Historia mundial de la megalomanía
Desmesuras, desvaríos y fantasías del culto a la personalidad en política
Primera edición digital: junio, 2014
D. R. © 2014, Pedro Arturo Aguirre
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ISBN 978-607-312-355-6
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A Lucía
PRÓLOGO
¡Se fue papá y no lo extrañaremos!
E LOY G ARZA G ONZÁLEZ
El muchacho alto y desgarbado se filtró por los laberintos burocráticos de la dictadura y consiguió un asiento en la primera fila de la ceremonia para ser testigo de ese evento histórico que le cambiaría la vida para siempre. A escasos metros de su silla avanzó el caudillo y se detuvo un instante para saludarlo, tan alto como él, vestido de verde olivo, el quepí de comandante y una barba montaraz que desde entonces inspiraba a los presentes la fe en el socialismo, la lucha del proletariado, el fin de las clases sociales y otra ristra de quimeras del mismo tenor. Pero en el cerebro del muchacho sólo reverberó el destino común de los megalómanos políticos y la nueva versión ahora tropical del culto a la personalidad.
A partir de ese momento, Pedro Arturo Aguirre cultivó la idea de coleccionar los excesos de estos personajes pintorescos e hilvanarlos en forma de capítulos de un libro que tituló Historia mundial de la megalomanía y que bien podría ser continuación (en vena política) de aquella Historia universal de la infamia, que Jorge Luis Borges escribió con intención de perpetuar los hechos demenciales de tanto antihéroe legendario, como el que le tendió la mano a Pedro Arturo esa mañana reveladora del 1° de enero de 1979, durante la ceremonia oficial del vigésimo aniversario de la Revolución cubana.
Aguirre comprendió que Fidel Castro apuntaba a ser un personaje más de esa novela del “hombre fuerte” que tramaron publicar los autores del boom latinoamericano, con un capítulo peruano escrito por Mario Vargas Llosa (el sátrapa Manuel Odría), un capítulo mexicano escrito por Carlos Fuentes (el férreo Porfirio Díaz), un capítulo chileno escrito por José Donoso (el golpista Augusto Pinochet) y un capítulo argentino escrito por Julio Cortázar (el represivo Jorge Rafael Videla y la Junta Militar). Sin embargo, el colombiano Gabriel García Márquez, genio del tipping point poético de renombrar las cosas que suponíamos ordinarias, le había dado la vuelta al proyecto con la publicación, en 1975, de El otoño del patriarca, fábula redonda de un megalómano prototípico que gobernaba como señor de horca y cuchillo en las orillas del mar Caribe, pero que lo mismo hubiera podido mandar en el Cercano Oriente, en la China imperial, en los Balcanes, o en la racional Alemania posterior a la República de Weimar.
Ahora bien, Aguirre es un reconocido politólogo de México, con muchos libros publicados sobre política internacional, de manera que su reto de estudiar el común denominador de la megalomanía tenía que ser en formato de ensayo y sin restricciones geográficas para ejemplificar que la locura humana no es patrimonio de una región específica y su información genética, deleznable y oprobiosa para el género humano en su conjunto, abarca sin excepción todas las culturas esparcidas en el planeta Tierra.
¿Y cuáles son estas huellas de identidad que Aguirre detectó en las sucesivas variantes de megalómanos que comenzó a estudiar hace más de 30 años? Entre el ramillete de cuentos verídicos desplegados ante nuestros ojos podemos decantar esencias del mismo mal, algunas perfiladas desde un plano psicológico por Erich Fromm en Anatomía de la destructividad humana: narcisismo, necrofilia (contrario a la biofilia, según Fromm), egolatría, trastorno bipolar, verborragia, “mandato distorsionado del placer” (Lacan), delirio de grandeza, mesianismo, egoísmo, histrionismo, anhelo de inmortalidad, indiferencia ante el sufrimiento de sus semejantes y un instinto infalible para adaptarse a los nuevos tiempos, incluyendo las últimas tecnologías (Mussolini se valió del cine, Hugo Chávez usaba el Twitter a diario y se volvió experto en microblogging y en redes sociales; Mahmud Ahmadineyad diseñó para su pueblo iraní el halal-internet). En el fondo, todos los dictadores comparten la compulsión de compararse con los dioses, para lo que les basta ser “tan crueles como ellos”, sugiere el Calígula de Albert Camus.
Pero hay otro ángulo igualmente patético que se deduce de las historias de megalómanos: el papel que desempeñan las masas populares en esta descomposición moral. Las multitudes súbditas de estos sátrapas quedan atrapadas en ciclos de denuncias preventivas, de purgas, de linchamientos colectivos contra los herejes del régimen, de adulación desproporcionada y ajena a toda crítica, de falsa conformidad, de disolución de los juicios analíticos simples y de un fenómeno psicosocial denominado Paradoja de Abilene por la ciencia cognitiva (una familia emprende un incómodo viaje a Abilene porque cada uno de sus miembros cree que los otros quieren ir). Así, en las multitudes gobernadas por megalómanos, cada individuo no sólo acepta una creencia absurda, que a su modo de ver todos los demás admiten, sino que reprime a los disidentes que no la aceptan, porque cree que el resto de la gente quiere su imposición. A todas luces es un engaño colectivo.
Tal vez, mientras los invitados aplaudían a Fidel Castro por su discurso del vigésimo aniversario de la Revolución cubana, Aguirre recordó la anécdota que narra Aleksandr Solzhenitsyn sobre uno de los tantos homenajes tributados en vida a Stalin. Al terminar de leer su mensaje, el dictador recibió de los presentes un aplauso atronador que se prolongó por casi media hora: ningún invitado se atrevía a parar de aplaudir, quizá por causa del fenómeno ya descrito de Abilene y también por miedo a ofender al líder. Sólo el director de una fábrica ubicado en el estrado se decidió a dejar de batir las palmas y discretamente se sentó, seguido por la concurrencia. No pasaron ni cinco minutos sin que este director fuera detenido y condenado a 10 años de prisión en el Gulag.
El comportamiento colectivo que respalda al gobernante megalómano lo ilustra el experimento Milgram, aplicado por primera vez en 1961, en New Haven, Connecticut. A los participantes (reclutados mediante un anuncio en los periódicos) se les pidió actuar como “maestros” de un “alumno” que se hallaba sentado en una silla eléctrica, a quien enseñarían durante breves minutos una lista con pares de palabras. Si el alumno se equivocaba, recibía como castigo una descarga eléctrica, aplicada por el maestro mediante una palanca al alcance de su mano. Las descargas ascendían en intensidad a lo largo de 30 niveles, de los 15 a los 450 voltios. Al traspasar los 270 voltios, el alumno transitaba de la queja al retorcimiento físico y luego a los gritos desgarradores. Si el maestro pedía detener el examen, intervenía presto un investigador: “Prosiga, es importante que siga el examen, no tiene otra opción”. Por lo general, el alumno perdía el conocimiento entre alaridos y espasmos de terror.