LOS TEXTOS QUE FUERON ESCRITOS hace milenios y que nos han sido transmitidos contienen una profusión de estupideces: son un crisol abigarrado de fantasías (en parte mitos, en parte leyendas), algunas de las cuales son tenidas, además, por libros sagrados. Muchos de estos relatos fantasiosos pretenden ser la verdad absoluta. Se supone que sus fuentes textuales originales fueron dictadas personalmente por Dios, o cuando menos por algún arcángel u otro espíritu celestial, o quizás por un santo o por una persona «inspirada» en el sentido gnóstico de la palabra.
Es indiscutible que estos textos contienen muchos engaños y muchas fantasías. Se exalta y se glorifica a los líderes respetados; los soñadores convierten las formas de las nubes en señales divinas; sucesos corrientes, tales como la muerte, se convierten en visitas al mundo de ultratumba. Lo que es peor: nuestros antepasados, por su sed de conocimientos y movidos por su fe verdadera y por su deseo de comprender, falseaban y oscurecían los textos. Se relacionaban entre sí hechos que sin duda no tenían nada que ver en las versiones originales. Para «aclarar» las cosas se añadían palabras que, de repente, como por arte de magia, se presentaban como pertenecientes a las fuentes originales.
La moral, la ética, las creencias y la historia tribal se entretejían; se añadían elementos de otras tradiciones culturales, y se combinaban textos cuyas fuentes y cuyo significado original seguramente ya no podremos descifrar nunca.
El libro más apasionante de Von Däniken sobre la presencia de extraterrestres en la antigüedad.
Erich von Däniken
El retorno de los dioses
ePub r1.0
XcUiDi 03.06.14
Título original: Derjüngste tag hat lángst begonnen
Erich von Däniken, 1995
Traducción: Alejandro Pareja
Diseño de cubierta: XcUiDi
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.1
La piedra sagrada de Berlitz
QUERIDO LECTOR, antes de abordar el tema principal de mi libro, te presentaré un relato breve, aunque algo fantasioso, que (como espero que quede claro) tiene cierta relevancia para mis tesis.
El relato transcurre en el futuro, después de alguna catástrofe inmensa en la que ha perecido el mundo que conocemos. Los descendientes de los supervivientes intentan comprender las épocas pasadas de la civilización, estudiando restos tales como un sencillo ordenador traductor Berlitz, y crean una mitología y una religión inevitablemente equivocadas. Como todas las ideas religiosas, las suyas se sustentan en un núcleo de verdad, pero están tan cargadas de supuestos falsos y de interpolaciones basadas en su propia experiencia y en su propia ignorancia, que la verdad sencilla y evidente queda velada cada vez más en el misterio.
En el monasterio del Sagrado Berlitz, los muchachos ingresaban como novicios a los quince años de edad. Aquel año concreto sólo asistían a la ceremonia ocho chicos y diez muchachas. El abad se refirió con preocupación al número reducido de «nacimientos». La mayoría se habían criado en el recinto del monasterio; sus padres trabajaban allí, sirviendo al Sagrado Berlitz. Aparte de los hermanos y hermanas legos, había también recogedores de bayas, cazadores y artesanos de todo tipo, además de comadronas y curanderos. Todos trabajaban juntos en la maravillosa tarea de traer al mundo tantos niños como fuera posible y de criarlos sanos y fuertes. Desde la Gran Devastación, las comunidades humanas de la zona eran pocas y dispersas; el abad sospechaba que sus antepasados habían sido quizá los únicos supervivientes.
Nadie, ni siquiera el propio abad, que era un erudito, ni su Consejo de Sabios, sabía qué había sucedido en la Gran Devastación. Algunos opinaban que las gentes de aquellos tiempos habían poseído armas terribles y que se habían aniquilado los unos a los otros. Pero esta opinión no tenía muchos partidarios. Era difícil imaginar la existencia de unas armas tan devastadoras. Por otra parte, la tradición afirmaba que aquellas gentes de la Antigüedad habían sido felices y habían disfrutado de gran abundancia y prosperidad. ¿Por qué iban a hacerse la guerra, entonces? No era lógico. Una posibilidad más probable, que se discutió en el Consejo de Sabios, era que alguna enfermedad misteriosa hubiera diezmado a la humanidad. Pero esta teoría tampoco se mantenía en pie, pues estaba reñida con las tradiciones que se remontaban a las primeras generaciones posteriores a la Gran Devastación.
