Prólogo
En la catedral de Córdoba, debajo de uno de los púlpitos barrocos que enmarcan el altar mayor, el visitante se sorprende ante la escultura, a tamaño natural, de un buey agonizante echado en el suelo con las tripas fuera.
El buey destripado de Córdoba tiene su leyenda: durante la construcción de la catedral, uno de los cabestros que tiraban de los carros de piedra reventó a causa del esfuerzo y el cabildo lo hizo esculpir bajo el púlpito como homenaje a su sacrificio.
La realidad es más prosaica: ese buey que vemos debajo del púlpito simboliza el Evangelio de san Lucas (cuyo símbolo es un toro) y lo que parecen tripas son, en realidad, nubes: las nubes del Cielo, que eximen al escultor de tallar un toro entero, lo que habría obligado, por las leyes de la proporción, a construir un púlpito del tamaño de la platea de un teatro.
El toro que simboliza al evangelista está en ese preciso lugar, bajo el púlpito, para significar que el Evangelio, la buena nueva, la palabra de Dios, se difunde desde el púlpito y resuena en el mundo con una voz potente y clara como el mugido de ese animal.
El caso del toro de la catedral cordobesa nos ilustra sobre una carencia del hombre moderno y no digamos de las desventuradas víctimas de la LOGSE: hacemos turismo y, en el tiempo que nos dejan las comidas copiosas y exóticas y las compras (el inconfesado objetivo de esas excursiones), acaso incurrimos en la autocomplacencia de creernos cultos porque visitamos las iglesias y catedrales que nos salen al paso, y nos arrobamos ante la belleza de los frescos románicos, de los lienzos renacentistas, de los retablos barrocos, de las imágenes de bulto talladas en sillerías, canecillos y retablos, de las prodigiosas arquitecturas que conforman el edificio, pero no entendemos lo que representan.
Buey que simboliza el Evangelio de San Lucas en la catedral de Córdoba.
Un alumno de cuarto de ESO, es decir, de unos quince años de edad, sale despavorido de la capilla de su instituto, un edificio antiguo, y le dice al profesor:
—¡Tenemos una momia en el instituto!
El logsetomizado alumno había confundido el altar que preside la capilla con un sarcófago egipcio. «Quizás el alumno había visto recientemente alguna película de momias —explica el profesor—, pero no había entrado jamás en una iglesia.»
Vemos sin ver, miramos sin entender.
¿Por qué esta santa sostiene unas tenazas? ¿Por qué esta otra lleva en la mano una palma y se apoya en una rueda dentada rota? ¿Por qué este santo se señala una llaga en la rodilla izquierda y la da a lamer a un perro?
Ni idea.
¿Qué significan el sombrero y las borlas del escudo de este obispo?
Ni idea.
¿Por qué hay cruces con dos travesaños derechos y uno torcido?
Cero. Ni puta idea.
El templo está lleno de símbolos que no entendemos. Nos hemos alejado de ese mundo que puebla nuestras iglesias y ya no sabemos leerlo, ni mucho menos interpretarlo. «Muchos profesores de Historia del Arte muestran su inquietud por la falta de conocimientos de religión que hay entre los jóvenes, debido sólo en parte a la corriente laica que ha restado fieles a las materias que tratan los orígenes del cristianismo. Porque una cosa es el laicismo y otra muy distinta la ignorancia sobre aspectos de cultura general imprescindibles para comprender muchos porqués de nuestra sociedad.»
El sarcófago egipcio de nuestro alumno (altar de la iglesia de San Matías, Budapest).
El cristianismo desarrolló un mundo de símbolos rico y variado que nuestros ancestros, aunque analfabetos (y precisamente por serlo), sabían descifrar correctamente. Para ellos una iglesia era un libro mudo que contaba historias. El cristiano que penetraba en ella sabía interpretarlas, a veces con ayuda del clero, que por algo se había erigido en mediador entre Dios y los hombres.
Cruz ortodoxa rusa.
En las páginas que siguen, el lector se va a introducir en el frondoso laberinto de los símbolos que pueblan nuestros templos, algunos de creación netamente cristiana, otros, como veremos, herencia de cultos más antiguos que el cristianismo ha reciclado y asumido como propios.
Dicho esto, vayamos a la faena.
El rico simbolismo de nuestra religión se manifiesta en los soportes más insólitos como en éste bombón benedictino.
Un redil para las ovejas de Cristo
Cuando los romanos querían construir un palacio de exposiciones y congresos, un edificio polivalente que sirviera de tribunal, de salón de actos, de templo, de lonja comercial, incluso de mercado, construían una basílica.
No se quebraban la cabeza: para cualquier actividad que debiera desarrollarse a cubierto de las inclemencias del tiempo, levantaban una basílica , o sea, una gran nave rectangular a la que se accedía por un porche adornado con columnas. En el extremo opuesto de la entrada, en una cabecera semicircular, se colocaba la presidencia.
Basílica de Santa María de los Arcos (Tricio, La Rioja).
Los cristianos salieron de la clandestinidad en el año 313 (Edicto de Milán) y se encontraron las iglesias ya hechas. Bastaba con ocupar una de aquellas basílicas multiuso, pintarle un pez o un crismón en el pórtico, el obispo le rezaba un gorigori y ya era iglesia. Básicamente, un edificio alargado cuyo eje longitudinal dividía la nave desde la entrada principal al altar.
Planta basilical (según Fran de Almería).
Con el tiempo, a las iglesias se les fueron añadiendo diversos elementos: una vistosa fachada principal con una o dos torres-campanario; unas proyecciones laterales para que la planta del edificio tuviera forma de cruz latina (brazos desiguales) o griega (brazos iguales); capillas a lo largo de las naves laterales, retablos, dependencias para necesidades litúrgicas (baptisterios, capillas, relicarios) o administrativas (sacristías, despachos, trasteros), etcétera.