Jenaro Villamil Rodríguez (Mérida, Yucatán, México, 2-12-1969) es un periodista y escritor mexicano, especializado en política y medios de comunicación masiva. Realizó estudios de licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Politólogo de la UNAM y reportero especializado en el análisis de los medios de comunicación. Como especialista en medios, ha participado en las mesas de reforma de la Ley Federal de Radio y Televisión en la Secretaría de Gobernación (2001-2002) e impulsado la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Ha sido reportero en El Financiero, La Jornada, y desde 2004 a la fecha trabaja en la revista Proceso; es también colaborador de distintas revistas y medios electrónicos especializados en derecho a la información. Es profesor del posgrado de periodismo político en la escuela Carlos Septién García. Junto con Carlos Monsiváis fue coautor en La Jornada y en Proceso de la columna «Por mi Madre, Bohemios».
Es autor de los libros Ruptura en la cúpula (1995), Los desafíos de la transición (1997), El poder del rating (2001), La televisión que nos gobierna (2005), y coautor de los libros La guerra sucia del 2006 con Julio Scherer Ibarra (2007) y de Los amos de México, Los intocables y La ley Televisa y la lucha por el poder en México. Si yo fuera presidente (2009), desentrañó la trama de la alianza política y comercial entre Televisa y el gobierno del Estado de México. Sobre el consorcio televisivo y también bajo la misma editorial publicó el libro El sexenio de Televisa (2010).
CAPÍTULO UNO
Una victoria amarga
A las 23:15 horas del domingo 1.º de julio, el consejero presidente del Instituto Federal Electoral, Leonardo Valdés Zurita, apareció en cadena nacional televisiva para dar el mensaje más esperado de la jornada. Los datos del conteo rápido realizado en 7500 casillas le daban una ventaja al priista Enrique Peña Nieto, de la coalición Compromiso por México, entre 37.93 y 38.5% de los votos frente a 30.90 y 31.86% de Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Movimiento Progresista, y un distante tercer lugar de la panista Josefina Vázquez Mota, con 26.03 por ciento.
El mensaje confirmó la alineación política y mediática que se había generado desde tres horas antes, cuando las encuestas de salida de los medios de comunicación le daban la ventaja a Peña Nieto. La candidata del partido gobernante, Josefina Vázquez Mota, reconoció su derrota mucho antes que el conteo rápido del IFE acreditara alguna cifra. El presidente saliente, Felipe Calderón, se apresuró a felicitar «sinceramente» al priista y a prometer un cambio de administración «de manera ordenada, transparente y eficaz». Fuera del guion, López Obrador sostuvo que «no está dicha la última palabra» y pidió esperar a tener todos los datos de la jornada para fijar su postura.
Enrique Peña Nieto apareció en una transmisión desde la sede nacional del PRI, después de los mensajes de Valdés, Calderón y López Obrador. En el festejo priista no había la aglomeración ni la «cargada» masiva de otros tiempos. Peña Nieto afirmó que «no hay regreso al pasado» en «esta segunda oportunidad» que los mexicanos le dieron a su partido para ocupar el poder presidencial, tras la derrota de 2000.
Flanqueado por su coordinador general de campaña, Luis Videgaray, por su esposa, la actriz Angélica Rivera, y por el dirigente nacional del PRI, Pedro Joaquín Coldwell, Peña Nieto advirtió que «es momento de propiciar y alentar la reconciliación nacional; es momento de ver hacia adelante, en plena normalidad democrática». Su sonrisa, sus saludos y sus gestos eran tal como se habían desarrollado en los tres meses de intensa y accidentada campaña electoral. Ni un mensaje distinto ni una actitud diferente.
Sin embargo, algo no salió como esperaba el equipo peñista la noche de la victoria. La ventaja de 6.87% del priista frente a su adversario perredista era diferente a la pronosticada y publicitada durante 90 días de campaña por la mayoría de las 3250 encuestas divulgadas a través de prensa, radio, televisión e internet.
El triunfo «contundente e inobjetable» que recitaron como mantra los principales dirigentes del PRI, unos 15 días antes de la jornada del 1.º de julio de 2012, no era mayor a los 10 puntos y estaba muy lejos de la ventaja de los más de 20 puntos de distancia que llegaron a publicar encuestas como Consulta Mitofsky o GEA-ISA.
Lo inobjetable comenzó a ser un problema días antes de los comicios, cuando surgieron los cuatro ejes del litigio poselectoral: los escándalos de triangulación de fondos vía Banca Monex; la compra de votos a través de tarjetas como las de Soriana; el rebase de topes de gastos, sobre todo por el despliegue publicitario de una de las campañas más caras en la historia reciente de México; la vinculación con Televisa desde 2005, año en que Peña Nieto firmó un convenio millonario con la televisora y sus representantes.
En la sede nacional del PRI, en el viejo complejo de edificios en la colonia Buenavista, el festejo espectacular no convocó a las multitudes de otros tiempos. No estaban las «fuerzas vivas» de los tres grandes sectores históricos: CNOP, CTM, CNC. Eran menos de 8000 los asistentes, la mayoría perteneciente a cuatro secciones del sindicato petrolero, dirigido por Carlos Romero Deschamps, el mismo protagonista del polémico escándalo Pemexgate de 12 años atrás.
Para amenizar la noche estaban los grupos musicales de Espinoza Paz y Julio Preciado, las dos estrellas de Televisa en la música norteña. El despliegue de pantallas gigantes rivalizaba con las siete grandes unidades móviles de las cadenas televisivas que cubrieron la noche del regreso del PRI y una gigantesca sala de prensa con una mayoría de reporteros proclives al exgobernador mexiquense.
—No es el retorno de las grandes bandas sino del playback —ironicé con unos compañeros periodistas.
Peña Nieto no parecía darse por enterado de la ausencia de grandes contingentes. En el auditorio Plutarco Elías Calles, sede de los eventos más importantes del PRI, sonreía, se tomaba fotos con los celulares, saludaba como si estuviera en uno más de los mítines que protagonizó durante su campaña. Todo estaba perfectamente calculado: el tiempo para abrazar a los presentes, para las porras, para escuchar el sonsonete que anunciaba su llegada y para cantar el Cielito lindo.
Los responsables de la logística y de la seguridad en el PRI esperaban la llegada de un contingente de jóvenes del movimiento #YoSoy132, que se convirtió en el auténtico talón de Aquiles de Peña Nieto desde el llamado «viernes negro» del 11 de mayo en la Universidad Iberoamericana. Nunca llegaron a protestar. Y el presunto candidato ganador simplemente los ignoró en su mensaje.
Una noche antes, en esa misma explanada del PRI, me encontré con Pedro Joaquín Coldwell, el dirigente nacional que ascendió tras la abrupta salida de Humberto Moreira, el exgobernador de Coahuila, a principios de 2012. Estaba preocupado. Recibía reportes vía telefónica de que en algunos estados considerados como bastiones del tricolor la victoria del candidato presidencial no era segura: Veracruz, Tamaulipas, Morelos, Tabasco y su propia entidad, Quintana Roo, donde Pedro Joaquín gobernó durante el sexenio de Miguel de la Madrid. Además, se especulaba la llegada de contingentes muy numerosos del movimiento #YoSoy123.
—¿Por qué tan preocupado, senador?
—No, aquí estamos supervisando algunos estados.
—¿Qué ventaja esperan para mañana, 1.º de julio? —insistí.
—Vamos arriba entre 10 y 15 puntos porcentuales, según nuestros propios conteos.