Los tres padres antiguos y las tres madres antiguas que lograron sobrevivir a la Gran Devastación habían contado a sus hijos que la catástrofe les había caído encima de manera repentina una tarde tranquila. La veracidad de estas relaciones era incuestionable. Las habían escrito los hijos de los antiguos en el santo Libro de los Patriarcas. Todos los niños del monasterio del Sagrado Berlitz conocían la Canción de la Perdición, que cantaba el abad todos los años en la Noche del Recuerdo. Era el único texto que se conservaba de los tiempos antiguos.
Yo, Gottfried Skaya, nacido el 12 de julio de 1984 en Basilea del Rin, con mi esposa y con mis amigos, Ulrich Dopatka y Johan Fiebag, con las esposas de éstos y con nuestra hija Silvia, salimos a practicar el montañismo en los montes del Oberland de Berna.
Como ya pasaba de las seis de la tarde, en la bajada del monte Jungfrau tomamos un atajo y pasamos por los túneles del ferrocarril del Jungfrau. Debido a unas obras en la cumbre, ya no pasaban más trenes al valle a esa hora.
De pronto, la tierra tembló y algunas partes del techo de granito del túnel cayeron a las vías. Estábamos aterrorizados, y Johan, que era geólogo, nos hizo meternos a todos en un nicho rocoso. Cuando creíamos que el terrible episodio habla terminado empezó a escucharse un tronar inmenso. Parecía que el suelo se disolvía bajo nuestros pies, oíamos un fragor terrible, peor que cualquier tormenta. A treinta metros por delante de nosotros se hundió el muro inferior del túnel. Después se hizo el silencio.
Johan opinaba que se trataba de una erupción volcánica, cosa muy improbable en aquella zona, o de un terremoto. Tuvimos que ascender una ladera empinada para alcanzar la salida superior del túnel.
Cuando nos faltaban algunos metros para llegar a la salida empezamos a oír el ruido. No tengo palabras para describir estas fuerzas desatadas de la naturaleza. Al principio, el viento arrastraba nieve y bloques de hielo ante la boca del túnel; después pasaron árboles, peñascos y tejados enteros de los hoteles del valle inferior. Sonaban estampidos y explosiones como no las han conocido nunca los oídos humanos. El viento rugía y bramaba, ululaba y retumbaba; todo volaba por los aires, todo era arrastrado a mil metros de altura y volvía a caer. La tierra temblaba, los elementos tronaban. Los acantilados de granito se abrían como cajas de cartón. Nosotros estábamos protegidos de la espantosa tormenta gracias a que nos encontrábamos dentro de un túnel cuya abertura inferior estaba llena de escombros. ¡Gracias sean dadas a Dios Todopoderoso!
Los vientos terribles prosiguieron durante 37 horas. No nos quedaban fuerzas; yacíamos en nuestro refugio, acurrucados y apáticos, con los brazos entrelazados. Lo único que deseábamos era que nos cayese encima la montaña. Nadie se puede imaginar cuánto sufrimos.
Después llegó el agua. Entre el rugido y el estruendo de los vientos oímos de pronto un trueno impetuoso. Era como un torrente y una catarata de océanos sin fin. Fuentes gigantescas arrojaban agua, borboteaban, silbaban y azotaban los acantilados. Como el mar que azota la costa en una tormenta, sucesivas montañas de olas erguían la enorme cabeza y caían unas sobre otras, tronando en el valle, formando inmensos remolinos que absorbían toda la vida y la sumían en las profundidades. Parecía que todas las aguas de la tierra se habían sumado a una majestuosa inundación. Queríamos morir, y gritábamos aterrorizados con los pulmones a punto de estallar.