Maximilien Robespierre - Virtud y terror
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- Libro:Virtud y terror
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2007
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Virtud y terror: resumen, descripción y anotación
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«Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, el resorte del gobierno durante la revolución son, al mismo tiempo, la virtud y el terror; la virtud sin la cual el terror es mortal; el terror sin el cual la virtud es impotente». Robespierre.
La defensa de Robespierre de la Revolución francesa sostiene una de las más poderosas y desconcertantes justificaciones de la violencia política jamás escritas. A través de un ingenioso comentario, Slavoj Žižek subraya la extraordinaria resonancia de las palabras de Robespierre en un mundo obsesionado con el terrorismo.
Maximilien Robespierre
Slavoj Žižek presenta a Robespierre
ePub r1.0
Titivillus 21.06.16
Título original: Virtue and Terror. Slavoj Žižek presents Robespierre
Maximilien Robespierre, 2007
Traducción: Juan María López de Sa y de Madariaga
Introducción: Slavoj Žižek
Diseño de cubierta: Sergio Ramírez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
MAXIMILIEN FRANÇOIS MARIE ISIDORE DE ROBESPIERRE (Arras, 6 de mayo de 1758 – París, 28 de julio de 1794), mejor conocido como Maximilien Robespierre, fue un abogado, escritor, orador y político francés apodado «el Incorruptible». Fue uno de los más prominentes líderes de la Revolución francesa, diputado, presidente por dos veces de la Convención Nacional, jefe indiscutible de la facción más radical de los jacobinos y miembro del Comité de Salvación Pública, entidad que gobernó Francia durante el periodo revolucionario conocido como el Terror.
Robespierre, o la «violencia divina» del terror
Cuando en 1953 Zhou Enlai, el primer ministro chino, participaba en Ginebra en las negociaciones de paz que debían poner fin a la guerra de Corea, un periodista francés le preguntó qué pensaba de la Revolución francesa, a lo que respondió: «Todavía es muy pronto para decirlo». En cierto sentido tenía razón: con la desintegración de las «democracias populares» durante la década de los noventa reverdeció el debate sobre la importancia histórica de la Revolución francesa. Los revisionistas liberales proclamaron que el derrumbe del comunismo en 1989 se había producido en el momento justo: señalaba el final de la época iniciada dos siglos atrás y el fracaso definitivo del modelo estatalista-revolucionario inaugurado por los jacobinos.
Nunca ha sido más cierto el dictamen «toda historia es un estudio del presente» que en el caso de la Revolución francesa: su historiografía siempre ha reflejado estrechamente los virajes de las luchas políticas. Los conservadores de todo tipo la rechazan absolutamente: desde el principio fue una catástrofe, producto del pensamiento ateo moderno, y debe interpretarse como un castigo de Dios a los caminos extraviados emprendidos por la humanidad, cuyas huellas deben por tanto borrarse tan completamente como sea posible. La actitud liberal típica es algo diferente: su fórmula es «1789 sin 1793». En resumen, lo que desearían los liberales sensibles es una revolución descafeinada, que huela lo menos posible a revolución. François Furet y otros han tratado así de privar a la Revolución francesa de su estatus como acontecimiento fundacional de la democracia moderna, convirtiéndola en una anomalía histórica: era patente la necesidad histórica de asegurar los principios modernos de la libertad personal, etc., pero, como demuestra el ejemplo inglés, lo mismo se podría haber conseguido con mayor eficacia de forma más pacífica… Los radicales, en cambio, están poseídos por lo que Alain Badiou llama «la pasión de lo real»: si se dice A —igualdad, libertad, derechos humanos—, no se debe uno arredrar ante sus consecuencias y debe tener el valor de decir B, asumiendo el terror necesario para defender realmente y mantener A.
Sin embargo, sería demasiado fácil decir que la izquierda actual debería simplemente seguir por ese camino. De hecho, en 1990 se produjo una especie de corte histórico: todos, incluida la «izquierda radical» actual, se avergüenzan en cierta medida del legado jacobino del terror revolucionario y de su centralización extrema del Estado, y se acepta comúnmente que la izquierda, si quiere recuperar su eficacia política, debería reinventarse a conciencia a sí misma, abandonando el llamado «paradigma jacobino». En nuestra era posmoderna de «propiedades emergentes», de libre interacción caótica de subjetividades múltiples contrapuesta a la jerarquía centralizada, de opiniones variadas en liza frente a la pretensión de una sola Verdad, la dictadura jacobina «no es de nuestro gusto» (dando todo su peso histórico al término «gusto», como designación de una disposición ideológica básica). ¿Se puede imaginar algo más ajeno a nuestro universo de libertad de opinión, de competencia en el mercado, de interacción pluralista nómada, etc., que la política robespierrana de la Verdad (con V mayúscula, por supuesto), cuyo objetivo proclamado era «devolver el destino de la libertad a las manos de la Verdad»? Esa Verdad sólo puede ponerse en vigor de forma terrorista:
Si el principal instrumento del Gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en momentos de revolución deben ser a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa e inflexible; emana, por lo tanto, de la virtud; no es tanto un principio específico como una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más acuciantes de la patria.
La argumentación de Robespierre alcanza su culminación en la identificación paradójica de dos ideas aparentemente opuestas: el terror revolucionario «anula» la distinción entre castigo y clemencia, ya que el castigo justo y severo de los enemigos es la forma más alta de clemencia, y en él coinciden rigor y caridad:
Castigar a los opresores de la humanidad es clemencia; perdonarlos es barbarie. El rigor de los tiranos no tiene otro principio que el propio rigor, mientras que el del Gobierno republicano se basa en la benevolencia.
¿Qué deberían pues deducir de todo esto quienes siguen fieles al legado de la izquierda radical? Dos cosas al menos. En primer lugar, tenemos que aceptar como nuestro el pasado terrorista, aunque —o precisamente porque— se rechace críticamente. La única alternativa a la tibia posición defensiva de culpabilidad asumida frente a nuestros críticos liberales o derechistas es: tenemos que hacer mejor que nuestros adversarios esa tarea decisiva. Pero hay algo más: tampoco deberíamos permitirles determinar el campo y el tema de la lucha, lo que significa que la autocrítica más implacable debería ir de la mano con una admisión audaz de lo que, parafraseando el juicio de Marx sobre la dialéctica de Hegel, uno se siente tentado a llamar el «núcleo racional» del terror jacobino:
La dialéctica materialista asume, sin ninguna complacencia particular, que hasta ahora ningún sujeto político ha podido llegar a la eternidad de la verdad que desplegaba sin momentos de terror. Por eso Saint-Just preguntaba: «¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror?». Su propia respuesta era que desean la corrupción, que es otro nombre de la derrota del sujeto.
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