuguino ése — señalando a Claudio, que se iba a hombros de un esclavo, vigilado de cerca por el otro— quien me dio pesadillas anoche.
—¿Qué soñaste, señor?
—Lo peor, centurión, lo peor —escupiendo y volviéndole la espalda para mirar, apoyado en la baranda de mármol de la terraza, el rápido amanecer romano—, que nos daban órdenes unos monos como esos que hay sueltos por los jardines de Salustio, lo cual, bueno, puede pasar, ¡pero —con una risotada— es que iban vestidos de senadores!
Aureliano seguía las operaciones contra los rebeldes desde la terraza de un palacio cuya altura dominaba la ceca y su entorno. Situación que no podía menos de cosquillear su recio humor de general habituado a conquistar territorio sin otra traba que la agilidad de sus tropas.
—Esto comienza a parecerse a la guerra cántabra —le comentó al oficial que le había anunciado la toma por asalto de las torretas que flanqueaban el portal de la ceca—, cuando cada monte nos costaba media legión. A Felicísimo lo vamos a crucificar con manto de púrpura; se ha proclamado emperador y no quiero decepcionarle.